sábado, 24 de junio de 2017

Lectio divina y contemplación de/con un mural románico catalán de la Santa Cena (La Seu d'Urgell, s. XIII) Sexta parte

Jesús: el Señor y Maestro

 
“Ustedes me llaman Maestro y Señor: y tienen razón, porque lo soy”. Juan 13, 13 (Cf. Mateo 23, 8-12).
“El discípulo al que Jesús amaba dijo a Pedro: ¡Es el Señor! Cuando Simón Pedro oyó que era el Señor, se ciñó la túnica que era lo único que llevaba puesto, y se tiró al agua” (Juan 21, 7).
“Después el Ángel me dijo: Escribe esto: Felices los que han sido invitados al banquete de bodas del Cordero. Y agregó: Estas son verdaderas palabras de Dios”. Apocalipsis 19, 9.

El Sentido – Orientaciónde los sentidos

“Esta lectura orante, bien practicada, conduce al encuentro con Jesús-Maestro, al conocimiento del misterio de Jesús-Mesías, a la comunión con Jesús-Hijo de Dios, al testimonio de Jesús-Señor del universo” (Documento de Aparecida 249) y a su contemplación.

Dice M. I. Rupnik:

“Lo que sucede sobre el altar, en la Eucaristía, se contempla de hecho en la comunidad que la celebra, porque lo que verdaderamente somos, es solo lo que somos en la Eucaristía. Y las paredes de la Iglesia recogen lo que sucede sobre el altar en la comunidad, imprimen este evento, lo absorben. Por eso la arquitectura y el arte en las paredes se convierten en autorretrato. Las paredes de la Iglesia son la tela sobre la cual la Iglesia pinta su autorretrato. Es más, es Cristo que por medio del Espíritu Santo dibuja el retrato de su esposa, la Iglesia. Justo así nace el arte de los cristianos, en una unidad orgánica con la liturgia y con la vida nueva, la vida divino-humana de la humanidad injertada en el cuerpo de Cristo”[1].

Concluimos con una cita de un monje benedictino inglés del siglo XII llamado Alejando de Cantorbery que comenta Ct 1, 4: “Me introdujo en la bodega”:

“En esta bodega se encuentran cuatro bordalesas (dolia) llenas de meliflua dulcedumbre, cuyos nombres son: simple historia, alegoría, moralidad, anagogía, esto es, inteligencia que tiende a las cosas superiores. Estas bordalesas se hallan ciertamente ordenadas: en primer lugar se halla junto a la puerta de la Escritura Santa la simple historia; luego la alegoría, esto es, la contemplación. Muy dulce bebida es la historia; pero más dulce es en la alegoría; dulcísima, empero, en la moralidad; incomparablemente mucho más dulce en la anagogía… La bebida que está contenida en la primera bordalesa son los ejemplos y gestas de los santos. Al aplicarnos a ellos, nuestras almas beben en cierto modo una gran dulcedumbre. En la segunda bordalesa, esto es en la alegoría, está la instrucción de la fe (fidei instructio); pues por la alegoría somos instruidos en la fe y somos imbuidos en el hombre interior por el sabor de una admirada suavidad. En la tercera bordalesa, esto es, en la moralidad, está la composición de las costumbres; pues por el sentido moral (per moralitatem) componemos nuestras costumbres (mores), y como restaurados por bebida de admirable dulcedumbre, nos manifestamos contentos y amables a nuestros prójimos. La bebida que está contenida en la cuarta bordalesa, aquélla que está en el ángulo, esto es en la anagogía, es cierto afecto suavísimo del divino amor, por cuya inefable dulcedumbre, cuando nuestra alma se restaura, en cierto modo se une a la misma suma divinidad. Por tanto cuando este bodeguero (cellarius) introduce a algunos en su bodega, esto es, en la Santa Escritura, del modo que dijimos anteriormente, les da a ellos de beber; a los más simples y rudos en la fe, y su amor les suele dar a beber de la primera bordalesa, esto es de la historia; a los más capaces les hace gustar de la alegoría, a los más perfectos de la moralidad, y a los perfectísimos, finalmente, de la anagogía, esto es de la contemplación”[2].


Addenda:

San Agustín de Hipona, Tratado 124 sobre el Evangelio de San Juan 5.7[3]

“Así, pues, la Iglesia tiene conocimiento de dos vidas que le han sido predicadas y encomendadas por divina inspiración, de las cuales una vive en la fe y la otra en la contemplación; la una en el tiempo de peregrinación, la otra en la eternidad de la mansión; la una en el trabajo, la otra en el descanso; la una en el camino, la otra en la patria; la una en el trabajo de la actividad, la otra en el premio de la contemplación; la una se aparta del mal para obrar el bien, la otra no tiene mal alguno que evitar y tiene un grande bien de que gozar; la una se bate con el enemigo, la otra reina sin enemigo; la una se hace fuerte en las adversidades, la otra no siente nada adverso; la una refrena las concupiscencias carnales, la otra se entrega a deleites espirituales; la una se afana por conseguir la victoria, la otra vive segura en la paz de la victoria; la una necesita ayuda en las tentaciones, la otra sin tentación alguna se goza en su protector; la una socorre al necesitado, la otra está donde no hay necesidades; la una perdona los pecados ajenos para que le sean perdonados los propios, la otra no tiene qué perdonar ni qué le sea perdonado; la una es sacudida por los males para que no se engría en los bienes, la otra por la plenitud de la gracia carece de todo mal para que sin peligro alguno de soberbia esté adherida al sumo Bien; la una debe discernir entre el mal y el bien, la otra sólo contempla el bien; en conclusión, la una es buena, pero aún llena de miserias; la otra es mejor y bienaventurada. Esta es figurada por el apóstol Pedro; aquélla, por Juan. Esta se desenvuelve totalmente aquí hasta el fin del mundo y allí encuentra su fin; aquélla será completa después de esta vida, pero en la otra vida no tendrá fin. Por eso se le dice a éste: Sígueme; de aquél, en cambio: Quiero que así, permanezca hasta que yo venga; ¿a ti qué? Tú sígueme. ¿Qué significa esto? ¿Qué ha de significar, según mis alcances y entendimiento, sino: Tú sígueme por la imitación, sufriendo los males temporales, y él quédese hasta que venga a daros los dones sempiternos? Más claramente puede decirse de este modo: Sígame una actividad perfecta, informada con el ejemplo de mi pasión; mas la contemplación, ya incoada, permanezca así hasta que yo venga, para completarla cuando yo haya venido. Sigue a Cristo la plenitud piadosa de la paciencia llegando hasta la muerte; mas la plenitud de la sabiduría, que entonces se ha de manifestar, permanece en este estado hasta la venida de Cristo. Aquí, en la tierra de los mortales, se toleran los males de este mundo; allí, en la tierra de los vivos, se contemplan los bienes del Señor. Pero en cuanto dice: Quiero que él permanezca hasta que yo venga, no ha de entenderse en el sentido de quedar o permanecer, sino en el sentido de esperar; porque lo que por él se significa, no se verificará ahora, sino cuando Cristo viniere. Mas en cuanto a lo que se significa por aquel a quien se dijo: Tú sígueme, si no se realiza durante esta vida, no se llegará a la vida que se espera. En esta vida activa, cuanto más amamos a Cristo, tanto más fácilmente nos libramos del mal; El, empero, nos ama menos en este estado, y nos saca de este estado para que no seamos siempre así. Allí nos ama más, porque ya no habrá en nosotros cosa que le desagrade y que tenga que arrancar; mas aquí no nos ama sino con el fin de curarnos y apartarnos de las cosas que El no ama. Luego nos ama menos aquí, donde no quiere que permanezcamos, y nos ama más allí, adonde quiere que pasemos y de donde no quiere que jamás caigamos. Ámele, pues, Pedro para que nos veamos libres de esta mortalidad, y sea amado por Juan para que seamos conservados en aquella inmortalidad…
7. Pero nadie separe a estos dos insignes apóstoles. Ambos estaban en lo que Pedro representaba y ambos habían de estar en lo que Juan figuraba. En figura le seguía aquél y permanecía éste; mas por la fe ambos toleraban los males de esta miseria, y ambos esperaban los bienes de aquella bienaventuranza. Y no sólo ellos, sino toda la Iglesia, Esposa de Cristo, hace esto para verse libre de estas tentaciones y guardarse para aquella felicidad. Estas dos vidas fueron figuradas por Pedro y por Juan, una cada uno; pero ambos temporalmente caminaron en ésta por la fe, y ambos gozaron de aquélla por la contemplación. Pedro, el primero de los apóstoles, recibió las llaves del reino de los cielos para atar y desatar los pecados a todos los justos pertenecientes inseparablemente al cuerpo de Cristo, para sostener el gobernalle de esta vida tempestuosa. Y en representación de esos mismos justos, destinados al pacatísimo seno de aquella vida secretísima, Juan el Evangelista estuvo recostado sobre el pecho de Cristo. Porque no solamente Pedro ata y desata los pecados, sino la Iglesia entera; como tampoco solamente Juan bebió en las fuentes del divino pecho que en el principio el Verbo Dios estaba en Dios y todas las otras cosas sublimes acerca de la divinidad de Cristo y de la Unidad y Trinidad de la divinidad, que en aquel reino se han de contemplar cara a cara, mas ahora, hasta que el Señor venga, son vistas como en un espejo y en figura, cosas que El dejaría escapar en su predicación. Mas también el Señor mismo difundió por todo el mundo su Evangelio para que todos, cada uno según su capacidad, bebiesen de él”.



[1]M. I. RUPNIK, “Arte como belleza de la fe y la vida consagrada como confesión gozosa de la misma”, en Profecía de amor, La Vida Consagrada, testimonio de misericordia, BAC, Madrid, 2015, pp. 62-63.
[2] ALEJANDRO DE CANTORBERY, PL 159, 707-708, citado por H. de Lubac, Exégèse Médiévale, Vol II, p. 637, traducción de J. SEIBOLD, La Sagrada Escritura en la Evangelización de América Latina, Tomo I, San Pablo, Bs. As. 1993, pp. 45-46, n. 51.
[3] CCL 36, 685-687. Obras de San Agustín XIV, BAC, Madrid, 1965, pp. 663-641.

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