sábado, 29 de junio de 2019

Variaciones sobre la vida de San Benito. Abad Nicolas Dayez (I)

Tomado de Lettre de Maredsous, años 2001 y 2002


Nos volvemos hacia la vida de san Benito, para encontrar en ella un itinerario de lo que nosotros mismos debemos vivir. No es pequeña la tentación de pensar que la vida de san Benito ha sido tranquila, como nos gustaría que fuera la nuestra, a fin de poder entregarnos a la oración, a la lectura y a todo lo que hemos decidido hacer. Un simple contacto con el segundo libro de los Diálogos de san Gregorio nos revela una vida medianamente agitada. Cuatro veces por lo menos san Benito debe tomar decisiones que conmueven profundamente su vida, después de acontecimientos imprevistos: la interrupción voluntaria de sus estudios, el retiro en Subiaco, la estadía en Vicovaro, el regreso a la soledad, Montecassino. Cambio de lugar, nos dice san Gregorio, pero no cambio de adversario. Es el otro aspecto de la vida de san Benito, el de la duración, el del crecimiento, el del combate mantenido, el de la victoria adquirida. 

Nos sucede a veces que pensamos en un tiempo en el que estaríamos liberados de toda preocupación, o según un horario reglamentado, pasaríamos de la oración a la lectura, de la lectura al trabajo, del trabajo a la oración, sin contratiempos. En una palabra, el horario ideal. La vida misma de san Benito nos dice que es un sueño y viene a quebrarlo, como una copa envenenada. Es en la apertura al acontecimiento más transformador que es preciso aprender el lento, largo y duro combate del progreso en la vida monástica.

Si la vida de san Benito nos deja a veces o a menudo una impresión de paz lineal, no es por no haber conocido perturbaciones. ¿No será más bien que a medida que las ha vivido, su corazón se ha dilatado, para correr por el camino de los mandamientos de Dios con inenarrable dulzura de caridad?

El primer lugar en el que encontramos a san Benito es Subiaco, en Sacro Speco. Se retira allí, sabiamente ignorante e inculto a sabiendas, según las palabras difícilmente traducibles de san Gregorio. Vivirá en la gruta tres años, desconocido por todos, excepto por el monje Román y por el adversario.

Esto lo sabemos todos. Pero ¿qué significa una gruta para nosotros? ¿Un hueco en la tierra o bien una mirada clavada en el cielo? Si Benito quiere sustraerse a la mirada de los hombres, busca más bien exponerse a la mirada de Dios. Deseoso de agradar solo a Dios, busca exclusivamente a Dios. Si para esto se aparta de los hombres, no por esto desea la oscuridad. Quiere estar ante Dios y ante el universo, ante la única luz verdadera.

En la gruta, Benito no plantea ningún desafío. Se deja evangelizar a fondo. Se deja desplegar totalmente. Difícil tarea encontrar la simplicidad, consentir que los pliegues del propio corazón se deshagan uno tras otro, para que el dedo de Dios pueda escribir allí las palabras que será necesario decir después a sus hermanos, a los monjes, al mundo.

La vida monástica no es un desafío que lanzamos a nuestra voluntad, a nuestro heroísmo, a nuestra santidad. Si hay una advertencia, esta proviene de Dios para que aceptemos la invasión dolorosa y regeneradora de la gracia. Dejar que se realice nuestro propio paso, pascua, en Dios y sólo en él. Si busca verdaderamente a Dios, ha sido la pregunta, cuando el monje que queremos ser se presentó a la puerta del monasterio.

De Roma a Subiaco, san Benito se había dirigido a Effide con su nodriza. Va a dejar a esta última clandestinamente. Se trata de su propia iniciativa, pero más aún de la de Dios que lo llama. “Buscando a su obrero”, dirá el prólogo de la Regla, en un magnífico resumen. Benito hace el voto único de dedicarse al deseo de Dios. ¡Qué audacia! ¡Y qué juventud supone esto!

Durante tres años, durante una larga recreación, Dios configura los rasgos de su Hijo en el corazón de este hombre. Benito el solitario, a pesar de todas sus resistencias, está llamado a convertirse en el hombre más solidario de todos; el ermitaño debe convertirse en un abba, el que se ha adentrado en el desierto debe convertirse en el padre de una multitud innumerable de discípulos.

Día tras día, al ritmo de una vida que acaba tarde en la noche y comienza temprano a la mañana, Dios modela el corazón de Benito. Hasta el día de Pascua, cuando Benito dirá al hombre de Dios que viene a traerle comida: “Sé que es Pascua porque te he visto”. El corazón que habla así no sólo es fraterno; es un corazón que vive del Espíritu Santo, es un corazón que late al mismo ritmo que el del Padre. Una paternidad semejante, tan impregnada de la de Dios, no puede sino estar abierta a todos. “Que espere la santa Pascua con alegría de espiritual anhelo”, aconsejará la Regla para la Cuaresma. Un consejo que no debemos comprender y aplicar simplemente desde un punto de vista cronológico. Que espere y desee ese momento en el que su corazón se haya convertido en Pascua y paso hacia todo hombre.

El ermitaño de Subiaco ha de convertirse en un abba. La oración lo arrancará muy pronto de la gruta y lo llevará a compartir la paternidad de Dios hacia los hombres. Su vida ejemplar le ha hecho publicidad, anuncio. Los discípulos se agrupan en torno a él. Deberá formarlos, y se revelará maestro en la materia.

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