sábado, 19 de octubre de 2019

¿QUE APRENDEMOS DE SAN BENITO?


Vale la pena recordar que el monje es un “tipo” (o arquetipo) en el sentido técnico del término. Todas las sociedades, sean eclesiales o una sociedad concebida de manera más amplia, tienen sus tipos: el labrador del suelo, el cazador, el guerrero, los políticos, los poetas, los sabios, los reyes y las reinas, los monjes y las monjas. Para hablar de la contribución monástica a la Iglesia y al mundo, quiero comenzar desde aquí y no simplemente con un enfoque benedictino. Esa peculiaridad benedictina especial, sea lo que sea, se comprende mejor evitando enfocarla en sí misma como de gran valor. Por eso, la primera pregunta se convierte en ¿cuál ha sido y cuál puede ser la contribución del monje como tipo social a la Iglesia y al mundo?

Nosotros en Occidente decimos “monástico” y estamos inclinados a pensar inmediatamente en san Benito, pero necesitamos ser conscientes de que él resulta como una especie de culminación y punto de inflexión en un movimiento que estaba en desarrollo desde varios siglos antes. Una de las áreas del monacato primitivo prebenedictino que es particularmente útil considerar es la relación del monacato con la filosofía antigua. El movimiento monástico tomó mucho del espíritu de la filosofía griega, como lo hizo toda la Iglesia cristiana. Pudo hacerlo porque esta filosofía era profundamente religiosa y espiritual. Se le dedicaba toda la vida a enamorarse de la sabiduría, a una conversión hacia la sabiduría. Pierre Hadot describe la filosofía antigua como “ejercicios espirituales”, ejercicios cuyo propósito era enseñar a los que aman la sabiduría: 1) cómo vivir; 2) cómo dialogar; 3) cómo morir y 4) cómo leer (P. Haddot, Exercices spirituels et philosophie Antique [2a Ed., Paris, 1987] 14-71). La filosofía para los antiguos no era un cuerpo de ideas abstractas que se van desarrollando. Era fundamentalmente una manera de vivir que capacitaba a la persona para pensar rectamente, por lo tanto, para llegar a la verdad.

Puede parecer que al hablar de la filosofía antigua, me alejo de los urgentes temas contemporáneos de la Nueva Evangelización. Pero si estoy en lo correcto acerca de que el monje tiene como mínimo el potencial de desempeñar una función arquetípica todavía hoy en la sociedad, entonces nosotros podríamos hacer una contribución alrededor de estas cuatro preguntas perennes que les presento, y que continúan siendo preguntas urgentes en la vida de la gente de hoy, sean conscientes de ellas o no. Los monjes podrían realzar la conciencia de que no es sano vivir sin enfrentarse con estas preguntas.

El monacato cristiano del siglo IV del desierto sirio, palestino y egipcio, al comienzo no fue afectado por esta corriente filosófica. Era un ascetismo que reemplazaba al martirio en el tiempo de la Iglesia imperial en la primera mitad del siglo IV. Pero a través de los Capadocios (Basilio y los dos Gregorios) y luego de Evagrio Póntico, el ascetismo del desierto llegó a ser comprendido como un movimiento dentro de una trayectoria similar a la de la filosofía griega concebida como ejercicio espiritual, y directamente relacionado con ella. Por lo tanto el ascetismo cristiano perfecciona su enfoque: ascetismo como manera de vivir que permitió a los cristianos pensar rectamente, por lo tanto arribar a la verdad que está en Cristo Jesús. Las Escrituras cristianas se convirtieron para los monjes del desierto en el texto principal alrededor del cual aprendieron: 1) cómo vivir; 2) cómo dialogar; 3) cómo morir; y 4) cómo leer.

En consecuencia, los monjes del desierto, que dedicaron toda su vida a esta búsqueda “filosófica”, legaron a la Iglesia entera, un patrimonio enorme de sabiduría espiritual adquirida poco a poco basada en las Escrituras pero muy perfeccionada por la precisión de pensamiento que la filosofía griega promovió. La doctrina de la Santísima Trinidad, tal como se expresó en los debates que rodearon al concilio de Constantinopla (381), debe mucho también a la tradición filosófica griega. Y así, hacia fines del siglo IV, el monacato se convierte en un verdadero taller espiritual donde se aprende: 1) cómo vivir; 2) cómo dialogar; 3) cómo morir; y 4) cómo leer el misterio de la Santísima Trinidad en toda la vida. Mi deseo es llegar a sugerir –es muy pronto; voy trabajando en ese sentido– que esta capacidad de leer el misterio de la Santísima Trinidad en toda la vida podría concebirse como un objetivo de la Nueva Evangelización, primero como una renovación dentro de la misma vida monástica y luego como algo compartido por los monjes con los demás en los puntos donde sus vidas se relacionan con la Iglesia y el mundo.

Es en el interior de estas corrientes repentinas y poderosas donde hay que ubicar al monacato del siglo VI de san Benito. De una manera que es admirable por su practicidad, san Benito organizó una forma de vida adecuada a la gente de su tiempo, menos sensible de manera inmediata al patrimonio filosófico griego, que les posibilitó continuar esta búsqueda de la Sabiduría divina. No necesitamos hoy hablar de las doctrinas específicas que se encuentran en la santa Regla. Doctrinas específicas aparte, la contribución de la santa Regla a la Iglesia y al mundo es advertida ya en toda la forma de vida que Benito organiza. Él ordena el día del monje de tal manera que la jornada está impregnada por las Sagradas Escrituras, el Oficio divino, la lectio divina, en el penetrante silencio pensado para permitir que esta palabra resuene cada vez más profundamente. Los monjes benedictinos estaban también aprendiendo: 1) cómo vivir; 2) cómo dialogar; 3) cómo morir; y 4) cómo leer el misterio de la Santísima Trinidad en toda la vida.



Jeremy Driscoll, “El monacato y la nueva evangelización”, en CuadMon 209/210 (2019), pp. 337-339.

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