sábado, 25 de junio de 2016

Dos testimonios contemporáneos de conversión por la participación litúrgica


Así era el desgraciado muchacho que el 25 de diciembre de 1886 fue a Notre Dame (Nuestra Señora) de París para asistir a los oficios de Navidad. Entonces, empezaba a escribir y me parecía que en las ceremonias católicas, consideradas con un diletantismo superior, encontraría un estimulante apropiado y la materia para algunos ejercicios decadentes. Con esta disposición de ánimo, apretujado y empujado por la muchedumbre, asistía con un placer mediocre a la misa mayor. Después, como no tenía otra cosa que hacer, volví a Vísperas. Los niños del coro, vestidos de blanco... estaban cantando lo que después supe que era el Magnificat. Yo estaba de pie entre la muchedumbre, cerca del segundo pilar a la entrada del coro, a la derecha del lado de la sacristía. Entonces, se produjo el acontecimiento clave: en un instante, mi corazón fue tocado y creí. Creí, con tal fuerza de adhesión, con tal agitación de todo mi ser, con una convicción tan fuerte, con tal certeza que no dejaba lugar a ninguna clase de duda. De modo que todos los libros, todos los razonamientos, todos los avatares de mi agitada vida no han podido sacudir mi fe ni, a decir verdad, tocarla. De repente, tuve el sentimiento desgarrador de la inocencia, de la eterna infancia de Dios. Era una verdadera revelación interior. Fue como un destello: “¡Dios existe y está ahí! ¡Es alguien, es un ser tan personal como yo! ¡Me ama!” Las lágrimas y sollozos acudieron a mí y el canto tan tierno del “Adeste”, aumentaba mi emoción. Dulce emoción en la que, sin embargo, se mezclaba un sentimiento de miedo y casi de horror, ya que mis convicciones filosóficas permanecían intactas... La religión católica seguía pareciéndome el mismo tesoro de absurdas anécdotas. Sus sacerdotes y fieles me inspiraban la misma aversión, que llegaba hasta el odio y hasta el asco. El edificio de mis opiniones y de mis conocimientos permanecía en pie y yo no le encontraba ningún defecto. Lo que había sucedido, simplemente, es que había salido de él. Un ser nuevo, formidable, con terribles exigencias para el joven y el artista que era yo, se había revelado, y me sentía incapaz de ponerme de acuerdo con nada de lo que me rodeaba. La única comparación que soy capaz de encontrar para expresar ese estado de desorden completo, en que me encontraba, es la de un hombre al que, de un tirón, le hubieran arrancado de golpe la piel para plantarla en otro cuerpo extraño, en medio de un mundo desconocido. Lo que para mis opiniones y para mis gustos era lo más repugnante, resultaba, sin embargo, lo verdadero, aquello a lo que, de buen o mal grado, tenía que acomodarme. Al menos, no sería sin que yo tratara de oponer toda la resistencia posible. Esta resistencia duró cuatro años. Me atrevo a decir que realicé una defensa valiente. Y la lucha fue leal y completa. Nada se omitió. Utilicé todos los medios de resistencia imaginables y tuve que abandonar una tras otra las armas que de nada me servían. Ésta fue la gran crisis de mi existencia, esta agonía del pensamiento sobre la que Arthur Rimbaud escribió: “El combate espiritual es tan brutal como las batallas entre los hombres”.

Claudel, Paul. “Mi conversión”, Contacts et circonstances, Gallimard, París, 1940, p. 11 ss.

“En la iglesia de San Francisco en La Habana, cuando comenzó el Credo, algo dentro de mí se fue como un trueno y sin ver nada ni aprehender algo extraordinario a través de cualquiera de mis sentidos (mis ojos estaban viendo sólo lo que estaba allí, la iglesia), sabía con la mayor certeza absoluta e incuestionable que ante mía, entre mí y el altar, en algún lugar del centro de la iglesia, en el aire (o en cualquier otro lugar porque no hay lugar), sino directamente ante mis ojos, o directamente presente a una aprehensión mía por encima del sentido, estaba al mismo tiempo Dios en toda su esencia, todo su poder, Dios en la carne y Dios en sí mismo y Dios rodeado por los rostros radiantes de los miles de millones de números incontables de santos contemplando su gloria y alabando su santo nombre. Y así la certeza inquebrantable, el conocimiento claro e inmediato de que el cielo estaba delante de mí, me golpeó como un rayo y se fue a través de mí como un destello de luz y parecía levantarme limpio fuera de la tierra”

Thomas Merton, « Run to the Mountain: The Story of a Vocation », The Journals
of Thomas Merton, vol. 1, 1939–1941, Harper, San Francisco, 1995, p. 218.


domingo, 12 de junio de 2016

HOMILÍA DEL ABAD BENITO EN EL DOMINGO XI CICLO C

En el Evangelio, que es del Evangelista Lucas, escuchamos el relato de la pecadora arrepentida que irrumpió en medio de un banquete y “se puso a llorar a los pies de Jesús y comenzó a bañarlos con sus lágrimas, los secaba con sus cabellos, los cubría de besos y los ungía con perfume”.
En el Evangelio de Juan encontramos una escena con algún parecido. “Le ofrecieron un banquete. Marta servía y Lázaro era uno de los comensales. María tomó una libra de perfume de nardo puro, muy costoso, ungió con él los pies de Jesús y se los enjugó con los cabellos”. Jn 12,2-3.
La pecadora de Lucas y María del evangelio de Juan son símbolo de la Iglesia: una de la Iglesia pecadora y otra de la Iglesia santa. La Iglesia pecadora, el Pueblo Elegido pecador, la esposa infiel del profeta Oseas y otros profetas. La Iglesia santa, la esposa del Apocalipsis, “Alegrémonos, regocijémonos y demos gloria a Dios, porque ha llegado la boda del Cordero y la novia está preparada” 19,7 “Vi la Ciudad Santa, la nueva Jerusalén, bajando del cielo, de Dios, preparada como novia que se arregla para el novio” 21,2. La Iglesia santa, la Iglesia de la parusía, pero también la Iglesia de aquí y ahora, la iglesia de las vírgenes, la Iglesia de los mártires. Nuestra tarea es imitar a la pecadora arrepentida de Lucas para llegar a ser la virgen pura del evangelio de Juan y del Apocalipsis.
Pero volvamos al texto de hoy. El P. Rivas dice que “esta es una de las páginas más conmovedoras de toda la Biblia”.
Tenemos tres actores principales: el fariseo, Jesús y la pecadora. El fariseo lo invita a Jesús a comer en su casa, tal vez simplemente por curiosidad, tal vez para acrecentar su fama recibiendo a un profeta, pero de hecho Jesús le hace notar que no le brindó las atenciones que se prestaban al huésped. El fariseo juzga y condena a la pecadora sin percatarse de su arrepentimiento, pero también lo juzga a Jesús: “Si este fuera un profeta…
La pecadora: el evangelista no nos dice ni cuándo ni cómo lo conoció a Jesús, ni cuándo se convirtió y decidió cambiar de vida: pero su actuar nos dice que de sintió perdonada de sus muchos pecados y por eso amó mucho. Estaba segura de que Jesús iba a aceptar sus gestos de cariño, los mismos que falsamente ofrecía para conquistar a sus amantes y que ahora sinceramente ofrecía al que la había perdonado.
Jesús llama a la conversión al fariseo al mostrarle que él vino a  recibir a los pecadores y no a condenarlos. Jesús acepta el arrepentimiento de la mujer pecadora y la alienta: “Tu fe te ha salvado. Vete en paz”
¿Y nosotros? En primer lugar, abrirnos al Señor que nos ofrece su perdón y luego, porque tenemos experiencia de ese perdón, invitar a nuestros hermanos pecadores a acudir a Jesús que los espera.

Creo que fue  Pio XII el que dijo que el mundo había perdido el sentido del pecado. ¿Por qué esa pérdida? Y ¿cómo descubrir ese sentido?  Tal vez no sea insistiendo en lo horrendo del pecado sino en lo grandioso de la misericordia: ¡Feliz el pecado de Adán, que nos mereció un Salvador tan grande!  Lo horrendo del pecado se mide mirando al Cristo crucifica; mirando a Jesús derramando su sangre en la cruz para la remisión de nuestros pecados.

viernes, 10 de junio de 2016

Los últimos pasos hacia el Congreso Eucarístico Nacional de la mano de san Efrén el Sirio

Para expresar el misterio de Cristo, san Efrén utiliza una gran variedad de temas, de expresiones, de imágenes. En uno de sus himnos, de forma eficaz, relaciona a Adán (en el paraíso) con Cristo (en la Eucaristía).

«Con la espada del querubín
se cerró el camino
del árbol de la vida.
Pero para los pueblos,
el Señor de este árbol
se ha entregado
él mismo como alimento,
para su alimento.
Por nosotros el jardinero
del Jardín, en persona,
se hizo alimento
para nuestras almas.
De hecho, todos salimos
del Paraíso junto con Adán,
que lo dejó a sus espaldas.
Ahora que abajo (en la cruz)
ha sido retirada la espada,
por la lanza podemos regresar»
(Himno 49, 9-11).
Para hablar de la Eucaristía, san Efrén utiliza dos imágenes: las brasas o el carbón ardiente, y la perla. El tema de las brasas está tomado del profeta Isaías (cf. Is 6, 6). Es la imagen del serafín, que toma las brasas con las tenazas y roza simplemente los labios del profeta para purificarlos; el cristiano, por el contrario, toca y consume las Brasas, es decir, a Cristo mismo:

«En tu pan se esconde el Espíritu,
que no puede ser consumido;
en tu vino está el fuego,
que no se puede beber.
El Espíritu en tu pan,
el fuego en tu vino:
he aquí la maravilla
que acogen nuestros labios.
El serafín no podía
acercar sus dedos a las brasas,
que sólo pudieron rozar
los labios de Isaías;
ni los dedos las tocaron,
ni los labios las ingirieron;
pero a nosotros
el Señor nos ha concedido
ambas cosas.
El fuego descendió
con ira para destruir a los pecadores,
pero el fuego de la gracia desciende
sobre el pan y en él permanece.
En vez del fuego
que destruyó al hombre,
hemos comido el fuego en el pan
y hemos sido salvados»
(Himno De Fide 10, 8-10).


BENEDICTO XVI, Audiencia general del miércoles 28 de noviembre de 2007

viernes, 3 de junio de 2016

SOLEMNIDAD DEL SAGRADO CORAZÓN DE JESÚS, HOMILÍA DEL P. MARCELO MACIEL, OSB. EN LAS PRIMERAS VÍSPERAS

En la liturgia de la Palabra de Dios de hoy, se nos muestra la imagen pastoril, la imagen de Dios como pastor de su rebaño, de cada uno de nosotros como ovejas, esto por un lado.
Por otro lado, su propio Espíritu, derramado sobre nosotros, en nosotros, cuidado interno al mismo hombre, en cada hombre, en atención y al mismo tiempo dando la plena libertad a la criatura para que ame libremente, y por tanto con aquella fuerza primigenia con la que ha sido creado en los comienzos.
Este es el cuidado que hemos recibido y continuamos recibiendo sin cesar, como lo es su Amor, el amor de Dios, sin límites, sin medida, como lo enuncia san Bernardo.
Éste es el rasgo principal del corazón de Dios, del Corazón de Jesús.
Y así alguien escribía:
Desde la zarza ardiente el Amor habla: "Queridos, quisiera revelarles mi esencia, mi presencia y encender en ustedes una visión viva de mí mismo".
Soy el amor sin límites. No conozco ningún límite en el tiempo. No conozco ningún límite en el espacio. No hay lugar donde no esté. No hay momento en el que no exprese lo que soy, que yo soy. Soy el origen y la razón profunda. Soy el impulso (a veces demasiado rechazado, desviado) de lo que ustedes son. Soy su verdadera vida.
Muchos son míos y sin embargo no tienen conciencia de este gran arrebato de amor que viene de mí y arrastra al universo. Sus ojos no tienen más que una visión restringida, exigua. No sienten que la tierra tiembla y que el mundo entero vibra por el soplo del Espíritu.
Queridos: ajusten sus sentimientos al soplo, a los toques divinos. Sean las cuerdas vibrantes que trasmiten mi amor sin límites. Sintonicen con toda voz humana. Esfúercense por recorrer toda la gama de sonidos que cada voz puede emitir hasta que sus voces hagan sonar el mismo canto, puro y justo.
Existe el don, la comunicación. He querido comunicarles lo que hay en mí. He querido entrar en comunión interior y en comunidad visible con ustedes. He querido hacerlos partícipes de mi ardor y de mi incandescencia: en una palabra, de mi amor.
Sean lo que yo soy. Sean  amor. No os es posible alcanzar la plenitud del amor. Pero es posible a cada uno, y siempre, orientarse hacia él, tender hacia él, dar algunos pasos por la vía sagrada.
Habrá muchos obstáculos muchas caídas, muchos accidentes. Pero toda voluntad de darse al amor, todo movimiento verdadero de amor tiene un valor infinito. Las caídas pueden acumularse, pero hay que volver a empezar a amar.
Miren hacia las más altas cimas del amor. Las verán tanto mejor cuanto más profundamente sumergidos estén en un abismo de humildad postrándose ante el Amor con la confianza de un niño pequeño, pidiendo perdón por todo, esperándolo todo, amándolo todo. Cuanto más se abajen, serán más dulces y puros y más iluminará su horizonte la llama del amor sin límites haciéndoles ver todas las cosas en su sitio, en su verdad, como yo las veo.
Los que yo quiero mucho están situados en planos diversos, en distintos estratos. Pero yo soy el Amado de todos. Me encuentro en todos los planos, en todos los estratos. Soy para todos. Soy el pastor que no deja desviarse a ninguna de sus ovejas sin ir a buscarla. Estoy con ustedes desde el principio. Su vida es la mía. Hablen con mi voz. Hablen con la voz del amor y pronuncien las palabras del amor. Pondré mis palabras en sus bocas. Incluso en las horas en que no me oyen, también cuando no me escuchen no dejo de murmurar a su oído.
He venido a traer a la tierra el fuego del Amor sin límites.[1]


[1] Un monje oriental. Amor sin límites, p.101