lunes, 16 de marzo de 2015

Diadoco de Fótice: Antología de "Los Cien Capítulos" (2)

Si el alma, con un movimiento seguro y sin imágenes, se inflama de amor por Dios llevando,
por así decirlo, al cuerpo mismo hasta las profundidades de ese amor indecible - ya sea que
el cuerpo del que está movido por la santa gracia, vele o entre en el sueño - sin otro
pensamiento que el término del movimiento que lo lleva, sabed que esto es obra del Espíritu
santo. Pues, colmado totalmente por esta inexpresable suavidad, le es imposible concebir
nada, en tanto que es raptado por una alegría inexpresable.
Si el intelecto concibe, en esta moción, la menor duda o algún pensamiento impuro, incluso si
recurre al santo nombre para rechazar el mal y no únicamente por amor de Dios, es
necesario concluir que este consuelo, bajo su apariencia de alegría, viene del mentiroso.
Esta alegría indecisa y desordenada es la del que viene para llevar el alma al adulterio.
Cuando él ve el intelecto fuerte hundirse en esa experiencia sensible, por ciertos consuelos
engañosos conduce al alma, para que, relajada por esta yana y cómoda dulzura, no reconozca
la mezcla de mentira. Nosotros debemos discernir el espíritu de verdad del espíritu de
mentira. Pues es imposible gustar íntimamente la bondad divina y experimentar
conscientemente la amargura del demonio si no se tiene la certidumbre absoluta de que la
gracia estableció su morada en lo profundo del intelecto, mientras que los espíritus
malvados circulan alrededor de los miembros del corazón. Esto es lo que los demonios
ocultan a los hombres a cualquier precio, a fin de que el intelecto, debidamente informado,
no pueda precaverse contra ellos con el recuerdo de Dios.
* * *
Que nadie espere, a través del sentimiento o del intelecto, una visión de la gloria de Dios.
Decimos que el alma, una vez purificada, siente, con una sensación inexpresable, el consuelo
divino; no decimos que se le aparecen objetos invisibles, pues «caminamos en la fe y no en la
clara visión» (2 Cor 5, 7). Si alguno de los combatientes ve una forma ígnea o una luz, que no
acepte esa visión ya que es un engaño del enemigo, del que muchos, por ignorancia, han sido
víctimas y que los ha apartado del camino recto.
* * *
Es imposible dudar que el intelecto, cuando comienza a ser frecuentemente tocado por la
luz divina, deviene transparente por entero, hasta el punto de ver su propia luz en alto
grado. Esto se produce cuando la potencia del alma se adueña de las pasiones. Pero todo lo
que se muestra al intelecto bajo una forma cualquiera, luz o fuego, proviene de las
maquinaciones del adversario. El divino Pablo nos lo enseña claramente cuando dice que «él
se disfraza de ángel de luz» (2 Cor 11, 14). Que nadie abrace la vida ascética impulsado por
una esperanza de tal naturaleza... que su fin único sea llegar a amar a Dios en la intimidad y
con toda la plenitud del corazón...
* * *
La vista, el gusto y los otros sentidos debilitan la memoria del corazón cuando nos servimos
de ellos sin discreción. Nuestra madre Eva nos lo enseña. En tanto ella no mira con
complacencia al árbol prohibido, guarda cuidadosamente el recuerdo del mandato divino. Es
que, todavía al abrigo de las alas del amor divino, ella ignoraba su desnudez. En cambio,
cuando ella miró al árbol con complacencia, lo tocó con ambición y, finalmente, gustó su
fruto con vivo placer; al instante fue presa del deseo de la unión carnal, entregándose con
pasión al hecho de su desnudez. Ella se abandonó al deseo de gozar de las cosas presentes,
mezclando a Adán en su propia caída por la dulce apariencia del fruto.
He aquí por qué el intelecto humano debe recordar a Dios y a sus mandamientos. En cuanto
a nosotros, no dejemos de fijar nuestros ojos sobre el abismo del corazón en un recuerdo
incesante de Dios, recorriendo esta vida amiga del engaño como si fuéramos ciegos. Es
propio de la sabiduría verdaderamente espiritual cortar sin cesar las alas de nuestro deseo
de ver. Job, el hombre que sufrió mil pruebas, nos lo enseña: «Mi corazón corrió tras de
mis ojos» (Job 31, 7). Esta disposición es un indicio de perfecta temperancia.
* * *
Aquel que, en todo tiempo, habita en su corazón, se aparta por entero de los encantos de
esta vida. Marchando según el espíritu, no puede conocer la codicia de la carne. Hace sus
idas y venidas en la fortaleza de las virtudes, y las virtudes son las guardianas de la
fortaleza de su pureza. Por eso las maquinaciones de los demonios son impotentes contra
él...
* * *
Escaparemos a las tibiezas y a la molicie si imponemos a nuestro pensamiento límites muy
estrechos, fijándolo únicamente en Dios. Sólo apoyándose en su fervor el intelecto podrá
liberarse de toda agitación irrazonable.
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El intelecto, cuando hemos cerrado todas sus salidas por el recuerdo de Dios, exige,
absolutamente, una actividad que ocupe su diligencia. Se le dará entonces el «Señor Jesús»
por única ocupación y para que responda por entero a su fin. Está escrito: «Nadie puede
decir Jesús es el Señor si no es en el Espíritu» (1 Cor 12, 3). Que ella no deje de considerar
con todo rigor estas palabras en su morada interior para no desviarse en imaginaciones.
Pues cualquiera que repita sin descanso ese nombre santo y glorioso en las profundidades
de su corazón, llegará a ver, algún día, la luz de su intelecto. Reteniéndolo con cuidadosa
severidad en su interior él consumirá todas las manchas en la superficie de su alma con un
sentimiento poderoso. «Tu Dios, dice la Escritura, es fuego abrasador» (Dt 4, 24). Por eso
es que el Señor invita a un poderoso amor a su gloria. Ese nombre glorioso, totalmente
deseable, fijado en el corazón, ardiente por la memoria del intelecto, hace nacer una
disposición para amar en todo tiempo su bondad, sin encontrar impedimentos. He aquí la
perla preciosa que se puede comprar vendiendo todos los bienes y cuyo descubrimiento
procura una alegría inenarrable.

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