“Cuando
ustedes hayan levantado en lo alto al Hijo del Hombre sabrán que Yo soy”
(Jn 8, 38).
“Y
cuando yo sea levantado en alto sobre la tierra atraeré a todos hacia mí”
(Jn 12, 32).
“La zarza ardiente de la Cruz es el lugar oculto
del encuentro”[1]
del hombre con Dios, del desierto con el paraíso, de la distancia y la
presencia, de los ídolos con el Dios verdadero, de la oscuridad con la luz, del
pecado con la gracia, de la miseria con la misericordia, de la esclavitud con
la libertad, de la muerte con la vida, del abandono con el abrazo, del dolor
con el sentido, de la pasión con la resurrección, de la kénosis con la theosis,
de la debilidad con la fortaleza, del silencio con la palabra, del deseo con el
amor, del propio proyecto con el plan de Dios, de la pobreza con la riqueza, de
la soledad con la comunión, de la inmanencia con la trascendencia, del abajo
con el arriba, del tiempo con la eternidad, del Hijo con el Padre.
“…en la cruz Jesús se encuentra con la ‘altura’
de Dios, que es Amor. Allí se le puede ‘reconocer’, se puede comprender el ‘Yo
soy’. La zarza ardiente es la cruz. La suprema instancia de revelación, el ‘Yo
soy’ y la cruz de Jesús son inseparables. No encontramos aquí una especulación
metafísica, sino la realidad de Dios que se manifiesta aquí por nosotros en el
centro de la historia. ‘Entonces sabréis que Yo soy’…”[2].
“….nos invita a cada uno de nosotros a reconocer
(y encontrarnos con) el misterio de Dios, que se hace presente en nuestra
vida... Moisés ve en el desierto una zarza que arde, pero no se consume…Y es
precisamente este Dios quien lo manda de nuevo a Egipto con la misión de llevar
al pueblo de Israel a la tierra prometida, pidiendo al faraón, en su nombre, la
liberación de Israel. En ese momento Moisés pregunta a Dios cuál es su nombre,
el nombre con el que Dios muestra su autoridad especial, para poderse presentar
al pueblo y después al faraón. La respuesta de Dios puede parecer extraña;
parece que responde pero no responde. Simplemente dice de sí mismo: ‘Yo soy el
que soy’. ‘Él es’ y esto tiene que ser suficiente. Por lo tanto, Dios no ha
rechazado la petición de Moisés, manifiesta su nombre, creando así la
posibilidad de la invocación, de la llamada, de la relación. Revelando su
nombre Dios entabla una relación entre él y nosotros. Nos permite invocarlo,
entra en relación con nosotros y nos da la posibilidad de estar en relación con
él. Esto significa que se entrega, de alguna manera, a nuestro mundo humano,
haciéndose accesible, casi uno de nosotros. Afronta el riesgo de la relación,
del estar con nosotros. Lo que comenzó con la zarza ardiente en el desierto se
cumple en la zarza ardiente de la cruz, donde Dios, ahora accesible en su Hijo
hecho hombre, hecho realmente uno de nosotros, se entrega en nuestras manos y,
de ese modo, realiza la liberación de la humanidad. En el Gólgota Dios, que
durante la noche de la huída de Egipto se reveló como aquel que libera de la
esclavitud, se revela como Aquel que abraza a todo hombre con el poder
salvífico de la cruz y de la Resurrección y lo libera del pecado y de la
muerte, lo acepta en el abrazo de su amor[3].
Pedro
Edmundo Gómez, osb.
[1]
Comisión Teológica Internacional, El Cristianismo y las religiones, n°
113, Paulinas, Bs. As., 1997, p. 58
[2] Joseph Ratzinger-Benedicto XVI, Jesús de Nazaret, Primera parte, Desde
el Bautismo hasta la Transfiguración, Planeta, Bs. As., 2007, pp. 403-444.
[3] Benedicto XVI, “Homilía del domingo 7 de marzo de
2010”, Visita Pastoral a la Parroquia Romana San Juan de la Cruz, http://w2.vatican.va/content/benedict-xvi/es/homilies/2010/documents/hf_ben-xvi_hom_20100307_parrocchia.html
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