sábado, 30 de enero de 2016

San Anselmo de Canterbury: Oración a santa Magdalena en consideración del camino de amor entre Cristo y ella II.

“Y tú, ¡oh buen Maestro!, ¿por qué preguntabas por qué lloraba? ¿Acaso su corazón  no te veía, oh dulce vida de su alma, cruelmente inmolado? ¡Oh extraña bondad, horrible impiedad! Extendido sobre el leño, habías sido suspendido, atravesado con clavos de hierro, como un ladrón que sirve de juguete para esos impíos, y dices: Mujer, ¿por qué lloras? (Jn 20, 19); no pudiendo impedir que te crucificasen, quiso por lo menos conservar largo tiempo tu cuerpo entre perfumes, por temor a que se corrompiese; no pudiendo hablarle, como si viviere, pudo por lo menos llorarle muerto; junto al cadáver, detestando su propia vida, se recordaba con palabras entrecortadas la doctrina de vida que había oído de su boca cuando vivía. Es más: este mismo cuerpo, que ella creía con  orgullo haber recogido, le cree perdido, y le dices: Mujer, ¿por qué lloras? ¡Que excitación a que llore más! Había visto ella con sus propios ojos (en cuanto era capaz, sin embargo) lo que estos hombres crueles hacían cruelmente contra ti, y pensaba que había perdido lo que quedaba de ti saliendo de sus manos. Toda esperanza sobre ti va desapareciendo de su corazón, porque no ha podido conservar tus restos en recuerdo tuyo, y alguien pregunta: ¿A quién buscas? ¿Por qué lloras? Tú  por lo menos, que has sido su única alegría, ¿por qué irritas su dolor? Porque sabías muy bien, y así lo querías, que no podía contar la causa de tantas lágrimas más que por palabras entrecortadas de gemidos que se le escapaban y se repetían. Y no ignorabas tampoco el amor que tú mismo le inspirabas. Lo sabías muy bien tú, ese jardinero que la había plantado en tu jardín, el de tu alma. Piensa también que regabas lo que habías plantado. Y si lo regabas, ¿diré que era para probarle? Para expresarme mejor, le regabas y querías probarle. Pero, ¡oh buen Señor, oh Maestro clemente!, he aquí que tu fiel sirvienta, tu discípula, recientemente rescatada por tu sangre, se halla totalmente abrasada y ansiosa con el deseo que tiene de ti; ella mira por todas partes, ella pregunta y por ninguna parte aparece aquel que desea; todo lo que ve le desagrada porque no te ve a ti, el único que ella quiere ver. ¿Entonces? Mi Maestro, su muy amado, ¿soportará esto por mucho tiempo? ¿Has perdido la compasión al encontrar la incorruptibilidad? ¿Has perdido tu bondad al adquirir la inmortalidad? Que no sea así, Señor, porque no nos desprecias a nosotros los mortales al hacerte inmortal; por ellos te hiciste mortal, para hacernos inmortales, por lo cual tu bondad y tu amor no pueden tolerar más tiempo ni oír sus gemidos ni ocultarte de ella. La dulzura del amigo se abre camino para enterrar la amargura de las lágrimas. El Señor llama su sierva con el nombre que le da de ordinario, y la sierva reconoce la voz familiar del Maestro. Me imagino, o más bien afirmo con certeza, que ha sentido entonces la suavidad habitual que experimentaba cuando oía llamar: ¡María! ¡Oh voz deleitosa, qué caricia para los oídos! ¡Que sabor de amar! No era posible expresarse más brevemente y más pronto. Sé quien eres y lo que quieres. Heme aquí, no llores. Soy yo, yo a quien tu buscas. Al punto se cambian las lágrimas; no creo que cesaran de inmediato, pero hasta entonces salían más bien de un corazón contrito, que se tortura a sí mismo; ahora corren desde un corazón alegre y que salta de júbilo. ¡Oh cuán diferentes son estas palabras: ¡Si le has cogido, dímelo! ¡Cuán distinto es el sonido: Se han llevado a mi maestro y no se dónde le han dejado, y esto: He visto al Maestro y he aquí lo que dice (Jn 20, 13)!” (Continuará...).

sábado, 23 de enero de 2016

San Anselmo de Canterbury: Oración a santa Magdalena en consideración del camino de amor entre Cristo y ella I.

“¡Oh Santa María Magdalena, que por la fuente de tus lágrimas has llegado a Cristo, fuente de la misericordia! Tenías de Él una sed ardiente: Él te ha renovado con abundancia y generosidad; pecadora que eras, has sido justificada por Él; en la gran amargura de tu aflicción. El te ha consolado dulcemente. ¡Oh señora muy querida!, por ti misma has experimentado cómo el alma pecadora se reconcilia con su Creador; tú sabes qué partido debe tomar el alma desgraciada, qué medicina ha de salvar a la que languidece. Porque sabemos muy bien, ¡oh querida amiga de Dios!, que se perdonan muchos pecados a quien ha amado mucho (Lc 7, 47). No me pertenece a mí, ¡oh señora muy feliz!, no me pertenece a mí, cargado de crímenes, el recordar tus pecados en son de reproche,  si no es para invocar la inmensidad de la clemencia que les ha borrado; por ella me tranquilizo para no desesperar; tras de ella suspiro para no perecer yo, miserablemente precipitado en el abismo de los vicios; yo aplastado por el peso demasiado grande de mis crímenes, arrojado por mi mismo en el oscuro calabozo de los pecados, rodeado por doquiera de las tinieblas del torpor. A ti, escogida entre las más amadas de Dios; a ti, felicísima, acudo yo miserable; en mis tinieblas imploro tu luz; yo, pecador, a la justificada; yo, impuro a la purificada. Recuérdate, ¡oh muy clemente!, lo que has sido y cuánta necesidad tuviste de misericordia, y exige para mí esa indulgencia, como quisiste que se tuviera para ti. Pide para mí la compunción de la piedad, las lágrimas de la humildad, el deseo de la patria celestial, el disgusto de esta tierra de destierro, la amargura del arrepentimiento, el temor de los suplicios eternos. Que me aproveche, ¡oh bienaventurada!, de ese trato familiar que tuviste y que tienes con la fuente de la misericordia; piensa en ello a favor mío, para que lave allí mis pecados; comunícame agua de esa fuente para saciar mi sed; derrama sobre mí sus aguas para regar mi aridez,   porque no te será difícil obtener lo que quieres del Maestro muy amado y muy amable, que es amigo tuyo. ¿Quién dirá, en efecto, ¡oh bienaventurada esposa de Dios!, con qué benévola familiaridad se interponía Él mismo contra aquellos que te calumniaban, respondiéndoles por ti; con que bondad te defendía Él mismo cuando el fariseo se indignaba contigo; de que manera te excusaba cuando tu hermana se quejaba de ti; cómo en fin, alababa tu acción cuando Judas rugía contra ti? Finalmente, ¿qué diré yo, o más bien, cómo contaré yo aquella historia cuando, abrasada de amor, le buscabas llorando junto al sepulcro y llorabas buscándole? Cómo afablemente, amigablemente, venido para consolarte, te abrazaba aún más; cómo estaba presente cuando le buscabas; cómo Él mismo te buscaba le buscabas y llorabas”.

domingo, 17 de enero de 2016

Homilía del Abad Benito (17 de enero de 2016)

2° DOMINGO ORDINARIO C (Is 62,1-5  1 Cor 12,4-11 Jn 2,1-11)
La primera lectura y el evangelio nos hablan del matrimonio.
Estamos celebrando el año santo de la misericordia que nos invita a reflexionar sobre las imágenes del Dios de la misericordia: Buen Pastor en busca de la oveja perdida y papá que espera, recibe y festeja al hijo que se fue en rebeldía y ahora vuelve arrepentido. Pero en la Sagrada Escritura hay una tercera imagen que va en la misma línea y en igual profundidad. Esta imagen recorre toda la Sagrada Escritura desde el Génesis hasta el Apocalipsis: Dios el Esposo, Israel, la Iglesia la Esposa. Esta imagen está teñida de la mancha de la infidelidad de la esposa; pero sobre todo de la fidelidad inquebrantable del Esposo; texto cumbre el segundo capítulo del profeta Oseas. Dios el Esposo hace lo que ningún esposo humano
Haría: confesarle a la esposa infiel que no puede estar sin ella, que no soporta su ausencia…
En el texto de hoy de Isaías tenemos una fugaz alusión a la traición y al castigo: “Abandonada, Devastada”; pero se subraya con fuerza la afirmación del perdón que surge de la inquebrantable fidelidad del Esposo. “Desposada porque el Señor pone en ti su deleite” “Como un joven se casa con una virgen, así te desposará el que te reconstruye” En Oseas el Esposo le devolvía la virginidad a la esposa que lo había traicionado. Isaías termina con esta afirmación sorprendente y consoladora: “Así serás tú la alegría de tu Dios” El mismo pensamiento en las parábolas de la misericordia del capítulo 15 de Lucas “Hay más alegría por un pecador que se convierte que por noventa y nueve justos que no necesitan conversión” ¡Qué aliento en el camino de la conversión: voy a ser la alegría de Dios”
        El Evangelio: Las Bodas de Caná.
En todo el NT solamente en tres ocasiones encontramos a Jesús hablando personalmente con su madre. La primera, en el evangelio de Lucas, cuando María le reclama a su hijo de 12 añitos porque se quedó en el templo sin avisar.
“¿Por qué me buscaban? ¿No sabían que debo estar en los asuntos de mi Padre? Lc 2,49-52. Era la revelación de su identidad: Hijo de Dios. Ni José ni María entienden; pero María guardaba estas cosas en su corazón. Las otras dos ocasiones son la de hoy en el evangelio de la boda de Caná y la tercera, también del evangelio de Juan 19,26 “Mujer ahí tienes a tu hijo”
Estos dos pasajes tienen una relación muy profunda. En los dos se habla de “la hora de Jesús”; en las dos se habla de “la madre de Jesús” sin nombrarla; en las dos Jesús se dirige a ella diciéndole simplemente “mujer”.
Los estudiosos del Evangelio de Juan están de acuerdo en lo que algunos llaman “ironía joánica” Encontramos como dos corrientes de pensamiento: la de superficie, la obvia y
Y la profunda, oculta bajo los símbolos: El agua de la samaritana, el pan multiplicado, y aquí el vino.
Como dijimos al principio, el matrimonio como figura de la unión de Dios con su pueblo, con la humanidad, recorre toda la Sagrada Escritura.
En esta fiesta de casamiento en Caná faltaba el vino, cosa trágica para la fiesta. Con su intuición femenina interviene la Virgen:  “No tienen vino”. Jesús entiende lo que su madre le quiere decir, pero “mi hora no ha llegado todavía”. La madre da por supuesto que Jesús va a hacer algo y le dice a los sirvientes: “Hagan todo lo que él le diga” No sólo supone que el hijo va a hacer algo sino que intuye que no lo va a hacer solo; los sirvientes también tendrán que actuar. Las tinajas eran para contener el agua de las purificaciones legales. Estas caducan ahora, con la fiesta de bodas anunciadas en el AT y se podrá gustar “el buen vino” de la presencia del Mesías y la manifestación de su gloria.
En el otro texto,  María a los pies de la cruz, ante la indicación de Jesús “Mujer ahí tienes a tu hijo” guarda silencio. No era un gesto de piedad filial, ofrecerle compañía a la viuda sola; era un mandato, una misión que el Mesías moribundo le daba: María madre del discípulo, madre de los discípulos, madre de la Iglesia. María acepta en silencio la misión. 

domingo, 10 de enero de 2016

CURSO BÍBLICO 2016

MONASTERIO CRISTO REY - EL SIAMBÓN

CURSO BÍBLICO 2016



“LA OBRA DE LUCAS”

P. LUIS HERIBERTO RIVAS



DEL MARTES 26 DE ENERO AL JUEVES 4 DE FEBRERO



CONFERENCIA ABIERTA:

SÁBADO 30 de ENERO 20,00 hs.

“LA MISERICORDIA EN SAN LUCAS”

Información: 0381-4925000. monasteriocristorey@sinectis.com.ar
Año santo de la misericordia

congreso eucarístico nacional - bicentenario de la independencia

sábado, 2 de enero de 2016

VIDA MONÁSTICA: PALABRA Y EUCARISTÍA


El monaquismo, de modo particular, revela que la vida está suspendida entre dos cumbres: la Palabra de Dios y la Eucaristía. Eso significa que, incluso en sus formas eremíticas, es siempre respuesta personal a una llamada individual y, a la vez, evento eclesial y comunitario. La Palabra de Dios es el punto de partida del monje, una Palabra que llama, que invita, que interpela personalmente, como sucedió en el caso de los Apóstoles. Cuando la Palabra toca a una persona, nace la obediencia, es decir, la escucha que cambia la vida. Cada día el monje se alimenta del pan de la Palabra. Privado de él, está casi muerto, y ya no tiene nada que comunicar a sus hermanos, porque la Palabra es Cristo, al que el monje está llamado a conformarse. Incluso cuando canta con sus hermanos la oración que santifica el tiempo, continúa su asimilación de la Palabra. La riquísima iconografía litúrgica, de la que con razón se enorgullecen todas las Iglesias del Oriente cristiano, no es más que la continuación de la Palabra, leída, comprendida, asimilada y, por último, cantada: esos himnos son, en gran parte, sublimes paráfrasis del texto bíblico, filtradas y personalizadas mediante la experiencia de la persona y de la comunidad. Frente al abismo de la misericordia divina, al monje no le queda más que proclamar la conciencia de su pobreza radical, que se convierte inmediatamente en invocación y grito de júbilo para una salvación aún más generosa, por ser inseparable del abismo de su miseria. Precisamente por eso, la invocación de perdón y la glorificación de Dios constituyen gran parte de la oración litúrgica. El cristiano se halla inmerso en el estupor de esta paradoja, última de una serie infinita, que el lenguaje de la liturgia exalta con reconocimiento: el Inmenso se hace límite; una Virgen da a luz; por la muerte, Aquel que es la vida derrota para siempre la muerte; en lo alto de los cielos un Cuerpo humano está sentado a la derecha del Padre. En el culmen de esta experiencia orante está la Eucaristía, la otra cumbre indisolublemente vinculada a la Palabra, en cuanto lugar en el que la Palabra se hace Carne y Sangre, experiencia celestial donde se hace nuevamente evento. En la Eucaristía se revela la naturaleza profunda de la Iglesia, comunidad de los convocados a la sinaxis para celebrar el don de Aquel que es oferente y oferta: esos convocados, al participar en los Sagrados Misterios, llegan a ser «consanguíneos» de Cristo, anticipando la experiencia de la divinización en el vínculo, ya inseparable, que une en Cristo divinidad y humanidad. Pero la Eucaristía es también lo que anticipa la pertenencia de hombres y cosas a la Jerusalén celestial. Así revela de forma plena su naturaleza escatológica: como signo vivo de esa espera, el monje prosigue y lleva a plenitud en la liturgia la invocación de la Iglesia, la Esposa que suplica la vuelta del Esposo en un «marana tha» repetido continuamente no sólo con palabras, sino también con toda la vida”[1]

SAN JUAN PABLO II, Carta Apostólica “Orientale Lumen” 10.




[1] “Palabra y Eucaristía se pertenecen tan íntimamente que no se puede comprender la una sin la otra: la Palabra de Dios se hace sacramentalmente carne en el acontecimiento eucarístico. La Eucaristía nos ayuda a entender la Sagrada Escritura, así como la Sagrada Escritura, a su vez, ilumina y explica el misterio eucarístico. En efecto, sin el reconocimiento de la presencia real del Señor en la Eucaristía, la comprensión de la Escritura queda incompleta” (BENEDICTO XVI, Verbum Domini=VD 55). “Por eso, en la lectura orante de la Sagrada Escritura, el lugar privilegiado es la Liturgia, especialmente la Eucaristía, en la cual, celebrando el Cuerpo y la Sangre de Cristo en el Sacramento, se actualiza en nosotros la Palabra misma. En cierto sentido, la lectura orante, personal y comunitaria, se ha de vivir siempre en relación a la celebración eucarística. Así como la adoración eucarística prepara, acompaña y prolonga la liturgia eucarística, así también la lectura orante personal y comunitaria prepara, acompaña y profundiza lo que la Iglesia celebra con la proclamación de la Palabra en el ámbito litúrgico. Al poner tan estrechamente en relación lectio y liturgia, se pueden entender mejor los criterios que han de orientar esta lectura en el contexto de la pastoral y la vida espiritual del Pueblo de Dios” (VD 86).