miércoles, 10 de junio de 2020

AÑO MARIANO NACIONAL: CONTEMPLANDO LA MATERNIDAD DE MARÍA EN LOS OJOS DEL “DULCE POETA” DE LA VIRGEN (X)

ANHELANTE SÚPLICA DE LA RESPUESTA DE MARÍA

“… la Anunciación del Señor…es una fiesta conjunta de Cristo y de la Virgen: el Verbo que se hace "hijo de María" (Mc 6, 3), de la Virgen que se convierte en Madre de Dios. Con relación a Cristo, el Oriente y el Occidente, en las inagotables riquezas de sus Liturgias, celebran dicha solemnidad como memoria del "fiat" salvador del Verbo encarnado, que entrando en el mundo dijo: "He aquí que vengo... para cumplir, oh Dios, tu voluntad" (cf. Hb 10, 7; Sal 39, 8-9); como conmemoración del principio de la redención y de la indisoluble y esponsal unión de la naturaleza divina con la humana en la única persona del Verbo. Por otra parte, con relación a María, como fiesta de la nueva Eva, virgen fiel y obediente, que con su "fiat" generoso (cf. Lc 1, 38) se convirtió, por obra del Espíritu, en Madre de Dios y también en verdadera Madre de los vivientes, y se convirtió también, al acoger en su seno al único Mediador (cf. 1Tim 2, 5), en verdadera Arca de la Alianza y verdadero Templo de Dios; como memoria de un momento culminante del diálogo de salvación entre Dios y el hombre, y conmemoración del libre consentimiento de la Virgen y de su concurso al plan de la redención” (San Paulo VI, Marialis Cultus 6).

Homilía III:

6. Bendito, pues, es el fruto de tu vientre. Bendito en el olor, bendito en el sabor, bendito en la hermosura. La fragancia de este odorífero fruto percibía aquel que decía: El olor que sale de mi Hijo es semejante al de un campo lleno que el Señor colmó de sus bendiciones (Gén 27,27). ¿No será bendito aquel a quien colmó de sus bendiciones el Señor? Del sabor de este fruto, uno que le había gustado, eructaba de este modo, diciendo: Gustad y ved qué suave es el Señor (Sal 23, 9); y en otra parte: ¡Qué grande es, Señor, la abundancia de tu dulzura, que has escondido y reservado para los que te temen! (Sal 30,30). Y otro también: Si es que habéis gustado que es dulce el Señor (1 Pe 2,3). Y el mismo fruto de sí mismo, convidándonos a sí: El que me come, dice, tendrá todavía hambre; y el que me bebe, tendrá todavía sed (Eclo 24,29). Sin duda decía esto por la dulzura de su sabor (Cf. Sab 16,20), que gustado excita el apetito. Buen fruto el que es comida y bebida a un tiempo para las almas que tienen hambre y sed de la justicia (Cf. Mt 5,6). Oíste ya su olor, oíste su sabor, oye también su hermosura; porque, si aquel fruto de muerte (Cf. Gén 3,3) no sólo fue suave para comerse, sino también, por testimonio de la Escritura, agradable a la vista (Cf. Gén 3,6), ¿cuánto más cuidadosamente debemos informarnos de la vivificante hermosura de este fruto vital, en quien, por testimonio igualmente de la Escritura, desean mirar los ángeles mismos (1 Pe 1,12)? Cuya belleza miraba en espíritu y deseaba ver en el cuerpo aquel que decía: De Sión viene el esplendor de su hermosura (Sal 49,2). Y, porque no te parezca que alababa una belleza mediana solamente, acuérdate de lo que tienes escrito en otro salmo: Tú sobrepasas en belleza a todos los hijos de los hombres; la gracia está derramada en tus labios; por eso Dios te bendijo para siempre (Sal 44,3).

Homilía IV:

[Anhelante súplica de la respuesta de María] 8. Oíste, ¡oh Virgen! el hecho; oíste el modo también; lo uno y lo otro es cosa maravillosa, lo uno y lo otro es cosa agradable. Gózate, hija de Sión; alégrate, hija de Jerusalén (Zac 9,9; Ant. “Iucundare”). Y pues a tus oídos ha dado el Señor gozo y alegría, oigamos nosotros de tu boca la respuesta de alegría que deseamos para que con ella entre la alegría y el gozo en nuestros huesos afligidos y humillados (Sal 50,10). Oíste, vuelvo a decir, el hecho, y lo creíste; cree lo que oíste también acerca del modo. Oíste que concebirás y darás a luz a un hijo (Lc 1,31); oíste que no será por obra de varón, sino por obra del Espíritu Santo (Lc 1,35). Mira que el ángel aguarda tu respuesta, porque ya es tiempo que se vuelva al Señor que le envió (Cf. Tob 12,20). Esperamos también nosotros, Señora esta palabra de misericordia, a los cuales tiene condenados a muerte la divina sentencia, de que seremos librados por tus palabras. Ve que se pone entre tus manos el precio de nuestra salud; al punto seremos librados si consientes. Por la palabra eterna de Dios fuimos todos criados, y con todo eso morimos (2 Cor 6,9); mas por tu breve respuesta seremos ahora restablecidos para no volver a morir. Esto te suplica, ¡oh piadosa Virgen , el triste Adán, desterrado del paraíso con toda su miserable posteridad. Esto Abraham, esto David con todos los santos Padres tuyos, los cuales están detenidos en la región de la sombra de la muerte (Cf. Is 9,2. Vg.; Lc 1,79); esto mismo te pide el mundo todo postrado a tus pies. Y no sin motivo, aguarda con ansia tu respuesta, porque de tu palabra depende el consuelo de los miserables, la redención de los cautivos, la libertad de los condenados, la salud, finalmente, de todos los hijos de Adán, de todo vuestro linaje. Da, ¡oh Virgen!, aprisa la respuesta.

¡Ah!, Señora, responde aquella palabra que espera la tierra, que espera el infierno, que esperan también los ciudadanos del cielo. El mismo Rey y Señor de todos, cuanto deseó tu hermosura (Cf. Sal 44,12), tanto desea ahora la respuesta de tu consentimiento; en la cual sin duda se ha propuesto salvar el mundo (Cf. Jn 3,17). A quien agradaste por tu silencio agradarás ahora mucho más por tus palabras, pues Él te habla desde el cielo diciendo: ¡Oh hermosa entre las mujeres (Cant 1,7), hazme que oiga tu voz (Cant 8,13)! Si tú le haces oír tu voz, Él te hará ver el misterio de nuestra salud (Lc 2,30). ¿Por ventura, no es esto lo que buscabas, por lo que gemías, por lo que orando días y noches suspirabas (Jos 1,8; Ecle 8,16)? ¿Qué haces, pues? ¿Eres tú aquella para quien se guardan estas promesas o esperamos otra? (Cf. Mt 11,3)

No, no; tú misma eres, no es otra. Tú eres, vuelvo a decir, aquella prometida, aquella esperada, aquella deseada, de quien tu santo padre Jacob, estando para morir (Eclo 11,20), esperaba la vida eterna, diciendo: Tu, salud esperaré, Señor (Gén 49,18). En quien y por la cual Dios mismo, nuestro Rey, dispuso antes de los siglos obrar la salud en medio de la tierra. ¿Por qué esperaras de otra lo que a ti misma te ofrecen? ¿Por qué aguardarás de otra lo que al punto se hará por ti, como des tu consentimiento y respondas una palabra? Responde, pues, presto al ángel, o, por mejor decir, al Señor por el ángel; responde una palabra y recibe otra palabra (Sant 1,21); pronuncia la tuya y concibe la divina; articula la transitoria y admite en ti la eterna. ¿Qué tardas? ¿Qué recelas?

Creo, di que sí y recibe. Cobre ahora aliento tu humildad y tu vergüenza confianza. De ningún modo conviene que tu sencillez virginal se olvide aquí de la prudencia. En sólo este negocio no temas, Virgen prudente, la presunción; porque, aunque es agradable la vergüenza en el silencio, pero más necesaria es ahora la piedad en las palabras. Abre, Virgen dichosa, el corazón a la fe, los labios al consentimiento, las castas entrañas al Criador. Mira que el deseado de todas las gentes (Ageo 2,8) está llamando a tu puerta (Cf. Apoc 3,20; Cant 5,2). ¡Ay si, deteniéndote en abrirle, pasa adelante, y después vuelves con dolor a buscar al amado de tu alma (Cf. Cant 3,1-4)! Levántate, corre, abre (Cf. Cant 2,10; 5,5). Levántate por la fe, corre por la devoción, abre por el consentimiento.


Ejercicio: Lectio del Icono de la Anunciación Florida.



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