sábado, 15 de junio de 2019

El encuentro del joven Jesús con el anciano Nicodemo (5)


IV.         “No te extrañes de que te haya dicho: ‘Ustedes tienen que renacer de lo alto’. El viento sopla donde quiere: tú oyes su voz, pero no sabes de dónde viene ni a dónde va. Lo mismo sucede con todo el que ha nacido del Espíritu…”




¿Cuál es la clave?



Nacer de lo alto, nacer del agua y el Espíritu. La divinización, la santidad es más que una simple conversión moral, más que un “renacimiento espiritual” (judío o mistérico). Agua es seno materno, fecundado por el Espíritu. De lo exterior a lo interior. Renacer, Reino de Dios, hijos de Dios (agua y Espíritu) y Vida eterna son la misma realidad y la gran novedad de la persona-mensaje de Jesús.

El Espíritu interioriza el testimonio acogido mediante las palabras y signos, produce una vida nueva, dotando de un sensibilidad nueva, ojos nuevos, y hace ver la gloria de Jesús como Unigénito del Padre y del Reino de Dios.

Se recurre a una expresión intencionalmente ambigua: el adverbio “ánothen”, significa desde el principio (por completo, radicalmente), de nuevo (por segunda vez) y de lo alto (de Dios). Nicodemo entiende de nuevo, nacimiento natural, su visión es meramente humana, poco abierta a lo sobrenatural. Romano Guardini ha señalado:



“El hombre no es más que ‘mundo”. Si sólo piensa por sí mismo, queda siempre sumido en la atmósfera de lo terreno por muy lógicos, claros y elevados que sean sus pensamientos. Por muy decidida que sea su lucha moral, no alcanzará con ella más que bienes terrenos. Por mucho que se apoye sobre valores elevados, sobre tradiciones nobles, sobre una cultura brillante, siempre quedara prendido en su propio ambiente. Ha de acontecer algo diferente, debe haber un nuevo comienzo. El principio de una nueva existencia debe ser iniciado bajo el impulso venido de lo alto, de la misma región a la cual pertenece el reino y el mensajero. Nuestros ojos sólo pueden ver aquello para lo cual están creados, muestra mente solo puede captar lo que le es afín. Si el hombre ha de ser capaz de ver el reino, ha de nacer una nueva existencia… No viene de abajo, del mundo, no ésta condicionado por los hechos naturales, por el talento, por la historia, sino que viene de lo alto, del cielo, y ofrece infinitas posibilidades de libertad y plenitud de valores a los hijos de Dios… haz de desprenderte de ti mismo, has de renunciar a tu síntesis personal, has de abandonar la medida de tu propia razón y experiencia…”[1].



Contraposición de dos nacimientos: de la carne o del Espíritu. Jesús separa la filiación divina de todo privilegio fundado en el parentesco meramente humano. Le invita a renacer por la acción de Dios a través de su apertura personal y le dice que nadie puede entrar en el Reino de Dios si no nace del agua y del Espíritu, lo hace pasar del mero querer “ver” al “entrar”, al “permanecer”, del “qué debo hacer para…” al “en que puedo colaborar para nacer, para recibir el don”.

En palabras del papa Benedicto XVI:



“La vida biológica de por sí es un don, pero está rodeada de una gran pregunta. Sólo se transforma en un verdadero don si, junto con ella, se puede dar una promesa que es más fuerte que cualquier desventura que nos pueda amenazar, si se la sumerge en una fuerza que garantiza que ser hombre es un bien, que para esta persona es un bien cualquier cosa que pueda traer el futuro. Así, al nacimiento se une el renacimiento, la certeza de que, en verdad, es un bien existir, porque la promesa es más fuerte que las amenazas. Este es el sentido del renacimiento por el agua y por el Espíritu: ser inmersos en la promesa que sólo Dios puede hacer: es un bien que tú existas, y puedes estar seguro de ello, suceda lo que suceda. Por esta certeza he podido vivir, renacido por el agua y por el Espíritu. Nicodemo pregunta al Señor: ‘¿Acaso un viejo puede renacer?’. Ahora bien, el renacimiento se nos da en el Bautismo, pero nosotros debemos crecer continuamente en él, debemos dejarnos sumergir siempre de nuevo en su promesa, para renacer verdaderamente en la grande y nueva familia de Dios, que es más fuerte que todas las debilidades y que todas las potencias negativas que nos amenazan”[2].



Jesús le abre otro horizonte: la gratuidad de la presencia y acción de Dios en su vida si él quiere, si se pone en las manos de Dios. Le invita a la libertad y a la flexibilidad dejándose llevar, como el viento, que sopla donde quiere, pero no se sabe de dónde viene ni a dónde va. Como escribe Thomas Keating, ocso:



“El Espíritu divino es todo don, pero no accederá a una actitud posesiva. Él es todo nuestro a medida que lo dejemos ir. El viento sopla donde quiere y, aunque oyes su sonido, no sabes de dónde viene ni a dónde va. Así son todos los que nacen del Espíritu‖ (Juan 3:8). Con estas palabras Jesús explicaba a Nicodemo y a nosotros que no podemos tener control sobre el Espíritu. De hecho otorgándolo es cómo podemos manifestar que lo hemos recibido. Es el Supremo Don, pero soberanamente Él mismo, soberanamente libre”[3].



Jesús invita al fariseo a abrirse al misterio que no se puede dominar. No conocemos la causa, la finalidad, pero si el derrotero por los efectos del Espíritu. La otra cara de la verdad es la libertad. “Jesús dijo a aquellos judíos que habían creído en él: ‘Si ustedes permanecen fieles a mi palabra, serán verdaderamente mis discípulos: conocerán la verdad y la verdad los hará libres” (Jn 8, 31-32.).



“El Espíritu es el que da Vida, la carne de nada sirve. Las palabras que les dije son Espíritu y Vida” (Jn 6, 36), “Por el bautismo fuimos sepultados con él en la muerte, para que así como Cristo resucitó por la gloria del Padre, también nosotros llevemos una Vida nueva” (Rm 6,4), “Por su obediencia a la verdad, ustedes se han purificado para amarse sinceramente como hermanos. Ámense constantemente los unos a los otros con un corazón puro, como quienes han sido engendrados de nuevo, no por un germen corruptible, sino incorruptible: la Palabra de Dios, viva y eterna” (1P 1,22-23), “no por las obras de justicia que habíamos realizado, sino solamente por su misericordia, él nos salvó, haciéndonos renacer por el bautismo y renovándonos por el Espíritu Santo” (Tt 3,5), “El Espíritu es el que da Vida, la carne de nada sirve. Las palabras que les dije son Espíritu y Vida” (Jn 6,63), “se siembran cuerpos puramente naturales y resucitarán cuerpos espirituales. Porque hay un cuerpo puramente natural y hay también un cuerpo espiritual. Esto es lo que dice la Escritura: El primer hombre, Adán, fue creado como un ser viviente; el último Adán, en cambio, es un ser espiritual que da la Vida. Pero no existió primero lo espiritual sino lo puramente natural; lo espiritual viene después. El primer hombre procede de la tierra y es terrenal; pero el segundo hombre procede del cielo. Los hombres terrenales serán como el hombre terrenal, y los celestiales como el celestial. De la misma manera que hemos sido revestidos de la imagen del hombre terrenal, también lo seremos de la imagen del hombre celestial. Les aseguro, hermanos, que lo puramente humano no puede tener parte en el Reino de Dios, ni la corrupción puede heredar lo que es incorruptible” (1Co 15,44-50).



En Cartas de Nicodemo se narra la experiencia de la siguiente manera:



“- Confías… has de saber que quien desee ver el Reino tendrá que nacer de nuevo… Completamente de nuevo.

Concentré mis pensamientos. Este hombre habla de sí mismo y de este Reino como sí los dos fueran la misma cosa. No como si él fuera el que anuncia o el que nos guía hacia el Reino, sino como si él mismo fuera este Reino. Pero este Reino que no existe, puesto que no lo podemos ver, ¿qué es? ¿Hay que volver a nacer? Esto me pareció absurdo. ¿Qué significa nacer de nuevo? ¿Tendrán los hombres que morir y volver luego otra vez al mundo? ¿O es que al llegar a viejos se volverán niños y entrarán de nuevo en el vientre de su madre? Hice esta última observación en voz alta, quizás incluso con cierto desdén. El nimbo del profeta había disminuido a mis ojos. Con él siempre ocurre así: a veces sus palabras son irresistibles, arrebatadoras, pero luego, de pronto, comienza a alejarse y entonces todo parece falso. Permíteme que se repita mi descubrimiento: él quizá podría ser un tirano, pero no quiere serlo…

Así que hube hecho aquella observación, mis palabras me sonaron a falsas, como si chirriaran. Pareció no darles ninguna importancia y continuó hablando con voz grave.

-Todo aquel que no nazca del agua y del Espíritu no entrará en el Reino. La carne nace de la carne y es carne. Tienes razón: el viejo no volverá al seno de su madre. Pero del espíritu también se nace y se nacerá eternamente. No se extrañen al oírme decir: hay que nacer de nuevo. ¿Oyes este viento?

Tendió en dirección a la celosía una mano blanca y expresiva en la que se veían todavía las huellas de un duro trabajo.

-Oyes su rumor, pero no lo ves. No sabes de dónde viene ni de adónde va, pero conoces al que tiene en mano los vientos y les manda soplar… Igual ocurre con lo que nace del Espíritu: ya ha nacido, pero tú aún no lo has visto…

-¿Cómo? –exclamé-. ¿Cómo has nacido?

-¿No lo sabes –me pregunto con una bondadosa ironía-, tú que eres maestro, tú que conoces las Escrituras, explicas halakás y creas hagadás...? (…)

Sentí un escalofrío en la espalda. ¡Ese abismo detrás de cada palabra! No se dirigía a mí, ni siquiera me miraba. Tenía los ojos fijos en el espacio. Su voz, sonora, pausada, aumentaba en potencia a cada palabra. Aquello era como una llamada formulada a alguien invisible, como el final de una disputa incomprensible. Aventuré una tímida mirada a su rostro. Seguía sin comprender de qué me estaba hablando y no sé si hay alguien que pudiera comprenderlo: su pensamiento supera a las palabras… Habla como un sabio o como un perturbado… ¿Volver a nacer? ¿Cómo? ¿Quiere esto decir que hay que conocer algo? ¿Entenderlo? ¿Descubrirlo? ¿De qué está hablando? Sólo una cosa vi clara y es lo necia que había sido mi observación sobre aquel viejo que debía volverse niño. Él debe referirse a algún elevado misterio del Espíritu…”[4].



Jesús es el “Reino de Dios”, este es el único caso donde aparece la expresión en Juan, diferente de los sinópticos.



“A partir de ese momento, Jesús comenzó a proclamar: ‘Conviértanse, porque el Reino de los Cielos está cerca’…” (Mt 4,17), “Les aseguro que el que no recibe el Reino de Dios como un niño, no entrará en él” (Mc 10,15), “Les aseguro que si la justicia de ustedes no es superior a la de los escribas y fariseos, no entrarán en el Reino de los Cielos” (Mt 5,20), “En aquel momento los discípulos se acercaron a Jesús para preguntarle: ‘¿Quién es el más grande en el Reino de los Cielos?’. Jesús llamó a un niño, lo puso en medio de ellos y dijo: ‘Les aseguro que si ustedes no cambian o no se hacen como niños, no entrarán en el Reino de los Cielos. Por lo tanto, el que se haga pequeño como este niño, será el más grande en el Reino de los Cielos. El que recibe a uno de estos pequeños en mi Nombre, me recibe a mí mismo. Pero si alguien escandaliza a uno de estos pequeños que creen en mí, sería preferible para él que le ataran al cuello una piedra de moler y lo hundieran en el fondo del mar’…” (Mt 18,1-6).



Escribe Thomas Merton, ocso:



“Conocer a Cristo, el Verbo, es ‘recibirle’, y recibirle es convertirse en hijo de Dios. Esta regeneración es la obra de la fe y del bautismo. Nos convertimos en hijos de Dios naciendo ‘no de la sangre ni de la voluntad carnal, ni de la voluntad de varón, sino de Dios’ (Io., I, 13) y ‘quien no naciese del agua y del Espíritu no puede entrar en el reino de los cielos’ (Io., III, 5). Jesús hubo de reprochar a Nicodemo, un ‘maestro de Israel’ que, aunque había estudiado la Ley y los Profetas, ignoraba esta verdad espiritual importante sobre todas (Io., III, 10). Ahora bien, esta vida sobrenatural sólo a través de Cristo se nos comunica. El es la luz del mundo, y todo el que le sigue no camina en las tinieblas, sino que tiene la luz de la vida (Io., VIII, 12). Por eso nos dice Jesús: ‘mientras tenéis luz, creed en la luz, para ser hijos de la luz’ (Io., XII, 36)[5].



Jesús habla a Nicodemo de las “cosas de la tierra”, realidades que tienen lugar en este mundo; nacer de nuevo, en esta vida, mensaje de salvación para el hoy. “Cosas del cielo”, son las que se refieren a la enseñanza sobre el Padre, a quien El solo conoce, la vida íntima de Dios, que sobrepasa toda comprensión humana. Le revela el origen e itinerario del Hijo. “Pero si no creen lo que él ha escrito, ¿cómo creerán lo que yo les digo?” (Jn 5,47). Aquí está nuevamente el tema de la fe. Mirar es creer que Jesús es el Hijo único, el Mesías, la “nueva serpiente de bronce” que cura el veneno de la desconfianza, la murmuración.

Proceso de fe y discipulado, como enseña san Agustín:



“Había venido Nicodemo a ver a Jesús por primera vez de noche, como cuenta el mismo San Juan en anteriores pasajes de su Evangelio. Por esta frase no debemos entender que solamente entonces vino Nicodemo a Jesús, sino que entonces vino por vez primera, y después vino con frecuencia para hacerse discípulo suyo, oyéndole…”[6].



Nicodemo después de la experiencia del encuentro desaparece por un tiempo en la oscuridad, en un segundo momento vuelve a salir a la luz, con la palabra de justicia fundada en la Palabra: “Nicodemo, uno de ellos, que había ido a ver a Jesús, les dijo: ‘¿Acaso nuestra Ley permite juzgar a un hombre sin escucharlo antes para saber lo que hizo?’…” (Jn 7, 50-51). Y recién, en un tercer momento, con la acción de misericordia, en colaboración con otro como él:



“Después de esto, José de Arimatea, que era discípulo de Jesús –pero secretamente, por temor a los judíos– pidió autorización a Pilato para retirar el cuerpo de Jesús. Pilato se la concedió, y él fue a retirarlo. Fue también Nicodemo, el mismo que anteriormente había ido a verlo de noche, y trajo una mezcla de mirra y áloe, que pesaba unos treinta kilos. Tomaron entonces el cuerpo de Jesús y lo envolvieron con vendas, agregándole la mezcla de perfumes, según la costumbre de sepultar que tienen los judíos. En el lugar donde lo crucificaron había una huerta y en ella, una tumba nueva, en la que todavía nadie había sido sepultado. Como era para los judíos el día de la Preparación y el sepulcro estaba cerca, pusieron allí a Jesús” (Jn 19, 38-42).



Concluimos recordando lo que dice Martín Descalzo:



“No sabemos si desde aquella conversación creyó ya o si la semilla de la fe fue creciendo progresivamente en su alma. No sabemos si hubo otras conversaciones después de esta. Pero si sabemos que el inteligente apostó por la locura, el viejo se hizo niño, en el silencio de aquella noche santa hubo un parto misterioso y un prodigioso alumbramiento. El Nicodemo que casi al alba regresó a su palacio ya no era el mismo que horas antes descendía curioso y asustado por las callejuelas del Ophel. En el alma del visitante nocturno había amanecido”[7].



[1] Romano Guardini, El Señor I, Rialp, Madrid, 1960, pp. 255-256.260.
[2] 16 de abril de 2012.
[3] Thomas Keating, El Misterio de Cristo, La liturgia como experiencia espiritual, p. 75.
[4] Jan Dobraczynski, “Carta III”, en Cartas de Nicodemo, Herder, Barcelona, 1958, pp. 50-51.
[5]Thomas Merton, El pan vivo, Madrid, 1957, p. 76.
[6] San Agustín de Hipona, Sobre el Evangelio de san Juan 120, 4.
[7] José Luis Martín Descalzo, Vida y misterio de Jesús de Nazaret, II, El mensaje, Sígueme, Salamanca, 1994, p. 69.

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