sábado, 30 de julio de 2016

¿Cómo cerrar monásticamente las puertas?

El monje abrió los ojos lentamente y contempló la huerta cubierta de nieve.
—Permítame que le pregunte algo —dijo, como si no hubiese oído las últimas palabras de su visitante—: ¿cómo cierra usted las puertas? ¿Las deja entreabiertas, las empuja suavemente o tal vez las cierra de golpe?
La señorita Prim abrió los ojos sorprendida, pero inmediatamente recuperó la compostura. Ahora estaba segura, aquel anciano había perdido la cabeza.
—Creo que las dejo entreabiertas o las empujo suavemente. Nunca doy portazos, eso desde luego.
—A los cartujos, durante su noviciado, se les enseña a cerrar las puertas volviéndose para activar cuidadosamente su mecanismo, sin empujarlas ni dejar que se cierren solas. ¿Sabe por qué se les exige eso?
La señorita Prim respondió que no acertaba a imaginárselo.
—Para que aprendan a no apresurarse, para que aprendan a realizar una cosa detrás de la otra, para entrenarlos en la mesura, en la paciencia, en el silencio y la observancia de cada gesto. —El anciano hizo una pausa—. Se preguntará usted por qué le cuento esto. Se lo cuento porque ése es el espíritu con el que hay que emprender un viaje, cualquier viaje. Si lo realiza apresuradamente, sin reposo ni pausa alguna, volverá sin encontrar lo que busca.
—El problema —respondió la bibliotecaria después de meditar aquellas palabras— es que yo no sé qué estoy buscando.
El monje la miró con ojos compasivos. —Entonces quizá el viaje le permita averiguarlo.
La señorita Prim suspiró. Había temido que el viejo monje tratase de adivinar los agujeros negros de su vida, había temido que la taladrase con la mirada y adivinase hasta el más oscuro de sus secretos. Pero aquel hombre no era nada más que un viejecito amable y cansado, no el terrible visionario con un pie en cada mundo que ella había temido encontrar.
—Me habían dicho que era usted capaz de leer en las conciencias. Me advirtieron que me diría cosas que me sorprenderían y me turbarían —dijo de pronto.
El anciano se estremeció bajo el viejo hábito y después habló con una extraña dulzura.
—Hace muchos años, cuando yo era solo un joven, tuve un maestro. Él me enseñó que el sacerdote, todo sacerdote, debe ser siempre un caballero.
La bibliotecaria parpadeó sin comprender.
—Ha venido usted aquí con el temor de que yo le dijese algo que la asombrase, la turbase o la agitase. ¿Qué clase de cortesía sería la mía si hubiese obrado así la primera vez que viene a verme y sin haberme pedido apenas consejo? No tenga miedo de mí, señorita Prim. Estaré aquí para usted. Estaré aquí esperando a que encuentre lo que busca y a que regrese dispuesta a contármelo. Y puede estar segura de que estaré con usted, sin salir de mi vieja celda, incluso mientras lo busca.
—Se puede ir al fin de mundo sin salir de una habitación —murmuró la bibliotecaria.

—Me han dicho que valora usted la delicadeza y que añora la belleza —continuó el anciano—. Busque entonces la belleza, señorita Prim Búsquela en el silencio, búsquela en la calma, búsquela en medio de la noche y búsquela también en la aurora. Deténgase a cerrar las puertas mientras la busca, y no se sorprenda si descubre que ella no vive en los museos ni se esconde en los palacios. No se sorprenda si descubre finalmente que la belleza no es un qué, sino un quién.

Texto tomado de El despertar de la Señorita Prim, Planeta, 2013.

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