sábado, 23 de enero de 2016

San Anselmo de Canterbury: Oración a santa Magdalena en consideración del camino de amor entre Cristo y ella I.

“¡Oh Santa María Magdalena, que por la fuente de tus lágrimas has llegado a Cristo, fuente de la misericordia! Tenías de Él una sed ardiente: Él te ha renovado con abundancia y generosidad; pecadora que eras, has sido justificada por Él; en la gran amargura de tu aflicción. El te ha consolado dulcemente. ¡Oh señora muy querida!, por ti misma has experimentado cómo el alma pecadora se reconcilia con su Creador; tú sabes qué partido debe tomar el alma desgraciada, qué medicina ha de salvar a la que languidece. Porque sabemos muy bien, ¡oh querida amiga de Dios!, que se perdonan muchos pecados a quien ha amado mucho (Lc 7, 47). No me pertenece a mí, ¡oh señora muy feliz!, no me pertenece a mí, cargado de crímenes, el recordar tus pecados en son de reproche,  si no es para invocar la inmensidad de la clemencia que les ha borrado; por ella me tranquilizo para no desesperar; tras de ella suspiro para no perecer yo, miserablemente precipitado en el abismo de los vicios; yo aplastado por el peso demasiado grande de mis crímenes, arrojado por mi mismo en el oscuro calabozo de los pecados, rodeado por doquiera de las tinieblas del torpor. A ti, escogida entre las más amadas de Dios; a ti, felicísima, acudo yo miserable; en mis tinieblas imploro tu luz; yo, pecador, a la justificada; yo, impuro a la purificada. Recuérdate, ¡oh muy clemente!, lo que has sido y cuánta necesidad tuviste de misericordia, y exige para mí esa indulgencia, como quisiste que se tuviera para ti. Pide para mí la compunción de la piedad, las lágrimas de la humildad, el deseo de la patria celestial, el disgusto de esta tierra de destierro, la amargura del arrepentimiento, el temor de los suplicios eternos. Que me aproveche, ¡oh bienaventurada!, de ese trato familiar que tuviste y que tienes con la fuente de la misericordia; piensa en ello a favor mío, para que lave allí mis pecados; comunícame agua de esa fuente para saciar mi sed; derrama sobre mí sus aguas para regar mi aridez,   porque no te será difícil obtener lo que quieres del Maestro muy amado y muy amable, que es amigo tuyo. ¿Quién dirá, en efecto, ¡oh bienaventurada esposa de Dios!, con qué benévola familiaridad se interponía Él mismo contra aquellos que te calumniaban, respondiéndoles por ti; con que bondad te defendía Él mismo cuando el fariseo se indignaba contigo; de que manera te excusaba cuando tu hermana se quejaba de ti; cómo en fin, alababa tu acción cuando Judas rugía contra ti? Finalmente, ¿qué diré yo, o más bien, cómo contaré yo aquella historia cuando, abrasada de amor, le buscabas llorando junto al sepulcro y llorabas buscándole? Cómo afablemente, amigablemente, venido para consolarte, te abrazaba aún más; cómo estaba presente cuando le buscabas; cómo Él mismo te buscaba le buscabas y llorabas”.

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