lunes, 30 de abril de 2018

La síntesis patrístico-monástica y la Iglesia Occidental hoy (Cuarta parte)

      Hubo otros eventos que contribuyeron a que las autoridades católicas romanas vacilaran en apoyar la oración contemplativa. Uno de ellos fue la controversia referente al Quietismo, un conjunto de enseñanzas espirituales que fueron condenados por el Papa Inocencio en 1687 por tratarse de un falso misticismo. Eran unas enseñanzas bastante ingeniosas; consistían en que uno hacia un acto de amor a Dios de una vez y por siempre, por medio del cual uno se entregaba totalmente a Él con la firme intención de no echarse para atrás nunca. Siempre y cuando uno no retirase esa intención de pertenecer enteramente a Dios, la unión divina estaba asegurada y no se precisaba ningún esfuerzo adicional, ni dentro ni fuera de la oración. Parece que la gran diferencia entre una intención que se dedica una sola vez, por más importante que sea, y el establecimiento de la misma como una disposición permanente, pasó desapercibida para la mayoría.

En Francia floreció una forma más atenuada de esta doctrina hacia fines del siglo XVII, y llegó a conocerse como el Semi-Quietismo. El Obispo Boussuet, capellán de la corte de Luís XIV, se convirtió en uno de los peores enemigos de esta forma atenuada del Quietismo y logró que se condenara en Francia. De qué exageraciones se valió al referirse a la enseñanza, no está muy claro; lo cierto es que la controversia le dio muy mala reputación al misticismo tradicional. De ahí en adelante, no se aprobaba ninguna lectura acerca del misticismo en los seminarios y en las comunidades religiosas. En su libro Historia Literaria del Pensamiento Religioso en Francia Henri Bremond relata que no se encuentra ningún escrito sobre el misticismo, que valga la pena, en el transcurso de los siglos siguientes. Los autores místicos del pasado fueron ignorados, al extremo de que algunos pasajes de las obras de San Juan de la Cruz fueron interpretados como que apoyaban el Quietismo, forzando a sus editores a bajar el tono o modificar algunas de sus afirmaciones. Sus manuscritos originales tan sólo reaparecieron en este siglo, cuatrocientos años después de haber sido escritos.

Otro paso atrás en la espiritualidad cristiana se debió a la herejía del Jansenismo, que tomó fuerza durante el siglo XVII. A pesar de que eventualmente también fue condenado, dejó tras sí una actitud generalizada contra el ser humano que prevaleció durante el siglo XIX y perduró hasta este siglo. El Jansenismo pone en duda la universalidad de la acción redentora de Jesús, así como la bondad intrínseca de la naturaleza humana… Todavía hasta el presente los sacerdotes y personas religiosas están tratando de sacudirse los últimos remanentes de la actitud negativa que absorbieron en el curso de su formación ascética.

Otra tendencia poco saludable en la Iglesia moderna fue el énfasis exagerado que se daba a las devociones y revelaciones privadas, y a las apariciones. Esto llevó a que perdieran su valor, tanto la liturgia como los valores comunitarios y la percepción del misterio trascendente que una buena liturgia engendra. En la mente popular se continuaban considerando los contemplativos como santos, magos, o por decir lo menos, personas excepcionales. La verdadera naturaleza de la contemplación permaneció en la oscuridad o confundida con fenómenos tales como la levitación, las locuciones, los estigmas y las visiones, que aunque se relacionan con aquella, son accidentales, y no una parte esencial de la misma.

En el siglo XIX hubo muchos santos, pero pocos mencionaron o escribieron acerca de la oración contemplativa. Tuvo lugar una renovación de la espiritualidad en la ortodoxia oriental, pero la corriente principal del desarrollo Romano Católico fue de un carácter legalista, con una especie de nostalgia por el Medioevo y por las influencias políticas que disfrutaba la Iglesia en aquellos tiempos. El abad Cuthbert Butler, en su libro Misticismo occidental, resume las enseñanzas aceptadas por todos durante los siglos XVIII y XIX: A excepción de personas con vocaciones excepcionales, la oración normal que practicaba la mayoría, incluyendo monjas y monjes contemplativos, obispos, sacerdotes y personas laicas, era una meditación sistemática que seguía un solo método, que podía ser uno de los siguientes cuatro: La meditación de acuerdo con los tres poderes descritos en los Ejercicios Espirituales de san Ignacio; el método de san Alfonso…, el método descrito por san Francisco de Sales en Introducción a la Vida Devota, o el método de san Sulpicio…”.

En todo caso, la enseñanza posterior a la Reforma, que se oponía totalmente a la contemplación, era todo lo contrario de la enseñanza original, una tradición que se enseñó sin interrupción durante quince siglos, que sostenía que la contemplación era la evolución normal de una vida espiritual genuina, y que, por lo tanto, era asequible para todos los cristianos.

Estos hechos históricos pueden ayudar a explicar cómo fue que la espiritualidad tradicional del Occidente se llegó a perder en los últimos siglos y por qué el Concilio Vaticano II tuvo que prestarle atención directamente a este problema tan agudo y decidirse a auspiciar la renovación espiritual. Son dos las razones por las cuales la oración contemplativa está siendo el objeto de renovada atención en nuestros tiempos. Una es que los estudios históricos y teológicos han desempolvado las enseñanzas íntegras de san Juan de la Cruz y otros maestros de la vida espiritual. La otra es el reto oriental que surgió a raíz del período post-guerra mundial…

lunes, 23 de abril de 2018

La síntesis patrístico-monástica y la Iglesia Occidental hoy (Tercera parte)

 “La Historia de la Oración Contemplativa en la Tradición Cristiana”, en Mente abierta y corazón abierto[1].


El método de la oración que se propuso tanto para el laicado como para el clero durante los primeros siglos del cristianismo, se llamaba lectio divina, que traduce literalmente “lectura divina”, una práctica que involucraba la lectura de las Sagradas Escrituras y más específicamente, el escuchar lo que se leía. Los monjes repetían las palabras del texto sagrado con sus labios hasta que sus cuerpos entraban a formar parte del proceso. Lo que perseguían era cultivar, a través de la lectio divina, su capacidad para escuchar y prestar atención interior a niveles cada vez más profundos. Orar era su forma de responder al Dios que les hablaba por medio de las Escrituras y al cual deban alabanza en la liturgia.

La parte reflexiva, que consistía en meditar sobre las palabras del texto sagrado, se llamaba meditatio, o sea, “meditación”. El movimiento espontáneo en que la voluntad respondía a estas reflexiones, se llamaba oratio, o sea, “oración afectiva”. A medida que estas reflexiones y actos de la voluntad se iba simplificando, uno se trasladaba a un estado de descanso en la presencia de Dios, que era lo que se entendía por contemplatio, o “contemplación”.

Estos tres actos -meditación discursiva, oración afectiva y contemplación- pueden presentarse durante el mismo período de oración. Están entrelazadas entre sí. Al igual que los ángeles suben y bajan por la escalera de Jacob… A veces uno alababa al Señor con los labios, otras veces con los pensamientos, otras con actos de la voluntad, otras con la atención absorta en la contemplación. Se consideraba que la contemplación era la consecuencia normal de escuchar la palabra de Dios. El acercarse a Dios no estaba dividido en compartimientos de meditación discursiva, oración afectiva y contemplación. El término oración mental, con sus categorías distintivas, no existía en la tradición cristiana con anterioridad al siglo XVI.

Alrededor del siglo XII tuvo lugar un desarrollo bien marcado en la forma de pensar religiosa. Se fundaron las grandes escuelas de teología. Fue la época en que surgieron el análisis preciso en cuanto a conceptos, la división entre género y especies, las definiciones y clasificaciones. Esa capacidad cada vez más pronunciada para el análisis fue un desarrollo de gran importancia para la mente humana. Por desdicha, esta misma pasión por el análisis en el campo de la teología ejercería su influencia más adelante sobre la práctica de la oración y le pondría fin a la simple y espontánea forma de orar de la Edad media que se basaba en la lectio divina y llevaba a la contemplación. Los maestros de espiritualidad del siglo XII, tales como Bernardo de Clairvaux, Hugo y Ricardo de San Víctor y Guillermo de Saint Thierry se dedicaron a desarrollar una interpretación teológica de la oración y la contemplación. En el siglo XIII los franciscanos crearon métodos de meditación que se basaban en dichas enseñanzas, y que ganaron gran popularidad.

Durante los siglos XIV y XV, la peste bubónica y la Guerra de los Cien Años diezmaron pueblos, ciudades y comunidades religiosas, en la misma época durante el nominalismo y el Gran Cisma producían una decadencia general, moral y espiritual. Alrededor del año 1380 surgió un movimiento de renovación, llamado Devotio Moderna, en los Países Bajos y que luego se difundió en Italia, Francia y España, como una réplica a la necesidad general de una reforma. En un momento de la historia en la cual las instituciones y estructuras se desmoronaban, el movimiento de Devotio Moderna buscó utilizar la fuerza moral emanada de la oración para fomentar la autodisciplina. Hacia fines del siglo XV se crearon los métodos de oración mental, un nombre muy adecuado puesto que con el pasar del tiempo se tornaban cada vez más complicados y sistematizados...

Al avanzar el siglo XVI, la oración mental llegó a dividirse en tres: la meditación discursiva cuando predominaban los pensamientos; la oración afectiva cuando el énfasis se ponía en los actos de la voluntad; y la contemplación si predominaban las gracias infundidas por Dios mismo. La meditación discursiva, la oración afectiva y la contemplación dejaron de ser partes de un mismo período de oración para pasar cada una a ser una forma definida y precisa de orar, cada una con sus respectiva mira, método y propósito… El progreso natural de la oración hasta llegar a la contemplación, no encajaba en las categorías que estaban aprobadas, y por lo tanto, no se recomendaba.

Junto con esta disminución de la tradición viviente de la contemplación cristiana, la vida espiritual tuvo que enfrentarse con nuevos retos que trajo consigo el Renacimiento... Era imperativo y necesario reconquistar el mundo para Cristo, en vista de los elementos paganos que se estaban apoderando de la cristiandad. No es de sorprenderse, entonces, que aparecieran nuevas formas de orar que encajaban mejor en el ministerio apostólico. El nuevo énfasis en la vida apostólica requería una transformación en las formas de espiritualidad transmitidas hasta ese momento por los monjes y los mendigos. El genio y la experiencia contemplativa de San Ignacio de Loyola lo inspiraron a que canalizara la tradición contemplativa, que corría peligro de perderse, en una forma que fuese apropiada para la nueva era.

Los Ejercicios de San Ignacio, compuestos entre 1522 y 1526, juegan un papel muy importante para poder entender el estado de espiritualidad presente en la Iglesia Católica Romana. Los Ejercicios Espirituales proponen tres métodos de oración. Las meditaciones discursivas prescritas para la primera semana son para hacerlas con las tres facultades del ser humano: memoria, intelecto y voluntad. La memoria recuerda el punto escogido de antemano como el tema de la meditación discursiva; el intelecto reflexiona sobre las lecciones que uno quiera sacar del mismo; y la voluntad hace promesas que se basan en el mismo punto, con el fin de poner en práctica dichas lecciones. Es así como se llega a una reforma de vida.

El término contemplación que se usa en los Ejercicios Espirituales tiene un significado diferente al tradicional. Consiste en imaginar y “contemplar” un objeto concreto, como por ejemplo, mirar los personajes del Evangelio como si estuvieran presentes, oír lo que están diciendo, relacionándose y contestando a las palabras que pronuncian y a sus actos. Este método, que es prescrito para la segunda semana, tiene como mira el desarrollo de la oración afectiva.

El tercer método de la oración de los Ejercicios Espirituales se llamó la aplicación de los cinco sentidos. Consiste en aplicar sucesivamente los cinco sentidos al objeto de la meditación, espiritualmente. Este método está diseñado para preparar a los principiantes para la contemplación en el sentido tradicional de la palabra y para promover el desarrollo de los sentidos espirituales en aquellos más avanzados en la oración.

Vemos, entonces, que Ignacio no propuso que se siguiera sólo un método de oración. La tendencia que desafortunadamente redujo los Ejercicios Espirituales a un solo método, el de meditación discursiva parece provenir de los mismos Jesuitas. En 1574 el Padre General de los Jesuitas, en una misiva dirigida a la provincia española de la Sociedad, prohibió la práctica de la oración afectiva y la de la aplicación de los cinco sentidos, prohibición que fue repetida en 1578. Fue así como la vida espiritual de un segmento importante de la Sociedad de Jesús se vio limitada a un solo método de oración, a saber, la meditación discursiva, de acuerdo con las tres fuerzas intelectuales. El carácter predominantemente intelectual de esta meditación continúo ganando importancia a través de toda la Sociedad en el curso de los siglos XVIII y XIX. La mayoría de los manuales sobre espiritualidad escritos hasta este siglo, limitan su instrucción al tema de la meditación discursiva.

Para alcanzar a captar en toda la extensión el impacto de lo anterior sobre la historia reciente de la espiritualidad católica romana, tengamos en cuenta la influencia penetrante que ejercieron los Jesuitas como que eran los representantes de la Contra-Reforma. Muchas de las comunidades religiosas que se fundaron en los siglos posteriores adoptaron las normas de la Constitución de la Sociedad de Jesús, recibiendo simultáneamente la espiritualidad que enseñaba y practicaba la Sociedad junto con las limitaciones impuestas, no por San Ignacio, sino por sus menos inspirados sucesores…Los Ejercicios Espirituales estaban diseñados para formar contemplativos en acción. Teniendo en cuenta la inmensa y beneficiosa influencia de la Sociedad, uno podría afirmar que si a sus miembros se les hubiese permitido practicar los Ejercicios Espirituales de acuerdo a la idea original de san Ignacio y a cómo él intentó que fueran, o si le hubieran prestado más atención a sus propios maestros, como lo fueron los padres Lallemant, Surin, Grau y De Caussade, el estado actual de la espiritualidad de los católicos romanos sería bien diferente.



[1] Thomas Keating, ocso (1923) es uno de los principales maestros de oración contemplativa (Centering Prayer) dentro del mundo cristiano. Cursó sus estudios en Yale y Fordham, para luego ingresar a la vida monacal. Actualmente reside en el monasterio de Snowmass, Colorado

RETIRO DE SUPERIORES DE SURCO (CONFERENCIA DE COMUNIDADES MONASTICAS DEL CONO SUR) EN EL MONASTERIO DE RENGO CHILE (PREDICADOR RMO. P. GUILLERMO ARBOLEDA. OSB)

lunes, 16 de abril de 2018

La síntesis patrístico-monástica medieval y la Iglesia Occidental hoy (Segunda parte)


La síntesis patrística, amputada en Occidente de su dimensión espiritual, fue reemplazada por una nueva visión del cristianismo, en la que la vida monástica fue marginada a favor de otras formas de vida religiosa hasta una nueva ruptura, descripta por R. Loqueneux en   su obra “Science classique  et thélogie” (Ciencia clásica y teología)[1]. Mientras que hasta “los siglos XVII y XVIII la ciencia clásica fue elaborada” en un marco en el cual “la teología estaba en el corazón del pensamiento de la mayor parte de los sabios”, en el siglo XVIII se produjo una nueva ruptura, que el autor califica asimismo de “divorcio”, con la filosofía de las Luces que culminara en el siglo XIX. Hasta ese momento, en efecto, era imposible “para el historiador de las ciencias, aislar a estas de “la influencia de las teologías naturales y racionales”, “como así también de las relaciones que ellas mantenían con la teología revelada”. Las matemáticas y las leyes de la naturaleza, que hasta entonces se estudiaban con la finalidad de probar la existencia de Dios, lograron su autonomía. En adelante la ciencia conducirá al cientificismo y al materialismo; y la teología se         verá despojada de su condición de ciencia. Al igual que es posible observar las leyes de la naturaleza sin referencia a una revelación, será asimismo posible hacer exégesis o estudiar la literatura cristiana de los primeros siglos sin referencia explícita a la fe. En cuanto a la espiritualidad, ella continuará su  evolución sin relación directa con la teología, con una proliferación de discursos más o menos místicos y la multiplicación de devociones.

Todo el discurso se concentrará en adelante sobre la moral y la importancia de las obras de bien, lo cual provocará la floración de múltiples congregaciones que se definirán esencialmente por sus obras. San Alfonso María de Ligorio, san Vicente de Paúl y todas las congregaciones consagradas a la             educación, a la salud y a las obras de caridad se convertirán en los actores principales del paisaje eclesial. La espiritualidad será confinada a un ámbito íntimo, la teología ya no será reconocida como la reina de las ciencias, y       será en el terreno de las obras y sobre todo del discurso moral que la Iglesia desplegará toda su energía en Occidente. Pero este magisterio moral de la Iglesia conocerá a su vez una contestación radical al final del siglo XIX con los maestros de la duda[2]: Nietzche, Freud y Marx; y luego, a mediados del siglo XX, con el rechazo de Humanae Vitae y la multiplicación de los escándalos, que van a quitar credibilidad esa última parte de la doctrina cristiana.           Mientras que el discurso de la Iglesia se concentraba sobre las cuestiones de moral, ella era cada vez menos escuchada y no sentida como legítima, incluso entre los cristianos. El siglo XX señala con esto la          desaparición            progresiva del último elemento nacido de la síntesis patrística.

Si se considera que la espiritualidad, la aventura interior, significa lo que los antiguos llamaban Theoria, es decir la búsqueda de lo Bello; que la teología concierne a la búsqueda de la Verdad, la ortodoxia; y  que la vida activa y la moral atañen a la búsqueda del Bien, la ortopraxis, asistimos por tanto a una desaparición progresiva de los tres elementos constitutivos de la primera síntesis patrística. Los debates y luchas en este inicio del siglo XXI, que conciernen únicamente y de manera significativa a los problemas morales, son ciertamente indicativos del empobrecimiento de la síntesis patrística, pero sobre todo nos revelan el trabajo que debe emprenderse hoy en la Iglesia de Occidente. Y en esta tarea la vida monástica tiene justamente un lugar singular.

En efecto, desde hace algunos decenios, asistimos en la Iglesia latina, a un florecimiento de fundaciones y comunidades nuevas todas las cuales, más o menos claramente, se consideran dentro de la tradición monástica. De Taizé a Bose, de los hermanos y hermanas de Belén a las fraternidades monásticas de Jerusalén, desde las Comunidades de las Bienaventuranzas a las comunidades diversas y variadas, todas se inspiran y se reclaman más o menos del modelo monástico, agregando también otros elementos y mezclando los diversos estados de vida. Sin hablar de los grupos de hombres    y mujeres laicos que se han constituido en torno a las comunidades monásticas, para inspirarse en la RB, sin por ello hacerse monjes o monjas. De una forma un poco paradojal, mientras que las comunidades monásticas tienen dificultades para reclutar nuevos miembros, nunca han estado tan acompañadas y apreciadas. La síntesis monástica atrae y suscita emulación, hasta las     grandes empresas miran a Benito           y a su Regla como precursores de los principios de la gestión empresarial.       

La vida monástica atrae porque aparece como uno de los últimos ámbitos en donde la alianza de los tres universales[3], lo Bello, lo Verdadero y el Bien parecen haber sobrevivido. Frente a un discurso            muy a menudo únicamente moralizante y activista, el modelo    monástico ofrece una alternativa con su liturgia, su experiencia espiritual, su arte de vivir y su implicación en las realidades no solo intelectuales sino también muy concretas de este mundo. Sin duda, es la misma razón la que empuja a tantos de nuestros contemporáneos a interesarse por las Iglesias       de Oriente, que han salvaguardado mucho mejor que la Iglesia latina esa síntesis de la edad de oro de los Padres. Pero la verdadera cuestión que se nos    plantea hoy en día es comprender si basta con volver a la síntesis del siglo IV,         o si hay que suscitar, con nuevos esfuerzos, una renovada expresión espiritual, teológica y ascética. En la perspectiva de “la hermenéutica de la continuidad” presentada por Benedicto XVI en su discurso a la curia romana del 22 de diciembre de 2005, no es posible vislumbrar una nueva síntesis que no se enraíce en aquella de los primeros siglos. Pero no se trata de contentarse con hacer arqueología. El verdadero problema es volver a encontrar esa unidad profunda que permitió a la Iglesia proponer la fe          a las diversas culturas que fue encontrando.

En ese sentido, la época que atravesamos es muy apasionante. La presencia simultánea del Papa Francisco y del Papa emérito Benedicto es a este respecto muy instructiva. Porque mientras el Papa Francisco ubica su discurso resueltamente en la esfera moral, pero al modificar los parámetros parece querer dar vuelta la página del moralismo de los siglos XIX y XX; el Papa emérito Benedicto, que ha constituido en la continuidad de las catequesis  del miércoles una verdadera síntesis de la tradición de la Iglesia, ha entregado a los cristianos todos los elementos necesarios para redescubrir esa extraordinaria síntesis del cristianismo de la que tanta necesidad tiene nuestra época. Paradojalmente, al contrario de la imagen que presentan los medios de todas partes, mientras que Francisco aparece como el Papa que da vuelta la página de un pasado terminado, revolucionando los parámetros del discurso moral, Benedicto aparece como el Papa que prepara el futuro, esa nueva síntesis que aún subsiste en la Regla que también lleva su nombre.



[1] Science classique et Théologie, Vuibert Adapt-Snes, Paris 2010.
[2] Sospecha.
[3] Trascendentales.

lunes, 9 de abril de 2018

La síntesis patrístico-monástica medieval y la Iglesia Occidental hoy (Primera parte)

 “La vida monástica y la síntesis patrística”, en Introducción a la Regla de San Benito[1].


La RB aparece en el siglo VI, al fin de un período excepcional de la historia de la Iglesia, que se acostumbra a llamar “la edad de oro de los Padres de la Iglesia”. Algunos prolongan esta “edad de los Padres” bastante más allá de la antigüedad tardía, hasta el siglo XII en Occidente, haciendo de san Bernardo el último de los Padres. Esta proposición no es algo meramente anecdótico. De hecho, nos pone sobre la vía de una comprensión diferente de la historia y de sus consecuencias. A partir del siglo XVII, numerosas teorías nacieron para tratar de explicar la emergencia del movimiento monástico. La mayor parte de ellas insistían sobre el aspecto marginal y contestatario de dicho movimiento. El monacato habría nacido como una reacción contra la evolución de cuerpo eclesial, y habría preconizado un retorno a los orígenes, un retorno   a las fuentes.

Si este análisis encuentra en ocasiones algunos puntos de apoyo en los escritos antiguos, sin embargo, no resiste el examen. La Vita Antonii es la obra de un obispo, san Atanasio. San Antonio, san Basilio,          san Jerónimo, san Juan Casiano estuvieron implicados en las controversias teológicas de su época, en estrecha relación con los obispos. La intervención de los monjes en la controversia    de Éfeso, el famoso latrocinio de Éfeso, termina por convencernos que su retiro del mundo no significaba de ningún modo el desinterés por todo lo que sucedía.

Lejos de aparecer como un movimiento contestatario frente a la decadencia eclesial después del edicto de Constantino, el monacato primitivo aparece más bien como la expresión más acabada y el fruto más precioso de “la edad de oro de los Padres  de la Iglesia”. Incluso se puede decir que en él            se expresan de una manera verdaderamente acabada           los elementos esenciales de la síntesis de los Padres. Esta síntesis conjugaba de una forma única a un mismo tiempo la búsqueda de la experiencia espiritual e interior (lo bello o theoria),         la expresión racional más elaborada de            la fe (lo verdadero u ortodoxia), un arte de vivir que intentaba expresar en lo concreto de la existencia cotidiana las consecuencias de la lógica de la Encarnación (el bien o la moral),     fundamento del cristianismo.

Pensar la vida monástica como el resultado específico de una culminación y no como la expresión de una contestación, nos obliga a revisar nuestra manera de comprender la institución que va a nacer de esta intuición, y que luego se alimentará de la RB. Para comprender cómo la          vida monástica encarna esta síntesis de la edad de oro de los Padres de la Iglesia, basta con releer los últimos párrafos de la Conferencia 10 de Casiano sobre la oración. Detrás de la controversia teológica que enfrentó a los monjes sobre el sentido del versículo de Gn 1,26, y sobre la amplitud de “la imagen y semejanza” en el hombre, se perfila una cuestión aún mucho más importante. En efecto, según Casiano, sin una fe justa (verdadera), incluso el más gran de los ascetas (el bien) no puede llegar a la oración pura (lo bello). Existe, por tanto, un vínculo entre estas tres dimensiones de la existencia humana que constituyen el genio de la síntesis patrística, a saber, espiritualidad,           teología y moral ascética. La vida monástica no se comprende fuera de esta síntesis. Ella expresa su fruto más hermoso y acabado.

La RB, como toda la tradición monástica antigua, se inscribe dentro de esa perspectiva en la que los elementos fundamentales permanecen vinculados, en Occidente, hasta el inicio del siglo XII. Por consiguiente, no sin razón se habla de san Bernardo como el último de los Padres. Como    lo ponía de relieve Benedicto XVI en la          audiencia general del 4 de noviembre de 2009, la controversia que enfrentará a san Bernardo y Abelardo, marca un cambio decisivo en el pensamiento occidental. Mientras que para Bernardo, “la teología tiene un único fin: el de promover la experiencia viviente e íntima de Dios”, definiéndose así su misión como “una ayuda para amar siempre más y siempre mejor al Señor”; para su oponente, Abelardo, por el contrario, que          introduce el término técnico de “teología”, esta es en principio y ante todo un ejercicio del “examen crítico de la razón”. El siglo XII es el siglo que marca una primera ruptura en la síntesis patrística de los orígenes, la ruptura entre la             teología y la experiencia interior.

En un largo artículo que ha consagrado a esta controversia, “la separación entre teología y espiritualidad”, P. Verdeyen[2] ha analizado las causas y las consecuencias de este “verdadero divorcio entre la reflexión    teológica y la vida espiritual en la Iglesia latina”. “Relegada a los márgenes de la ascesis y la mística”, la espiritualidad se ha visto confinada en “la zona irracional de la sensibilidad”. Este divorcio no ha significado la desaparición de la espiritualidad, sino su separación del campo racional, su relegamiento a la esfera de lo íntimo y de la piedad    privada. Este divorcio ha coincidido con el reflujo de la vida monástica y con la aparición de nuevas formas de vida religiosa, más urbanas e intelectuales, como los franciscanos, los          dominicos y más tarde de los jesuitas. La teología será considerada entonces como “la   reina de las ciencias”[3], culminación de esa búsqueda del saber que, desde el trívium al quadrivium, arriba al conocimiento perfecto. Este cambio histórico saludado por M.-D. Chenu como el paso del argumento de autoridad a una actitud racional, en su estudio sobre la teología del siglo XII[4], también ha conducido al hecho de que el monasterio ya no aparezca como la ciudad de Dios a la cual se lleva el mundo (pp.            237-239). La teología pasa así del régimen monástico al régimen escolástico (pp. 345-350), con el triunfo de la Quaestio sobre la Lectio (p. 210).


[1] Guillaume Jedrzejczak, ocso. nació en 1957 en el norte de Francia, en el seno de una familia de mineros de origen polaco. A los 25 años al término de su carrera de abogado, e ingresó en la Abadía de Mont-de-Cats, donde fue elegido abad en 1997 hasta 2009.
[2] “La séparation entre théologie et spiritualité. Origine et conséquences de ce divorce”, Nouvelle Revue Théologique 127 (2005), pp. 62-75.
[3] H. DUMÉRY, C. GEFFRÉ, J. POULAIN, “Théologie”, Encyclopedia Universalis (en ligne), 2. La théologie, science de la foi.
[4] La théologie au XIIe siècle, Col. Études de philosophie médiévale, XLV, Préface E. Gilson, Vrin, Paris 1957.

sábado, 7 de abril de 2018

Misa Crismal 2018

http://telefe.com/canal8tucuman/local/jueves-santo-misa-crismal/

https://www.arzobispadotucuman.org.ar/single-post/2018/03/29/LA-MISA-CRISMAL-EN-IGLESIA-CATEDRAL

martes, 3 de abril de 2018

Saludo de Pascua 2018

“A todos les deseo tener ojos de Pascua, 
capaces de ver en la muerte, la vida,
en la culpa, el perdón,
en la separación, la unidad,
en las heridas, la gloria, 
en el hombre, a Dios, 
en Dios, al hombre, 
en el Yo, el Tú,
¡Y junto a esto, toda la fuerza de la Pascua! "

Klaus Hemmerle (1929-1994).

Felices Pascuas de Resurrección
+ Abad Edmundo y Comunidad monástica