lunes, 1 de enero de 2018

29 de diciembre de 2017


Padre José Blas Veronesi, osb.

60 ANIVERSARIO DE MI ORDENACIÓN SACERDOTAL




1ªJn. 2, 3-11—S. 95, 1-3. 5-6 – Lc.2, 22-35

HOMILÍA DE LA MISA PRESIDIDA POR EL SR. ARZOBISPO DE TUCUMÁN

Queridos hermanos:

La Palabra de Dios que estamos celebrando me mueve a compartir con Ustedes dos sentimientos que inundan mi alma en este momento: Acción de gracias y testimonio de la misericordia del Señor.

Acción de gracias:

El evangelio que se acaba de proclamar nos invita a hacer nuestro el gozo y la acción de gracias del anciano Simeón.
Lleno del Espíritu Santo y conducido por Él, tomó en brazos al Niño Jesús y reconoció en ese niño pequeño al Ungido del Padre: el Mesías prometido y esperado durante siglos.  El Espíritu Santo le había prometido que no moriría sin ver al Ungido de Yahvé. 
Simeón, bajo la acción del Espíritu Santo, exultó  de gozo y prorrumpió en canto de alabanza y acción de gracias y, con asombro de María y José, lo proclamó Salvador de todos los pueblos: “Luz para iluminar a los paganos y gloria de tu Pueblo Israel”.
Fue tan intensa su alegría por haber contemplado con sus ojos al Salvador, que su canto, más que acción de gracias se hizo anhelo incontenible del gozo eterno.
Qué el anciano Simeón nos contagie su alegría y su acción de gracias!
Hoy, Hermanos, la Iglesia nos convoca a proclamar en esta Eucaristía las maravillas que obra el Señor: Hoy queremos dar gracias por el don del sacerdocio que, en Jesús, el Padre ha regalado a su Iglesia.
En los 60 años de mi ordenación sacerdotal levantemos nuestra mirada hacia Jesucristo, Sumo y Eterno Sacerdote. 
Más allá  de este elegido, fijemos nuestros ojos en la munificencia de un Dios que elige la pequeñez de sus servidores para que se haga manifiesta la gloria de su fidelidad: Un Dios AMOR inquebrantablemente FIEL a la Alianza que establece con nosotros; FIEL a su elección, FIEL a su Alianza más allá de cuantas veces nosotros la hayamos quebrantado: los dones del Señor son sin arrepentimiento: Él nunca se desdice!
Hoy debemos dar gracias al Padre por nuestro Sumo Sacerdote Jesucristo que ha querido hacer presente su sacerdocio hasta que Él vuelva, en aquellos a quienes hizo partícipes de su unción sacerdotal por el Espíritu Santo:   A Ti, Señor, gloria, alabanza y acción de gracias por estos 60 años de tu presencia sacerdotal en la pequeñez de tu servidor!
Es justo, también, hermanos, que hoy demos gracias por lo que  el Señor ha hecho en Ustedes porque Cristo-Sacerdote ha querido asumirlos en su sacerdocio, constituyéndolos en Pueblo Santo, Pueblo sacerdotal por el bautismo.
Es justo darle gracias porque a lo largo de los siglos sigue llamando al Orden Sagrado a hombres frágiles para que Ustedes, Pueblo sacerdotal, en cada Eucaristía puedan ofrecerse con Cristo al Padre como hostia viva en sacrificio espiritual.
Qué el Padre bueno nos conceda no sólo celebrar con Cristo la Eucaristía, sino también con Él y en Él “ser Eucaristía” a lo largo de todo nuestro día, a lo largo de toda nuestra vida. Ser Eucaristía es estar atento a todas las necesidades de nuestros hermanos, es brindarnos sin medida, “es dejarnos comer” como Jesús por todo el que necesite nuestra entrega.  Ser Eucaristía es hacer vida el Mandamiento Nuevo del amor.
Que María y José nos presenten hoy en este templo, para que Jesús desde nuestro servicio sacerdotal siga siendo luz que ilumina a los paganos y gloria de su pueblo Israel, el nuevo Israel que es su Iglesia.

Acción de gracias y testimonio, les dije al comenzar.

Mi testimonio de todos estos años de vida sacerdotal y monástica no puede ser otro que proclamar la misericordia del Señor.
En la historia de mi vocación (que en profundidad sólo el Señor conoce) su misericordia se manifestó antes de cualquier búsqueda mía. Como diría el Papa Francisco: “me primerió”.
No me cabe duda que mi vocación sacerdotal y monástica surgió, floreció y maduró al calor de una familia profundamente cristiana: un padre y una madre para quienes Dios era lo primero; una madre que en la sencillez transparente de su fe fue con absoluta confianza a la iglesia donde fuimos bautizados a pedirle al Señor que le concediera un hijo sacerdote… y el Señor que supera todo deseo le dio, no uno, sino dos… y además, monjes! 
¿Cómo sentí el llamado?  Misterio del amor del Señor! 
Ante la clásica pregunta que tantas veces se hace a los niños: Qué quieres ser  cuando seas grande? Sólo recuerdo la respuesta en mi interior: Seré sacerdote. Sin duda, todavía en la nebulosa de mi mente infantil; pero en la claridad del Dios que llama.
Pero no sólo quería ser sacerdote, quería serlo con los monjes benedictinos.
Que ¿Qué podía entender a mis siete o diez años, de sacerdocio y de vida monástica? Esas son preguntas que se hacen las personas mayores! A esa edad, más que entender, se vive… se vive una inquietud que el Señor ha sembrado en el corazón.
¿Cómo la sembró en mi caso? Ane todo, como dije, desde el clima espiritual de mi familia y desde la oración de una madre.
Pero también, hoy estoy convencido que aquella primera nebulosa se fue haciendo luz en el contacto con un santo monje sacerdote cuya unción, entrega y celo apostólico lo llevaba hasta poner en riesgo su salud y su misma vida por llevar a todos a Cristo.
Periódicamente establecía en mi casa el centro de sus misiones rurales. Un gran galpón se transformaba por unos diez días  en templo multi-uso de catequesis, predicación, sacramentos y eucaristía.
Sin que yo lo reflexionara el ejemplo de su vida fue penetrando como por ósmosis todo mi ser.
Pude luego compartir unos diez días con los niños aspirantes en la Abadía de los monjes. Y allí me llevó el Señor a mis diez años. 
Todavía contemplo a mi madre en el andén de la estación de tren despidiéndome, quizás con el corazón desgarrado, pero rebozando felicidad…
Y el Señor fue haciendo pacientemente su obra. En lo que llamaban “el Oblatado” (seminario menor de la Abadía), viejo edificio a unos doscientos metros del Monasterio se desarrollaba toda nuestra jornada de oración, estudio y formación.
Allí  fui conociendo mejor la vocación sacerdotal, enamorándome cada vez más de la vida monástica.
Esperábamos con ansia los domingos y fiestas en que los niños podíamos participar de la liturgia de los monjes.
Y así pasaron esos años de estudios humanísticos, el año de noviciado, la profesión monástica, el trienio de filosofía, le teología y, ya en la fundación de este Monasterio, la ordenación sacerdotal, hace hoy sesenta años…
Y el Señor, siempre FIEL, sosteniendo, animando, afianzando, perdonando…
Y, por cierto, junto a Él, la constante presencia de María, a lo largo de todos estos años, con momentos puntuales muy intensos.
¿Qué más puedo, sino dar testimonio de la infinita misericordia del Señor?
SÍ, es justo proclamar su misericordia porque he vivido la experiencia de que Él nunca nos abandona, de que siempre nos tiene de su mano; experiencia del amor de un Padre fiel que disipa nuestras tinieblas con la luz de su Espíritu Santo;
experiencia de su gracia que alienta y sostiene nuestra entrega en los días de bonanza y en el agobio de la lucha;
experiencia de su fuerza que nos fortalece en nuestras flaquezas; experiencia de un Cristo siempre presente aún en las más oscuras noches de nuestra fe vacilante;
experiencia del Cristo que camina con nosotros por las oscuras quebradas de nuestras dudas;
experiencia del Cristo dormido pero vigilante que calma las olas de un mar tempestuoso a punto de hundir nuestra barca;
experiencia del Cristo que nos rescata del barro de nuestro pecado, nos lava en su sangre y nos reviste con el manto de su luz;
experiencia de la ternura del Padre bueno que  en el silencio contemplativo de nuestra oración, nos mira como a Jesús, nos habla al corazón y en la brisa suave de su voz nos dice : “Tú eres mi hijo muy amado…”  

Hermanos, silenciemos el corazón para escuchar siempre esa palabra del Padre; permanezcamos siempre con Jesús bajo esa mirada.

SEÑOR Y PADRE NUESTRO, CONCÉDENOS

VIVIR SIEMPRE CON ALEGRÍA

BAJO TU MIRADA.

AMÉN

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