miércoles, 29 de julio de 2020

Javier Melloni, El Cristo interior, II. El camino.





2. «Hablaba con autoridad» (Mc 1,22)

Cuando Jesús toma la palabra sorprende a los que le escuchan. Su hablar produce una resonancia distinta del hastío que provocan los funcionarios de la predicación. Les nutre esta reverberación del Verbo que da sentido a lo que viven. Perciben que tiene autoridad, no poder. Desprende autoridad —de augere, «hacer crecer»— porque hace a los demás autores de sí mismos. El poder, en cambio, se ejerce desde la dominación anulando a los que quedan por debajo. Jesús no tiene ningún cargo externo sobre el que apoyarse (Mc 11,27-33). Su sostén emana de su propia experiencia y se fortalece a partir de su relación con el Fondo del fondo de su existencia. No tiene más credencial que estar posibilitando el acceso a la Fuente que, haciéndole crecer a él, le impulsa a hacer crecer a los demás.
La gente escuchaba a Jesús porque Jesús, a su vez, tenía la capacidad de escuchar. Estaba atento no sólo a lo que sucedía dentro de él, sino en torno a él, y ello le hacía captar lo que vivían sus contemporáneos. Escuchaba y sabía interpretar lo que había en el interior de ellos aunque sólo fueran balbuceos de anhelos difusos e intermitentes que volvían a desaparecer en el inconsciente. Jesús se acercaba a las personas y no temía ser salpicado por sus angustias o sus incoherencias, ni temía ser contagiado por sus enfermedades ni se escandalizaba por sus comportamientos. Tan solo se acercaba y escuchaba. Escuchaba sin cansarse y sin juzgar, sólo tratando de entenderlas. Cuanto más escuchaba más entendía y cuanto más entendía más se podía acercar de un modo sanador y revelador para ellas. Después se retiraba y meditaba lo que había escuchado para comprenderlo todavía mejor y devolverlo interpretado. Por ello, sus palabras tenían una densidad y una claridad en las que se reconocían quienes acudían a oírle hablar.
Esta lucidez le llevó a hacer nuevas interpretaciones de la Ley. Toda norma trata de poner cauce al comportamiento humano para hacer viable la vida en comunidad. En principio, la ley nace de la atención a las diversas situaciones para velar por el bien común, pero con frecuencia acaba favoreciendo a los que la custodian. Entonces, ciega y muda, se convierte en una usurpación. La autoridad que el pueblo reconocía en Jesús procedía de la referencia incesante a las personas en nombre de un Dios que quería que cada uno creciera desde la profundidad de sí mismo con y hacia los demás. Su libertad ante la Ley acabará costándole la vida. El orden establecido no pudo soportar la desautorización que suponía para ellos este escuchar a cada uno.
El comportamiento de Jesús plantea algo fundamental a toda religión y a toda sociedad: ¿Dónde se funda la legitimidad de las normas colectivas? ¿Dónde acaba la libertad y comienza la arbitrariedad?
Los seres humanos vivimos en comunidad y en ella somos confrontados con la alteridad. Este estar-con-los-demás ayuda a objetivar criterios y actitudes que pueden ser demasiado subjetivos o parciales. La tentación de toda institución es ponerse a la defensiva y absolutizar su posición frente a los que cuestionan el orden establecido. Entonces entran en pugna poder y libertad. Jesús se opuso al poder en nombre de la defensa del núcleo irreducible de cada persona, particularmente de los que quedaban excluidos por unos principios implacables que se atribuían a Dios pero que provenían de otros intereses mezquinos.
Jesús era consciente de que había que evangelizar tanto la mente como el corazón para que cada cual sea discernidor de su comportamiento. Como nadie está libre de caer en la arbitrariedad y en la autojustificación, hay que estar permanentemente abiertos y despiertos para que se purifiquen los criterios y las motivaciones, tanto personales como institucionales. Para ello necesitamos palabras verdaderas. Captamos su cualidad y su fuerza por los efectos que dejan en nosotros. Eso es lo que sucedía con los que escuchaban a Jesús: percibían que cada palabra que salía de él era un sorbo que les nutría y que les remitía a sí mismos avivando lo mejor que había en ellos.
Por otro lado, lo que oían era creíble porque Jesús decía lo que pensaba y realizaba lo que decía. Se atrevía a vivir según lo que había vislumbrado en los momentos de mayor claridad. De la unificación de su persona emanaba una infrecuente energía que despertaba el deseo de tener la misma autenticidad y la misma coherencia entre pensamiento, palabra y acción que existían en él.
Lo mismo nos sucede ante personas que están comprometidas plenamente en aquello que dicen. Entonces la palabra humana participa de la Palabra de Dios, dabar Yahvéh, la cual tiene el don y la energía de realizar lo que expresa. El Verbo creador confluye con la palabra humana dejando pasar todo su dinamismo y transformando la realidad. De aquí que la palabra de Jesús sanara y liberara de demonios y de otras contaminaciones. Escuchar su palabra y reconocerle como Palabra significa recibir la fuerza de ese Verbo creador que sigue pronunciándose en cada uno de nosotros y que permite a las personas desplegarse desde su verdad, convocando sus posibilidades latentes pero en tantas ocasiones ignoradas o dispersas.

miércoles, 22 de julio de 2020

PLANTAR ARBOLES: EXISTENCIA DEL ALMA, HUMANISMO Y POLITICA (título inventado)




Recuerda Fabrice Hadjadj: 

“….en sus Tusculanas, Cicerón propone una curiosa demostración de la inmortalidad del alma, que podría ser denominada la demostración de los árboles: “Los hombres trabajan para un porvenir que solo llegará cuando ya hayan muerto: «Plantamos árboles que no darán fruto en nuestro siglo», dice Cecilio en las Sinéfebis. ¿Por qué plantarlos, si los siglos venideros no nos afectan a nosotros para nada? Pues lo mismo que un hombre que cultiva con cuidado su tierra, planta árboles sin esperar ver nunca sus frutos, ¿acaso un gran personaje no planta, si se me permite decirlo, leyes, costumbres y repúblicas?” Sería bueno, sin duda, que nuestros políticos, que hacen campaña ignorando las campiñas, pasaran algunos años de su vida plantando una huerta para reencontrar el largo plazo de la verdadera cultura, la dignidad de los hombres libres y el sentido del bien común”.

miércoles, 15 de julio de 2020

COMUNICACIÓN - ESCUCHA - DIÁLOGO


ANSELM GRÜN, “Algunas reglas de la comunicación”, en El arte de hablar y de callar, Por una nueva cultura del lenguaje, Sal Terrae, 2017, pp. 87-89.


“Friedemann Schulz von Thun ha descrito de modo bien impresionante en su famoso «modelo de cuatro lados» cómo puede tener buen resultado un diálogo y qué puede entorpecerlo. Para la descripción de este modelo me baso en las notas que el experto en comunicación Ralph Wüst me facilitó en nuestro encuentro preparatorio de este libro.
Schulz von Thun opina que, en la comunicación de una persona con otra, las noticias se pueden contemplar desde cuatro lados distintos y pueden interpretarse bajo cuatro supuestos diferentes:
El primer aspecto se refiere a la relación con la cosa: se comunica el asunto descrito, el contenido objetivo de la cosa.
El segundo aspecto considera la relación con el que habla: se refiere a la automanifestación del que habla. Este da a conocer algo de sí mismo.
El tercer aspecto va referido a la relación mutua: en la clase de mensaje se manifiesta algo sobre la relación del uno con el otro. Está claro lo que pienso de ti y cuál es nuestra situación mutua.
El cuarto aspecto se refiere al efecto pretendido: mis palabras contienen una apelación al otro. Quisiera mover al otro a hacer algo.
Los trastornos y los conflictos surgen cuando el que habla y el que escucha interpretan y valoran de manera diferente los cuatro niveles. Esto lleva a malentendidos y conflictos. Un ejemplo conocido, pero que sigue siendo impresionante, lo describe Schulz von Thun en su libro Miteinander reden. Una pareja va sentada en el coche, la mujer al volante. Se detienen ante un semáforo. El varón dice a la mujer: «El semáforo está en verde». La mujer contesta: «¿Conduces tú o conduzco yo?» (cf. Schulz von Thun 1, 25s).
En esta situación, la intervención del varón, además de en su nivel objetivo, se puede entender en relación con las otras tres dimensiones, de la siguiente manera: como incitación a arrancar (nivel de apelación), como intención del copiloto de ayudar a la mujer que va al volante o también como demostración de la superioridad del copiloto sobre la mujer (nivel de relación) o bien como manifestación de que el copiloto tiene prisa y está impaciente (automanifestación).
Evidentemente, la mujer ha interpretado el mensaje de su marido como menosprecio o como tutela. Por eso reacciona con despecho, dispuesta a atizar el fuego de una discusión de principio: ¿quién conduce ahora: él o ella? Y en su expresión hay también una apelación, una llamada: si conduzco yo, déjame conducir como mejor me plazca; no te inmiscuyas en mi manera de conducir.
Schulz von Thun puede describir este modelo de cuatro lados también como «modelo de cuatro oídos». Con esta expresión piensa que todo oyente debe oír el mensaje del otro siempre con equilibrio entre el «oído para el objeto», el «oído para la relación», el «oído para la automanifestación» y el «oído para la apelación». Sin embargo, esto raras veces sucede. Muchas personas solo oyen con el oído para la apelación. Por ejemplo, la pregunta del marido «¿Queda todavía cerveza?» no la oye la mujer con el oído para el objeto. Entonces le podría dar la información correcta. Pero tampoco la oye con el oído para la automanifestación. En ese caso preguntaría: «¿Todavía tienes sed?». Más bien es frecuente que la oiga con el oído para la apelación y tal vez también con el oído para la relación. En la pregunta oye enseguida el reproche de que se ha preocupado poco por la cerveza. A la inversa, puede también suceder que el que habla –inconsciente o, muchas veces, también conscientemente– combine y mezcle en su comunicación los diferentes niveles de las noticias.
Con qué oídos oímos depende también de la historia de nuestra vida. Cuando las personas, en su niñez, en cada comunicación de los padres han oído solo una exigencia o un reproche, de mayores oyen sobre todo con el oído para la apelación. Y en todas las preguntas del otro se sienten puestos en tela de juicio.
Un hombre llega a casa por la tarde y pregunta a su mujer: «¿Cómo estás? ¿Qué has hecho hoy?». En esta pregunta el marido pone todo su interés por su mujer y quiere simplemente saber cómo ha pasado el día y cómo le han ido las cosas. La pregunta es una invitación a contar y a entrar en comunicación. Sin embargo, la mujer entiende inmediatamente la pregunta como control. Se siente controlada por su marido porque esa pregunta la tuvo siempre en sus oídos como pregunta de control por parte de su padre.
Pero lo que le importa a Friedmann Schulz von Thun en el diálogo no es solo escuchar con exactitud en el nivel en que está emitido el mensaje del otro. Expone también que tenemos dentro de nosotros mismos diversas voces (cf. Schulz von Thun 3, 21s). En primer lugar, llevamos dentro al moralista, el que continuamente está blandiendo normas. Luego al altruista, el que quiere siempre ayudar al prójimo. Después tenemos dentro la mala conciencia, que pone en duda la rectitud de nuestra intención. O también al consciente de su responsabilidad, que pretende asumir la responsabilidad de todo. Y con demasiada frecuencia, nuestra conversación se ve perturbada porque nosotros mismos no sabemos con exactitud qué voz o qué persona interior es la que está hablando verdaderamente en ese momento.
Schulz von Thun opina: antes de entablar una conversación con otro, lo primero que tendríamos que hacer es organizar una conferencia para discutir conjuntamente las diversas voces que hay en nosotros. Cada voz de las que llevamos dentro tiene una determinada justificación, pero con frecuencia se contradicen entre sí. Y entonces fracasa la conversación. Porque el otro se siente irritado. No sabe exactamente quién es el que está hablando con él. Por eso se necesita antes una clarificación interior: con qué voz queremos hablar. Entonces podrá resultar bien la conversación. Porque con frecuencia habla el moralista que llevamos dentro y provoca rechazo en el otro. Luego empieza a hablar el indulgente y comprensivo. Eso le irrita todavía más. Y si, encima, comienza después a hablar el altruista ayudador, el otro no entiende nada de nada…”.

Schulz Von Thun, Friedemann, Miteinander reden, Band 1: Störungen und Klärungen, Reinbek 1998; Miteinander reden, Band 3: Das »Innere Team« und situationsgerechte, Kommunikation, Reinbek 1998.

domingo, 12 de julio de 2020

XV DOMINGO DURANTE EL AÑO A



De la parábola del Sembrador

Todos los terrenos de la parábola,
                        Señor,
se encuentran en nuestro corazón.
Superficiales,
acaparados por los cuidados del día,
apegados a tantas futilidades,
y así cedemos a la vanidad;
por lo tanto,
Señor,
infatigable Sembrador,
Tú no ceses de retornar en nuestro corazón
esta buena tierra que permite esperar el fruto.
Entonces, libéranos
de todo lo que no es lo que verdaderamente somos;
de todo aquello que no eres Tú mismo,
y tendremos a bien descubrir
que el fruto llevado en la libertad
infatigablemente, permanece…


[P. Talec, Un grand désir, Paris, Centurion, 1971, p.179, Traducción P. Marcelo Maciel, osb]

miércoles, 8 de julio de 2020

Preparándonos para la solemnidad de Nuestro Padre San Benito




Audiencia General sobre San Benito de Nursia
Benedicto XVI – 9 de abril de 2008

Queridos hermanos y hermanas: Hoy voy a hablar de san Benito, fundador del monacato occidental y también patrono de mi pontificado. Comienzo citando una frase de san Gregorio Magno que, refiriéndose a san Benito, dice: “este hombre de Dios, que brilló sobre esta tierra con tantos milagros, no resplandeció menos por la elocuencia con la que supo exponer su doctrina” (Diál. II, 36). El gran Papa escribió estas palabras en el año 592; el santo monje había muerto cincuenta años antes y todavía seguía vivo en la memoria de la gente y sobre todo en la floreciente Orden religiosa que fundó. San Benito de Nursia, con su vida y su obra, ejerció una influencia fundamental en el desarrollo de la civilización y de la cultura europea.
La fuente más importante sobre su vida es el segundo libro de los Diálogos de san Gregorio Magno. No es una biografía en el sentido clásico. Según las ideas de su época, san Gregorio quiso ilustrar mediante el ejemplo de un hombre concreto -precisamente san Benito- la ascensión a las cumbres de la contemplación, que puede realizar quien se abandona en manos de Dios. Por tanto, nos presenta un modelo de vida humana como ascensión hacia la cumbre de la perfección.
En el libro de los Diálogos, san Gregorio Magno narra también muchos milagros realizados por el santo. También en este caso no quiere simplemente contar algo extraño, sino demostrar cómo Dios, advirtiendo, ayudando e incluso castigando, interviene en las situaciones concretas de la vida del hombre. Quiere mostrar que Dios no es una hipótesis lejana, situada en el origen del mundo, sino que está presente en la vida del hombre, de cada hombre.
Esta perspectiva del “biógrafo” se explica también a la luz del contexto general de su tiempo: entre los siglos V y VI, el mundo sufría una tremenda crisis de valores y de instituciones, provocada por el derrumbamiento del Imperio Romano, por la invasión de los nuevos pueblos y por la decadencia de las costumbres. Al presentar a san Benito como “astro luminoso”, san Gregorio quería indicar en esta tremenda situación, precisamente aquí, en esta ciudad de Roma, el camino de salida de la “noche oscura de la historia”.
De hecho, la obra del santo, y en especial su Regla, fueron una auténtica levadura espiritual, que cambió, con el paso de los siglos, mucho más allá de los confines de su patria y de su época, el rostro de Europa, suscitando tras la caída de la unidad política creada por el Imperio Romano una nueva unidad espiritual y cultural, la de la fe cristiana compartida por los pueblos del continente. De este modo nació la realidad que llamamos “Europa”.
La obra de San Benito, y en especial su Regla, fueron una auténtica levadura espiritual, que cambió, con el paso de los siglos, mucho más allá de los confines de su patria y de su época.
La fecha del nacimiento de san Benito se sitúa alrededor del año 480. Procedía, según dice san Gregorio de la región de Nursia, ex provincia Nursiæ. Sus padres, de clase acomodada, lo enviaron a estudiar a Roma. Él, sin embargo, no se quedó mucho tiempo en la ciudad eterna. Como explicación totalmente creíble, san Gregorio alude al hecho de que al joven Benito le disgustaba el estilo de vida de muchos de sus compañeros de estudios, que vivían de manera disoluta, y no quería caer en los mismos errores. Sólo quería agradar a Dios: “soli Deo placere desiderans”.
Así, antes de concluir sus estudios, san Benito dejó Roma y se retiró a la soledad de los montes que se encuentran al este de la ciudad eterna. Después de una primera estancia en el pueblo de Effide (hoy Affile), donde se unió durante algún tiempo a una “comunidad religiosa” de monjes, se hizo eremita en la cercana Subiaco. Allí vivió durante tres años, completamente solo, en una gruta que, desde la alta Edad Media, constituye el “corazón” de un monasterio benedictino llamado “Sacro Speco” (Gruta Sagrada).
El período que pasó en Subiaco, un tiempo de soledad con Dios, fue para san Benito un momento de maduración. Allí tuvo que soportar y superar las tres tentaciones fundamentales de todo ser humano: la tentación de autoafirmarse y el deseo de ponerse a sí mismo en el centro; la tentación de la sensualidad; y, por último, la tentación de la ira y de la venganza.
Detrás de todas las voces debemos buscar el punto central: tener el corazón abierto a la voz del Señor, escuchar en silencio, dejarse formar para conocer y amar siempre más la verdad en persona: Jesús.
San Benito estaba convencido de que sólo después de haber vencido estas tentaciones podía dirigir a los demás palabras útiles para sus situaciones de necesidad. De este modo, tras pacificar su alma, podía controlar plenamente los impulsos de su yo, para ser artífice de paz a su alrededor. Sólo entonces decidió fundar sus primeros monasterios en el valle del Anio, cerca de Subiaco.
En el año 529, san Benito dejó Subiaco para asentarse en Montecassino. Algunos han explicado que este cambio fue una manera de huir de las intrigas de un eclesiástico local envidioso. Pero esta explicación resulta poco convincente, pues su muerte repentina no impulsó a san Benito a regresar. En realidad, tomó esta decisión porque había entrado en una nueva fase de su maduración interior y de su experiencia monástica.
Según san Gregorio Magno, su salida del remoto valle del Anio hacia el monte Cassio -una altura que, dominando la llanura circunstante, es visible desde lejos-, tiene un carácter simbólico: la vida monástica en el ocultamiento tiene una razón de ser, pero un monasterio también tiene una finalidad pública en la vida de la Iglesia y de la sociedad: debe dar visibilidad a la fe como fuerza de vida. De hecho, cuando el 21 de marzo del año 547 san Benito concluyó su vida terrena, dejó con su Regla y con la familia benedictina que fundó, un patrimonio que ha dado frutos a través de los siglos y que los sigue dando en el mundo entero.
En todo el segundo libro de los Diálogos, san Gregorio nos muestra cómo la vida de san Benito estaba inmersa en un clima de oración, fundamento de su existencia. Sin oración no hay experiencia de Dios. Pero la espiritualidad de san Benito no era una interioridad alejada de la realidad. En la inquietud y en el caos de su época, vivía bajo la mirada de Dios y precisamente así nunca perdió de vista los deberes de la vida cotidiana ni al hombre con sus necesidades concretas.
Al contemplar a Dios comprendió la realidad del hombre y su misión. En su Regla se refiere a la vida monástica como “escuela del servicio del Señor” (Pról. 45) y pide a sus monjes que “nada se anteponga a la Obra de Dios” (43, 3), es decir, al Oficio Divino o Liturgia de las Horas. Sin embargo, subraya que la oración es, en primer lugar, un acto de escucha (Pról. 9-11), que después debe traducirse en la acción concreta. “El Señor espera que respondamos diariamente con obras a sus santos consejos”, afirma (Pról. 35).
Así, la vida del monje se convierte en una simbiosis fecunda entre acción y contemplación “para que en todo sea Dios glorificado” (57, 9). En contraste con una autorrealización fácil y egocéntrica, que hoy con frecuencia se exalta, el compromiso primero e irrenunciable del discípulo de san Benito es la sincera búsqueda de Dios (58, 7) en el camino trazado por Cristo, humilde y obediente (5, 13), a cuyo amor no debe anteponer nada (4, 21; 72, 11), y precisamente así, sirviendo a los demás, se convierte en hombre de servicio y de paz. En el ejercicio de la obediencia vivida con una fe animada por el amor (5, 2), el monje conquista la humildad (5, 1), a la que dedica todo un capítulo de su Regla (7). De este modo, el hombre se configura cada vez más con Cristo y alcanza la auténtica autorrealización como criatura a imagen y semejanza de Dios.
A la obediencia del discípulo debe corresponder la sabiduría del abad, que en el monasterio “hace las veces de Cristo” (2, 2; 63, 13). Su figura, descrita sobre todo en el segundo capítulo de la Regla, con un perfil de belleza espiritual y de compromiso exigente, puede considerarse un autorretrato de san Benito, pues -como escribe san Gregorio Magno- “el santo de ninguna manera podía enseñar algo diferente de lo que vivía”. El abad debe ser un padre tierno y al mismo tiempo un maestro severo (2, 24), un verdadero educador. Aun siendo inflexible contra los vicios, sobre todo está llamado a imitar la ternura del buen Pastor (27, 8), a “servir más que a mandar” (64, 8), y a “enseñar todo lo bueno y lo santo más con obras que con palabras” (2, 12). Para poder decidir con responsabilidad, el abad también debe escuchar “el consejo de los hermanos” (3, 2), porque “muchas veces el Señor revela al más joven lo que es mejor” (3, 3). Esta disposición hace sorprendentemente moderna una Regla escrita hace casi quince siglos. Un hombre de responsabilidad pública, incluso en ámbitos privados, siempre debe saber escuchar y aprender de lo que escucha.
San Benito califica la Regla como “mínima, escrita sólo para el inicio” (73, 8); pero, en realidad, ofrece indicaciones útiles no sólo para los monjes, sino también para todos los que buscan orientación en su camino hacia Dios. Por su moderación, su humanidad y su sobrio discernimiento entre lo esencial y lo secundario en la vida espiritual, ha mantenido su fuerza iluminadora hasta hoy.
San Benito vivía bajo la mirada de Dios y precisamente así nunca perdió de vista los deberes de la vida cotidiana ni al hombre con sus necesidades concretas.
Pablo VI, al proclamar el 24 de octubre de 1964 a san Benito patrono de Europa, pretendía reconocer la admirable obra llevada a cabo por el santo a través de la Regla para la formación de la civilización y de la cultura europea. Hoy Europa, recién salida de un siglo herido profundamente por dos guerras mundiales y después del derrumbe de las grandes ideologías que se han revelado trágicas utopías, se encuentra en búsqueda de su propia identidad.
Para crear una unidad nueva y duradera, ciertamente son importantes los instrumentos políticos, económicos y jurídicos, pero es necesario también suscitar una renovación ética y espiritual que se inspire en las raíces cristianas del continente. De lo contrario no se puede reconstruir Europa. Sin esta savia vital, el hombre queda expuesto al peligro de sucumbir a la antigua tentación de querer redimirse por sí mismo, utopía que de diferentes maneras, en la Europa del siglo XX, como puso de relieve el Papa Juan Pablo II, provocó “una regresión sin precedentes en la atormentada historia de la humanidad”. Al buscar el verdadero progreso, escuchemos también hoy la Regla de san Benito como una luz para nuestro camino. El gran monje sigue siendo un verdadero maestro que enseña el arte de vivir el verdadero humanismo.

miércoles, 1 de julio de 2020

Sobre Santa Gertrudis de Helfta (I) Patrona de nuestro ropero comunitario







Nuestro Ropero comunitario está bajo el patrocinio de Santa Gertrudis, para conocer más sobre ella y su “espiritualidad”.



“El descubrimiento de un Dios capaz de crear y honrar la libertad humana hasta las últimas consecuencias llevó a la teóloga del siglo XIII Gertrudis de Helfta, junto con sus hermanas del monasterio, a desarrollar una cristología (una teología sobre Jesucristo) alternativa a la cristología hegemónica de la Baja Edad Media. La teología dominante caracterizaba a Cristo Jesús como Pantocrátor, Dios Todopoderoso, Rey del Mundo. Esta imagen enfatizaba el poder de Cristo de gobernar y de imponer su ley a todas sus criaturas. Se le concebía a imagen y semejanza de un emperador, un Señor dominante y soberano que ejercía su autoridad suprema desde arriba.
Teniendo en cuenta esta imagen dominante resulta sorprendente que en la primera experiencia de Dios que tiene Gertrudis, Jesús se le aparezca como un joven de dieciséis años que interactúa con ella, una experimentada monja de veintiséis años que había vivido en el monasterio desde que tenía cinco, sin ningún tipo de atributo mayestático. A partir de esta primera experiencia, la comprensión que Gertrudis tiene de Jesús va creciendo en intimidad y Gertrudis empieza a desarrollar la idea de la vulnerabilidad de Dios sin abandonar la idea de su majestad o de su trascendencia. Es precisamente la simultaneidad de la trascendencia y la vulnerabilidad de Dios lo que se convierte en el nervio central de la teología de Gertrudis. A fin de captar adecuadamente este aspecto de su teología, es ilustrativo comparar la experiencia interior que describe en el capítulo VIII de su obra El heraldo del amor divino, con la que describe en el capítulo XIV. En ambas ocasiones, Gertrudis está participando en la eucaristía del domingo XV del tiempo litúrgico ordinario. En ambas ocasiones la experiencia se produce después de haber cantado la antífona propia del día: Sed mi protector. En su primera experiencia Jesús le ofrece su corazón como tierra prometida donde ella podrá encontrar reposo y protección: «Tocando durante la recitación de estos versos tu pecho bendito con tu venerable mano, me mostraste cuál era la tierra que tu generosidad infinita me prometía». En su segunda experiencia, los papeles se invierten de forma sorprendente y es Jesús quien busca reposo y protección en el corazón de Gertrudis: «Mediante las palabras del introito me diste a entender, oh objeto único de mi amor, que, agotado por las persecuciones y los ultrajes que tantas personas te infligen, buscabas mi corazón a fin de descansar en él. Así, cada vez que entré en mi corazón durante los siguientes tres días, te encontré en él acostado como una persona aquejada por un cansancio extremo». La experiencia de la vulnerabilidad y de la necesidad de Dios le es posible a Gertrudis a causa de la Encarnación, la más distintiva y peculiar de todas las creencias cristianas: Dios tomó carne, existió como ser humano en el tiempo y en el espacio en toda la plenitud de Dios. En el contexto del cristianismo primitivo esta idea les parecía simplemente absurda a los sabios, y a los que tenían fe religiosa les parecía ofensiva. Es probable que este siga siendo el caso hoy en día. La idea de Dios no se aviene con la idea de límite. Y sin embargo, los límites que el espacio y el tiempo nos imponen nunca constituyen en realidad obstáculos para la realización de nuestro potencial de amar (de nuestro potencial divino) en toda su plenitud. Tales límites representan en realidad la condición de posibilidad de nuestra libertad de la misma forma que el aire es condición de posibilidad para el vuelo de la paloma de Kant: «La ligera paloma, que siente la resistencia del aire que surca al volar libremente, podría imaginarse que volaría mucho mejor aún en un espacio vacío», escribió Kant en la Introducción de la Crítica de la razón pura.
Confianza, libertad, gozo, profundidad, intimidad, cuerpo, serenidad, luz, reposo, beso y dulzura son algunas de las palabras que reaparecen con más frecuencia en los escritos de Gertrudis. Expresan la forma en que Gertrudis experimentaba a Dios y cómo hablaba de Dios a los peregrinos que hacían cola en la puerta del monasterio para hablar con ella y con sus hermanas. El círculo teológico de Helfta es responsable de haber iniciado la tradición del «sagrado corazón» de Jesús, mas no concebida como una imagen edulcorada y superficial del amor, sino como un tomarse en serio la invitación de Dios a la amistad y a la intimidad con Ella. Gertrudis dejó atrás su búsqueda infantil de un Dios todopoderoso y controlador para descubrir que Dios era en realidad vulnerable, que Dios esperaba y que de hecho necesitaba el acto original de amor que solo ella podía hacer y que debía ser constantemente renovado. Gertrudis descubrió que Dios esperaba establecer una relación personal de amor con ella y con cada uno de nosotros. Esta impactante combinación de la majestad y la vulnerabilidad de Dios constituye el novum teológico introducido por las monjas de Helfta, un novum que se corresponde directamente con el mensaje del Evangelio. Gertrudis describió esta doble dimensión del amor único de Dios con la imagen de un corazón del que surgen dos rayos de luz: dorado para la divinidad, rosa para la humanidad (la carne). En la Encarnación, Dios ha experimentado lo que las nociones clásicas de Dios más rechazan, esto es, el cambio. Dios ha cambiado: ha adquirido un cuerpo que, por la resurrección, ha sido incorporado a Dios para toda la eternidad.
Las monjas de Helfta hablaron entre ellas de sus experiencias interiores y se ayudaron unas a otras a tomar en serio los retos que conllevaban, mas cada una las vivió en la soledad de la propia intimidad. Ellas descubrieron las profundidades de lo que el lenguaje moderno llama «subjetividad»; fueron verdaderas pioneras en el siglo XIII, del descubrimiento de la subjetividad y la libertad individual; anticiparon la devotio moderna y fueron transformadas por su experiencia de tal manera que adquirieron autoridad para inspirar a otras personas (varones y mujeres) en el camino hacia el gozo y la realización personal. Estas monjas son un ejemplo de liderazgo femenino que escapó del control patriarcal y se desarrolló de forma natural y sin cortapisas”.

Teresa Forcades i Vila, Fe y libertad, Herder, Barcelona, 2017, pp. 42-43.