miércoles, 29 de julio de 2020

Javier Melloni, El Cristo interior, II. El camino.





2. «Hablaba con autoridad» (Mc 1,22)

Cuando Jesús toma la palabra sorprende a los que le escuchan. Su hablar produce una resonancia distinta del hastío que provocan los funcionarios de la predicación. Les nutre esta reverberación del Verbo que da sentido a lo que viven. Perciben que tiene autoridad, no poder. Desprende autoridad —de augere, «hacer crecer»— porque hace a los demás autores de sí mismos. El poder, en cambio, se ejerce desde la dominación anulando a los que quedan por debajo. Jesús no tiene ningún cargo externo sobre el que apoyarse (Mc 11,27-33). Su sostén emana de su propia experiencia y se fortalece a partir de su relación con el Fondo del fondo de su existencia. No tiene más credencial que estar posibilitando el acceso a la Fuente que, haciéndole crecer a él, le impulsa a hacer crecer a los demás.
La gente escuchaba a Jesús porque Jesús, a su vez, tenía la capacidad de escuchar. Estaba atento no sólo a lo que sucedía dentro de él, sino en torno a él, y ello le hacía captar lo que vivían sus contemporáneos. Escuchaba y sabía interpretar lo que había en el interior de ellos aunque sólo fueran balbuceos de anhelos difusos e intermitentes que volvían a desaparecer en el inconsciente. Jesús se acercaba a las personas y no temía ser salpicado por sus angustias o sus incoherencias, ni temía ser contagiado por sus enfermedades ni se escandalizaba por sus comportamientos. Tan solo se acercaba y escuchaba. Escuchaba sin cansarse y sin juzgar, sólo tratando de entenderlas. Cuanto más escuchaba más entendía y cuanto más entendía más se podía acercar de un modo sanador y revelador para ellas. Después se retiraba y meditaba lo que había escuchado para comprenderlo todavía mejor y devolverlo interpretado. Por ello, sus palabras tenían una densidad y una claridad en las que se reconocían quienes acudían a oírle hablar.
Esta lucidez le llevó a hacer nuevas interpretaciones de la Ley. Toda norma trata de poner cauce al comportamiento humano para hacer viable la vida en comunidad. En principio, la ley nace de la atención a las diversas situaciones para velar por el bien común, pero con frecuencia acaba favoreciendo a los que la custodian. Entonces, ciega y muda, se convierte en una usurpación. La autoridad que el pueblo reconocía en Jesús procedía de la referencia incesante a las personas en nombre de un Dios que quería que cada uno creciera desde la profundidad de sí mismo con y hacia los demás. Su libertad ante la Ley acabará costándole la vida. El orden establecido no pudo soportar la desautorización que suponía para ellos este escuchar a cada uno.
El comportamiento de Jesús plantea algo fundamental a toda religión y a toda sociedad: ¿Dónde se funda la legitimidad de las normas colectivas? ¿Dónde acaba la libertad y comienza la arbitrariedad?
Los seres humanos vivimos en comunidad y en ella somos confrontados con la alteridad. Este estar-con-los-demás ayuda a objetivar criterios y actitudes que pueden ser demasiado subjetivos o parciales. La tentación de toda institución es ponerse a la defensiva y absolutizar su posición frente a los que cuestionan el orden establecido. Entonces entran en pugna poder y libertad. Jesús se opuso al poder en nombre de la defensa del núcleo irreducible de cada persona, particularmente de los que quedaban excluidos por unos principios implacables que se atribuían a Dios pero que provenían de otros intereses mezquinos.
Jesús era consciente de que había que evangelizar tanto la mente como el corazón para que cada cual sea discernidor de su comportamiento. Como nadie está libre de caer en la arbitrariedad y en la autojustificación, hay que estar permanentemente abiertos y despiertos para que se purifiquen los criterios y las motivaciones, tanto personales como institucionales. Para ello necesitamos palabras verdaderas. Captamos su cualidad y su fuerza por los efectos que dejan en nosotros. Eso es lo que sucedía con los que escuchaban a Jesús: percibían que cada palabra que salía de él era un sorbo que les nutría y que les remitía a sí mismos avivando lo mejor que había en ellos.
Por otro lado, lo que oían era creíble porque Jesús decía lo que pensaba y realizaba lo que decía. Se atrevía a vivir según lo que había vislumbrado en los momentos de mayor claridad. De la unificación de su persona emanaba una infrecuente energía que despertaba el deseo de tener la misma autenticidad y la misma coherencia entre pensamiento, palabra y acción que existían en él.
Lo mismo nos sucede ante personas que están comprometidas plenamente en aquello que dicen. Entonces la palabra humana participa de la Palabra de Dios, dabar Yahvéh, la cual tiene el don y la energía de realizar lo que expresa. El Verbo creador confluye con la palabra humana dejando pasar todo su dinamismo y transformando la realidad. De aquí que la palabra de Jesús sanara y liberara de demonios y de otras contaminaciones. Escuchar su palabra y reconocerle como Palabra significa recibir la fuerza de ese Verbo creador que sigue pronunciándose en cada uno de nosotros y que permite a las personas desplegarse desde su verdad, convocando sus posibilidades latentes pero en tantas ocasiones ignoradas o dispersas.

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