miércoles, 2 de septiembre de 2020

La contemplación-seguimiento de la “espalda de Dios” (posteriora Dei): meditación en la humanidad de Cristo (IV)




III.  San Guillermo de Saint- Thierry: La contemplación de la humanidad de Cristo (¡Oh Cristo! Tú eres hombre)

“3. Que la voz de tu testimonio me responda adentro, en mi alma y en mi espíritu, estremeciendo y sacudiendo todo mi interior (Sal 28, 2). El relámpago de tu verdad e responde que ‘el hombre nunca podrá verte y permanecer vivo’ (Ex 33,20), y esta luz ha cegado mis ojos interiores. Porque, ciertamente estoy sumergido en el pecado hasta el momento presente (Jn 9,34), no habiendo podido morir a mismo para verte a ti (2 Cor 5,15).
Sin embargo, según tu precepto y por don tuyo, me afirmo en la piedra (Ex 33, 21) de la fe en ti, de la fe cristiana, el lugar que verdaderamente está junto a ti: allí, aguardando atentamente, con toda mi capacidad, sufro con paciencia y abrazo y beso tu derecha que me cubre y protege (Sab 5,16; Ex 33,22). Y a veces, cuando miro diligentemente, percibo las espaldas (Ex 33,22) de Aquel que me ve, percibo que pasa la humildad de la dispensación humana de Cristo, tu Hijo. Pero cuando me empeño en llegar a Él, o como la hemorroísa (Mt 9, 20ss): cuando me esfuerzo por ‘robar’ la salud para mi alma enferma y miserable, por el contacto saludable de sus fimbrias, al menos; o , como Tomás (Jn 20,24 ss), varón de deseos (Dan 9, 23), cuando yo anhelo verlo enteramente y tocarlo, y todavía más: acceder a la sagrada herida de su costado, puerta del arca abierta al costado (Gén 6,16), no sólo para meter allí el dedo o toda la mano, sino para entrar entero hasta el corazón mismo de Jesús[1], en el Santo de los Santos, en el arca del Testamento, hasta la urna de oro (Hebr 9, 3-4), al alma de nuestra humanidad que contiene en sí el maná de la divinidad: ¡ay! entonces se me dice: ‘No me toques’ (Jn 20,17), y aquello del Apocalipsis: ‘¡afuera los perros!’ (Ap 22,15).
Así, como lo merezco, cuando los latigazos de mi conciencia me expulsan y me arrojan fuera, estoy obligado a pagar la pena de mi imprudencia y presunción. Y nuevamente me afirmo sobre mi piedra que es el refugio de erizos (Sal 103,28) llenos de espinas de sus pecados, de nuevo abrazo y beso tu derecha que me cubre y me protege (Sal 5,16; Ex 33, 22). Y de lo que siento, o veo aún levemente, más se enciende mi deseo; y casi con impaciencia, aguardando que un día levantes la mano que me cubre y me infundas la gracia iluminante, para que por fin entonces, según la respuesta de tu verdad, muerto a mí mismo y vivo para ti, a cara descubierta, comience a ver tu misma cara y sea transformado en ti  por la visión de tu faz (2 Cor 3,18). Y, ¡qué feliz el rostro que, al verte, merece ser transfigurado en ti! Edifica en su corazón un tabernáculo al Dios de Jacob (Sal 131, 5) según el modelo que se le mostró en la montaña (Hebr 8,5 y Ex 25,40). Y canta con verdad y competencia: ‘Mi corazón te dice: mi rostro te ha buscado, tu rostro buscaré, Señor’ (Sal 26,8) [2].
Como dije, es por un don te tu gracia, Señor, el que vea todos los ángulos y límites de mi conciencia, única y exclusivamente deseo verte para que todos los confines de la tierra vean la salvación del Señor su Dios (Is 52,10), de modo que ame a aquel que veo, a quien amar es vivir verdaderamente. Pues me digo en la languidez de mis deseos: ‘¿Quién ama lo que no ve?’ (1 Jn 4,20). ¿Cómo podría ser amable lo que de algún modo no fuera visible?”[3]


[1] (Entrar en el corazón de Cristo significa la contemplación de la divinidad, a diferencia de su humanidad. Teodoro H. Martín-Lunas. Cf. Meditación VIII).
[2] Para la contemplación del “rostro de Dios”, Cf. Meditación III.
[3] Guillermo de Saint-Thierry, De la contemplación de Dios…, (Padres Cistercienses 1), Monasterio Ntra. Sra. de los Ángeles, Azul, 1076, pp. 36-40.

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