lunes, 23 de marzo de 2015

Diadoco de Fótice: Antología de "Los Cien Capítulos" (3)

La alegría del principiante es distinta de la de aquel que llegó a la perfección. La primera no
está exenta de imaginación, la segunda tiene el poder de la humildad. A mitad de camino se
encuentra el apesadumbrado, amado de Dios, y las lágrimas sin dolores... Es porque el alma
debe ser, en primer lugar, llamada al combate por la alegría inicial, después retomada y
probada por la verdad del Espíritu santo, por los pecados que ha cometido y por las
disipaciones de las que todavía se siente culpable. Probada, por así decirlo, en el crisol de la
divina reprimenda, el alma adquirirá, en un ferviente recuerdo de Dios, la operación de la
alegría sin fantasmas.
* * *
Cuando el alma es turbada por la cólera, oscurecida por los vapores de la ebriedad o
atormentada por una tristeza malsana, el intelecto es incapaz aunque se lo violente, de
dominar el recuerdo del Señor Jesús. Cegado totalmente por la violencia de las pasiones, se
convierte en un extraño a sus propios ojos. Su deseo de Dios no encuentra dónde aplicar su
sello para que el intelecto conserve así, presente, la imagen de su meditación, pues el alma
se ha endurecido por la presión de las pasiones.
Sin embargo, aun cuando el objeto de su deseo le ha sido arrebatado al alma por el olvido,
muy pronto el intelecto, con su diligencia acostumbrada, retorna a la búsqueda de ese
objeto soberanamente deseado y salvador; entonces llega al alma la gracia que la impele a
clamar: «Señor Jesús»; tal como ocurre con el niño a quien su madre enseña a repetir,
mientras toma su alimento, la palabra «papá» hasta que la criatura adquiere el hábito de
llamar a su padre aun cuando duerme y de preferencia a cualquier otro balbuceo. Como dice
el apóstol: «Igualmente, el Espíritu viene en ayuda de nuestra flaqueza cuando nosotros no
sabemos qué pedir para orar según conviene; porque es el mismo Espíritu quien intercede
por nosotros con gemidos inefables» (Rom 8, 26). Nosotros también estamos en la infancia
respecto a lo que es la virtud de la oración y necesitamos siempre su ayuda para que todos
nuestros pensamientos sean contenidos y conducidos por su suavidad inexpresable, para
que volquemos enteramente nuestro corazón hacia el recuerdo y el amor de Dios, nuestro
Padre. En él clamamos sin tregua: «¡Abba! ¡Padre!» (Rom 8, 15).
* * *
Muy a menudo nuestro intelecto soporta difícilmente la oración, a causa de la extrema
limitación de la virtud de la oración; en cambio se entrega con alegría a la teología, dada la
inmensidad de los espacios librados a la contemplación divina. Para impedirle que caiga en el
deseo de hablar en exceso y no permitirle, en su alegría, volar más allá de sus posibilidades,
apliquémonos más a menudo a la oración, a la salmodia, a la lectura de las santas Escrituras,
sin desdeñar las investigaciones de los sabios cuyas palabras dan garantía de su fe.
Haciendo esto no mezclaremos nuestras propias palabras en el lenguaje de la gracia y no
dejaremos por vanagloria, que nuestro espíritu se comprometa en la agitación de una
verbosidad excesiva. Por el contrario, en el momento de la contemplación, le mantendremos
al abrigo de toda imaginación y acompañaremos con lágrimas casi todos nuestros
pensamientos. El intelecto entonces, a la hora del retiro, descansado y penetrado sobre
todo por la dulzura de la oración, no solamente escapará a todas las desviaciones, sino que
se renovará cada vez más para entregarse a los pensamientos divinos prontamente y sin
pena, al mismo tiempo que progresará en la contemplación en una disposición de muy
humilde discernimiento. Es necesario saber, sin embargo, que existe una oración más allá de
toda libertad: es la de aquellos que han sido colmados por la santa gracia en un sentimiento
de certidumbre absoluta.
* * *
Cuando el alma se encuentra en la abundancia de sus frutos naturales prefiere la oración
vocal e inflama su salmodia. Cuando está movida por el Espíritu santo, salmodia, con dulzura
y total entrega, únicamente en su corazón. La primera disposición está acompañada por una
alegría mezclada con imaginación; la segunda, por lágrimas espirituales y una alegría
profunda, ávida de silencio. Pues el recuerdo (de Dios), conservando su fervor gracias a la
discreción de la voz, prepara el corazón para producir pensamientos mezclados con lágrimas
y dulzura. Es entonces cuando se siembran con lágrimas, en la tierra del corazón, las
semillas de la oración en la esperanza de cosechas futuras. De todos modos, cuando
estamos agobiados por una gran tristeza, es necesario elevar un poco el tono de nuestra
salmodia haciendo vibrar el alma bajo el arco feliz de la esperanza, hasta que esa pesada
nube se disipe gracias a los acentos de la melodía.
* * *
La palabra de ciencia nos enseña que existen dos razas de espíritus malvados. Unos son
sutiles, los otros, más materiales.
Los más sutiles atacan al alma, los otros cautivan la carne por medio de abundantes
consuelos. Sin embargo, existe una hostilidad recíproca y constante entre los demonios que
atacan al cuerpo y aquellos que atacan al alma aun cuando comparten el mismo designio de
perjudicar a la humanidad. Cuando la gracia no habita en el hombre, ellos anidan en las
profundidades del corazón, como serpientes, y no permiten que el alma dirija la mirada
hacia su deseo del bien; cuando la gracia se esconde en el intelecto, ellos atraviesan las
partes del corazón semejantes a nubes con el aspecto de pasiones pecaminosas y
multiformes, a fin de arrancar al intelecto de su familiaridad con la gracia distrayendo la
memoria. Cuando los demonios para turbarnos enciendan las pasiones del alma, en especial
el orgullo, padre de todos los pecados, debemos humillar la exaltación de la vanagloria
considerando la futura disolución de nuestro cuerpo. Del mismo modo debemos actuar
cuando los demonios enemigos del cuerpo se dediquen a despertar en nuestro corazón la
fermentación de los deseos malvados. Ese solo pensamiento, unido al recuerdo de Dios,
basta para anular todos los tipos de malos espíritus...
* * *
En lo profundo del corazón se generan los buenos pensamientos y aquellos que no lo son. No
es que él lleve en su naturaleza los pensamientos que no son buenos, pero ocurre que ha
contraído, como continuación del primer extravío, el hábito del recuerdo del mal,
recibiendo la mayor parte de los malos pensamientos de la malicia de los demonios... Pues en
aquel que se complace en las ideas que le sugiere la malicia de Satanás y que graba, por así
decir, su recuerdo en el corazón, se producirán luego, es evidente, esos malos
pensamientos.
* * *
La gracia, al comienzo, esconde su presencia al bautizado aguardando la resolución del alma.
Una vez que el hombre está enteramente convertido al Señor, entonces, por un sentimiento
inefable, manifiesta al corazón su presencia. Después, nuevamente, espera el movimiento
del alma; ella permite a los intentos del demonio penetrar hasta lo íntimo de sus sentidos
para hacerle buscar a Dios con una resolución más ardiente y en una disposición más
humilde.
Cuando el hombre comienza a progresar en la práctica de sus mandatos y a invocar
incansablemente al Señor Jesús, entonces el fuego de la santa gracia gana los sentidos más
externos del corazón consumiendo la cizaña de la tierra de los hombres con un sentimiento
de certidumbre. En adelante, los ataques de los demonios no llegarán sino a distancia de
estos parajes, casi sin herir, arañando apenas la parte apasionada del alma.
Una vez que el combatiente ha revestido todas las virtudes, sobre todo la perfecta
pobreza, la gracia ilumina por doquier toda su naturaleza con un sentimiento aún más
profundo, inflamándola de un gran amor de Dios. Los ataques del demonio se extinguen
entonces antes de haber alcanzado los sentidos corporales y la brisa del Espíritu santo
conduce al corazón hacia los vientos pacíficos deteniendo los dardos del demonio mientras
todavía están en el aire.

* * *

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