sábado, 27 de julio de 2019

I. LECTIO COMPARTIDA DEL SALMO 41

Invocación al Espíritu Santo


Salmista 1°: Introducción:

2. Como busca la cierva corrientes de agua,

así mi alma te busca a ti, Dios mío;

3 tiene sed de Dios, del Dios vivo:

¿cuándo entraré a ver el rostro de Dios?



Salmista 2.°: Lamentación:



4 Las lágrimas son mi pan, noche y día, +

mientras todo el día me repiten: *

"¿Dónde está tu Dios?"

5 Recuerdo otros tiempos,

y desahogo mi alma conmigo:

cómo marchaba a la cabeza del grupo

hacia la casa de Dios,

entre cantos de júbilo y alabanza

en el bullicio de la fiesta.



Asamblea: Estribillo:



6 ¿Por qué te acongojas, alma mía,

por qué te me turbas?

Espera en Dios, que volverás a alabarlo:

"Salud de mi rostro, Dios mío".



Salmista 2.º: Continúa la lamentación:



7 Cuando mi alma se acongoja te recuerdo,

desde el Jordán y el Hermón y el Monte Menor.

8 Una sima grita a otra sima

con voz de cascadas:

tus torrentes y tus olas

me han arrollado.

9 De día el Señor me hará misericordia,

de noche cantaré la alabanza del Dios de mi vida.

10 Diré a Dios: "Roca mía, ¿por qué me olvidas? +

¿por qué voy andando sombrío, *

hostigado por mi enemigo?"

11 Se me rompen los huesos,

por las burlas del adversario;

todo el día me preguntan:

"¿Dónde está tu Dios?"



Asamblea: Estribillo:



12 ¿Por qué te acongojas, alma mía,

por qué te me turbas?

Espera en Dios, que volverás a alabarlo:

"Salud de mi rostro, Dios mío".





II. San Juan Pablo II: Catequesis sobre el Salmo 41[1]

1. Una cierva sedienta, con la garganta seca, lanza su lamento ante el desierto árido, anhelando las frescas aguas de un arroyo. Con esta célebre imagen comienza el salmo 41. En ella podemos ver casi el símbolo de la profunda espiritualidad de esta composición, auténtica joya de fe y poesía. En realidad, según los estudiosos del Salterio, nuestro salmo se debe unir estrechamente al sucesivo, el 42, del que se separó cuando los salmos fueron ordenados para formar el libro de oración del pueblo de Dios. En efecto, ambos salmos, además de estar unidos por su tema y su desarrollo, contienen la misma antífona: «¿Por qué te acongojas, alma mía?, ¿por qué te me turbas? Espera en Dios, que volverás a alabarlo: Salud de mi rostro, Dios mío» (Sal 41,6.12; 42,5). Este llamamiento, repetido dos veces en nuestro salmo, y una tercera vez en el salmo sucesivo, es una invitación que el orante se hace a sí mismo a evitar la melancolía por medio de la confianza en Dios, que con seguridad se manifestará de nuevo como Salvador.

2. Pero volvamos a la imagen inicial del salmo, que convendría meditar con el fondo musical del canto gregoriano o de esa gran composición polifónica que es el Sicut cervus de Pierluigi de Palestrina. En efecto, la cierva sedienta es el símbolo del orante que tiende con todo su ser, cuerpo y espíritu, hacia el Señor, al que siente lejano pero a la vez necesario: «Mi alma tiene sed de Dios, del Dios vivo» (Sal 41,3). En hebraico una sola palabra, nefesh, indica a la vez el «alma» y la «garganta». Por eso, podemos decir que el alma y el cuerpo del orante están implicados en el deseo primario, espontáneo, sustancial de Dios (cf. Sal 62,2). No es de extrañar que una larga tradición describa la oración como «respiración»: es originaria, necesaria, fundamental como el aliento vital.

Orígenes, gran autor cristiano del siglo III, explicaba que la búsqueda de Dios por parte del hombre es una empresa que nunca termina, porque siempre son posibles y necesarios nuevos progresos. En una de sus homilías sobre el libro de los Números, escribe: «Los que recorren el camino de la búsqueda de la sabiduría de Dios no construyen casas estables, sino tiendas de campaña, porque realizan un viaje continuo, progresando siempre, y cuanto más progresan tanto más se abre ante ellos el camino, proyectándose un horizonte que se pierde en la inmensidad» (Homilía XVII in Numeros, GCS VII, 159-160).

3. Tratemos ahora de intuir la trama de esta súplica, que podríamos imaginar compuesta de tres actos, dos de los cuales se hallan en nuestro salmo, mientras el último se abrirá en el salmo sucesivo, el 42... La primera escena (cf. Sal 41,2-6) expresa la profunda nostalgia suscitada por el recuerdo de un pasado feliz a causa de las hermosas celebraciones litúrgicas ya inaccesibles: «Recuerdo otros tiempos, y desahogo mi alma conmigo: cómo marchaba a la cabeza del grupo hacia la casa de Dios, entre cantos de júbilo y alabanza, en el bullicio de la fiesta» (v. 5).

«La casa de Dios», con su liturgia, es el templo de Jerusalén que el fiel frecuentaba en otro tiempo, pero es también la sed de intimidad con Dios, «manantial de aguas vivas», como canta Jeremías (Jr 2,13). Ahora la única agua que aflora a sus pupilas es la de las lágrimas (cf. Sal 41,4) por la lejanía de la fuente de la vida. La oración festiva de entonces, elevada al Señor durante el culto en el templo, ha sido sustituida ahora por el llanto, el lamento y la imploración.

4. Por desgracia, un presente triste se opone a aquel pasado alegre y sereno. El salmista se encuentra ahora lejos de Sión: el horizonte de su entorno es el de Galilea, la región septentrional de Tierra Santa, como sugiere la mención de las fuentes del Jordán, de la cima del Hermón, de la que brota este río, y de otro monte, desconocido para nosotros, el Misar (cf. v. 7). Por tanto, nos encontramos más o menos en el área en que se hallan las cataratas del Jordán, las pequeñas cascadas con las que se inicia el recorrido de este río que atraviesa toda la Tierra prometida. Sin embargo, estas aguas no quitan la sed como las de Sión. A los ojos del salmista, más bien, son semejantes a las aguas caóticas del diluvio, que lo destruyen todo. Las siente caer sobre él como un torrente impetuoso que aniquila la vida: «tus torrentes y tus olas me han arrollado» (v. 8). En efecto, en la Biblia el caos y el mal, e incluso el juicio divino, se suelen representar como un diluvio que engendra destrucción y muerte (cf. Gn 6,5-8; Sal 68,2-3).

5. Esta irrupción es definida sucesivamente en su valor simbólico: son los malvados, los adversarios del orante, tal vez también los paganos que habitan en esa región remota donde el fiel está relegado. Desprecian al justo y se burlan de su fe, preguntándole irónicamente: «¿Dónde está tu Dios?» (v. 11; cf. v. 4). Y él lanza a Dios su angustiosa pregunta: «¿Por qué me olvidas?» (v. 10). Ese «¿por qué?» dirigido al Señor, que parece ausente en el día de la prueba, es típico de las súplicas bíblicas.

Frente a estos labios secos que gritan, frente a esta alma atormentada, frente a este rostro que está a punto de ser arrollado por un mar de fango, ¿podrá Dios quedar en silencio? Ciertamente, no. Por eso, el orante se anima de nuevo a la esperanza (cf. vv. 6 y 12). El tercer acto, que se halla en el salmo sucesivo, el 42, será una confiada invocación dirigida a Dios (cf. Sal 42, 1.2a.3a.4b) y usará expresiones alegres y llenas de gratitud: «Me acercaré al altar de Dios, al Dios de mi alegría, de mi júbilo».

[1] Audiencia general del Miércoles 16 de enero de 2002.

sábado, 20 de julio de 2019

THOMAS MERTON, PAN EN EL DESIERTO, “POESIA, SIMBOLISMO Y TIPOLOGIA (fragmento)”





La creación se ha dado al hombre como diáfana ventana por la que pueda penetrar la luz de Dios en su alma. El sol y la luna, la noche y el día, la lluvia, el mar, las cosechas, el árbol florecido, todas esas cosas son transparentes. Hablaban al hombre, no de sí mismas, sino de aquel que las hizo. La naturaleza era simbólica. Pero la degradación progresiva del hombre después de la caída alejó cada vez más a los gentiles de esta verdad; la Naturaleza se les hizo opaca. Las naciones ya no pudieron penetrar el significado del mundo que habitaban: en vez de ver en el sol un testigo del poder de Dios, creyeron que el sol era dios; todo el universo se volvió un sistema cerrado de mitos. La significación y el mérito de las criaturas los revistieron de una divinidad ilusoria.

Los hombres sentían aún que había algo digno de veneración en la realidad, en la peculiaridad de las cosas vivas y crecientes, pero ya no supieron en qué consistía esa realidad: se volvieron incapaces de ver que la bondad de la criatura sólo es un vestigio de Dios. Cayó la oscuridad sobre el transparente universo, el hombre sintió miedo, los seres tuvieron un significado que el hombre ya no podía entender. El hombre tuvo que  miedo de los árboles, del sol, del mar. Se acercó a estas cosas mediante ritos supersticiosos. Comenzó a parecerle que el misterio de su significado, que se había ocultado, era ya un poder al que había que aplacar y, si era posible, ganar mediante encantamientos mágicos.

De este modo las cosas vivas y hermosas que nos rodean en este mundo y que son ventanas del cielo para todo hombre, se contaminaron con el pecado original. El mundo sufrió a caída del hombre y anheló vehementemente, junto con éste, la regeneración. El universo simbólico, que era ya un laberinto de mitos y ritos mágicos, morada de miríadas de espíritus hostiles, dejó de hablar de Dios a la mayoría de la humanidad y sólo le habló de ella misma. Los símbolos que habrían elevado al hombre hacia Dios, se hicieron mitos y, como tales, simples proyecciones de los propios impulsos biológicos del hombre. Sus más profundos apetitos, ahora llenos de vergüenza, se volvieron sus más tenebrosos temores.

La corrupción del simbolismo cósmico podemos entenderla mediante una sencilla comparación: fue algo así como lo que acontece a una ventana cuando un aposento deja de recibir luz del exterior. Cuando es de día, vemos a través del cristal lo de afuera; cuando llega la noche sólo se puede ver si no hay luz dentro. Si encendemos luz, sólo nos vemos a nosotros mismos y nuestro aposento reflejados en el cristal. Adán en el Paraíso podía ver a través de la creación como a través de una ventana: Dios resplandecía a través del cristal con tanta claridad como la luz del sol. Abraham y los Patriarcas, y David y los santos de Israel -raza escogida que conservó intacto el testimonio de Dios- podían ver todavía a través de la ventana del modo que uno mira en la noche desde un cuarto oscuro y ve la luna y las estrellas; pero los gentiles comenzaron a olvidar el cielo y a encender lámparas suyas dentro del cuarto, e inmediatamente les pareció que el reflejo de éste en la ventana era “el mundo de más allá”. Comenzaron a adorar su propia obra, y esa propia obra a menudo era abominable. No obstante, algo quedó de la pureza original de la revelación natural en las grandes religiones del Oriente: se lo encuentra en los Upanishads y en el Baghavad Gita. Mas el pesimismo de Buda fue una reacción contra la degeneración de la naturaleza por el politeísmo. De aquí que para los misticismos orientales la naturaleza ya nos sea símbolo sino ilusión. Buda sabía demasiado bien que los reflejos del cristal eran solamente proyecciones de nuestra existencia y nuestros deseos, pero no supo que se trataba de una ventana y que podía haber luz afuera del vidrio.

Eso, pues, en lo que se refiere a los símbolos cósmicos…

jueves, 11 de julio de 2019

SOLEMNIDAD DE SAN BENITO Variaciones sobre la vida de San Benito. Abad Nicolas Dayez (III)




Tratemos de acercarnos más a la personalidad de san Benito. Si es verdad que se aprende mucho escrutando los ojos y la mirada de alguien, examinemos la manera que tiene san Benito de mirar las personas y las cosas. (Diál. II, 31, 1-4) La mirada de san Benito es siempre una mirada liberadora: puede liberar a un prisionero haciendo caer con una simple mirada las cuerdas que lo ataban.

Podríamos hacer una letanía de las cosas que nos mantienen atados y ligados. Las componendas en el sentido peyorativo de la palabra; los falsos criterios de todo tipo; las etiquetas que nos ponemos unos a otros; los prejuicios contra alguien; los a priori, etc. ... Todo ello nos paraliza más de lo que creemos. Pero podemos liberarnos, si aceptamos la mirada que san Benito nos propone en su Regla.

Por ejemplo, ser libre respecto de lo que se dice de nosotros, sobre todo cuando se trata de la santidad: no querer pasar por santo, antes de serlo. No estar atado por criterios de edad, de condición social, de parentesco, de relaciones más o menos brillantes. Hay que escuchar el consejo de los jóvenes, pero a la vez no hacer sino lo que animan los ejemplos de los ancianos. Hay que permanecer libres ante los talentos de un hermano, y jamás preferirlos al orgullo que podría invadirlo al tener conciencia de que aporta algo al monasterio. Hay que permanecer libre respecto de las palabras de alguien que dice algo bien, permanecer capaz de acoger sus palabras, aun cuando su conducta afirme lo contrario.

En muchas circunstancias, grandes o pequeñas, hay que encontrar, recuperar o en todo caso mantener, aceptando que la mirada de otro se pose sobre estos lazos para soltarlos. La Regla nos invita a dejarnos mirar así por san Benito, la Regla nos propone dejarnos mirar por Cristo, a quien no se debe preferir nada, y el único por quien debemos dejarnos atar. “Si eres servidor de Dios, que no te retenga una cadena de hierro, sino la cadena de Cristo” (Diál. III, 16).

En el transcurso de su vida, san Benito ha encontrado la mentira, las imitaciones, las caricaturas, lo falso; brevemente, para decirlo con una palabra, la imitación. En la industria existen las imitaciones; hay marcas prestigiosas que gastan fortunas para defenderse de las reproducciones falsas. La imitación existe también en la vida monástica; no tenemos fortunas que gastar en nuestra defensa, sino un corazón que debe abrirse a la verdad. San Benito nos invita a ello. No soporta que el rey Totila haga vestir con la indumentaria real a su escudero para simular que es él mismo en persona (Diál. II, 14). No tolera que algunos hermanos afirmen no haber comido fuera del Monasterio, cuando lo han hecho a su gusto (II, 12). Ni tampoco que se ha recibido pequeños regalos de las monjas a las que se ha ido a adoctrinar (II, 19).

Los Diálogos contienen un breve catálogo de defectos monásticos, a los cuales no hemos agregado gran cosa. Lo que irrita a san Benito no son los defectos, es el hecho de que se quiera ocultarlos, de que se quiera aparentar que uno es un monje observante. Lo que hay que decir con la boca y el corazón es la verdad, no necesariamente cosas edificantes. San Benito sabe que existen pensamientos malos que asaltan el corazón; eso no es imitación. Imitación es querer hacer como si no existieran y rehusar estrellarlos contra Cristo, rehusar decírselos al padre espiritual. U obedecer protestando, aunque se ejecute materialmente la orden: es una obediencia simulada.

La Regla abunda así en advertencias contra todo lo que no es conforme a la verdad; o más bien abunda en estímulos a no tener jamás miedo a la verdad, incluso aunque de ella resulte que nuestra debilidad sale a luz. El perdón también forma parte de esta verdad que el abad y los hermanos deben cultivar.

Los Diálogos de san Gregorio emplean dos palabras célebres para caracterizar la trayectoria de san Benito, quien vuelve a la soledad después de su primer abadiato, terminado en un fracaso (II, 3,5). Habitavit secum. “Entonces, volvió a su amada soledad, y habitó solo consigo mismo, bajo la mirada del celestial Espectador”.

Estas dos palabras evocan uno de los encuentros más difíciles, el más difícil quizá: encontrarse con uno mismo, aceptarse a sí mismo, vivir con el que uno es y no con el que quisiera ser. La síntesis de san Gregorio no permite quizá suficientemente comprender que se trata de una lucha a mano armada, de un verdadero combate (quizá el más rudo que se pueda librar), de una ascesis en el sentido más auténtico de la palabra. Querer ser otro y no el que uno es, es el verdadero pecado y por lo demás el primero absolutamente. No se trata solo de desear tal o cual talento que uno no tiene, o, al contrario, desear no tener tal o cual que uno sí tiene, porque ello entraña demasiada responsabilidad, demasiado trabajo... Pienso en una aceptación radical de uno mismo, con todos los límites de nuestra condición, sin querer ser otro –que ese otro sea Dios o que sea nuestro hermano-, sin querer ocupar el lugar de otro.

Operación delicada entre todas. No es solo resignarse a cierto número de cualidades y de debilidades; es hacerlas propias, desposarlas, habitar con ellas. Semejante esfuerzo constante para preservarse del pecado tanto como para percibirlo, supone que se vive y actúa bajo la mirada de Dios. Aceptarse a sí mismo, no querer ser otro sino el que se es, es aprender poco a poco a dejar al otro el lugar que le corresponde; el otro quiere decir nuestro hermano, quiere decir también Dios. Habitar consigo mismo no es un preámbulo a algo que debe seguir, es como la fuente que debe brotar siempre y fecundar el terreno que riega.

El primer grado de humildad consiste en tener siempre ante los ojos el temor de Dios, consiste en huir de cualquier negligencia y en recordar sin cesar todo lo que Dios ha mandado (Regla, 7, 10).

sábado, 6 de julio de 2019

Variaciones sobre la vida de San Benito. Abad Nicolas Dayez (II)



(Diál. II, 4,1-3) Primera prueba: la del decapado que produce en nosotros la oración, esta oración que no termina, que dirijo a un Dios que no me responde. Y además, ¿para qué sirve? Si es para estar distraído como me pasa a mí, daría lo mismo salir a caminar. Como aquel hermano que salía en cuanto los otros se inclinaban para orar (Diál. II, 94). San Benito hizo cuanto pudo para curarlo: el efecto de sus advertencias y amonestaciones no dura dos días. El hermano vuelve a sus escapadas y a pasearse durante la oración. La curación de este hermano, que evade la dificultad de orar, se producirá lamentablemente por un bastonazo bien aplicado. ¡Qué humillación para los miles de autores de tratados sobre la oración! ¡Qué lección para todas las teorías! ¡Qué desengaño para los místicos que tal vez creemos ser!



¿De dónde nos vendrá el saludable bastonazo que nos fije en la oración? Del horario, por ejemplo, que me hace orar a tal hora, tenga deseos o no; del salmo, que me hace orar de tal manera, cualesquiera sean mis sentimientos al respecto; de la Escritura, que me interpela sobre tal tema, cuando yo quisiera que me hablara de otra cosa; de este minuto, que añado a mi oración en el mismo momento en que decido ponerle fin. En la vida de oración siempre llega el momento de la purificación, de la aceptación humilde, de la sencilla apertura. Y a veces también llega el bastonazo, es decir la cruz.



Después de la prueba del bastón, la prueba del agua. (Diál. II, 6, 1-2) Es la historia de este Godo, que tiene alma de pobre y viene a hacerse monje. Un día, mientras trabaja, el hierro del mango de su cuchillo cae al agua. Por pobres que seamos, siempre tenemos la riqueza de algún instrumento. Sea que lo hayamos traído al entrar al monasterio, sea que el monasterio nos haya hecho adquirirlo: diplomas, cultura, vida espiritual, cualidades humanas, apertura... Y vamos a cumplir el trabajo que se nos ha asignado, confiando en los instrumentos de que disponemos. Nos entregamos a él con el corazón alegre, con todas nuestras fuerzas, hasta el momento en que los instrumentos caen al agua. Nos encontramos impotentes para construir lo que hemos venido a hacer. Quisiéramos dedicarnos enteramente a la búsqueda de Dios, consagrar a ello todas nuestras riquezas, nuestras potencialidades. Un buen día nos encontramos con que no tenemos poder sobre nada, ni sobre Dios, evidentemente.



Hay que pasar por la prueba de constatar que la palabra de Cristo es verdadera: Sin mí, no podéis hacer nada (Jn 15, 5). Es necesario que recibamos todo de la mano de Dios, incluidos nuestros queridos instrumentos, que se nos devuelven con una eficacia no duplicada, sino centuplicada. Incluso el que viene al monasterio con alma de pobre debe experimentar, en sí mismo, que lo que se deja por Cristo, se recibe de nuevo, centuplicado.



Cuando san Benito devuelve el utensilio al godo, agrega: Trabaja y no te contristes. Entrégate a la alegría de haber recuperado lo perdido. No temas utilizar lo que tienes en la mano. Sabes que si lo pierdes, te será devuelto. Sabes que tu verdadero instrumento es aquel que te lo devuelve; aquel que un día dijo: perder la propia vida, es estar seguro de ganarla.



Ahora la prueba del fuego. (Diál. II,10,1-2) Por orden de san Benito, los hermanos han cavado profundamente. Encuentran un ídolo de bronce, que arrojan en la cocina. En seguida ven brotar fuego, y parece que consumirá todo el edificio. Por su oración, el varón de Dios hace volver en sí a los hermanos que veían un fuego imaginario.



Los ídolos aparecen siempre. Unos son más rutilantes que otros. Todos arrojan llamas, de un modo que podemos o no imaginar. Y en el camino que lleva al Dios vivo, hay legiones. Sucede que alguien se encuentra en medio de llamas, y se angustia por lo que va a ocurrir. San Benito pone en guardia al Abad contra el fuego de la envidia y de los celos. Otros arderán de cólera, de celo (malo), de despecho. ¿Qué hacer ante ese fuego? Arrojar agua para extinguirlo solo produce estrépito y trajín. El varón de Dios inclina la cabeza para orar y vuelve a los hermanos a la visión de la realidad. En la oración, hay que recuperar la calma y contemplar las cenizas del imaginario fuego. Descubrir, en el fondo de nuestro corazón, el ídolo que todavía veneramos y que nos hace gritar “¡fuego!”, allí donde no hay nada. Debemos aceptar que un hermano nos llame a ver la realidad. Debemos aceptar no ver lo que otro hermano pretende ver. ¿No pensaba san Benito en algo así cuando dijo: No querer pasar por santo antes de serlo, sino comenzar por serlo, a fin de que se lo diga con verdad.



Después del bastón, del agua, del fuego, está también la prueba del viento. (Diál. II, 20, 1-2) El último ídolo que recibe el golpe, el que está hundido en lo más profundo de la tierra, somos nosotros. La imagen que nos hacemos de nosotros mismos, la que nos imponen los prejuicios que hemos heredado, o la que los halagos de unos u otros ha impreso en nosotros. Hay que sacrificar también esta.



Un día, san Benito tomaba su comida de la tarde. Estaba oscuro. Un joven monje sostenía la lámpara delante de la mesa. Se puso a pensar: “¿Quién es este al que atiendo mientras come? Le sostengo la lámpara, le sirvo de esclavo. ¿Servirle yo, siendo quien soy?”



Cuando uno cree que ya ha renunciado, que está entregado, casi transformado, la naturaleza se recupera. Se produce un verdadero ciclón, el soplo del orgullo, el viento de la rebelión contra la dependencia respecto de alguien, la obediencia, la aceptación de otros tipos de personas, el don de sí a la vida común. El tipo de hombre que somos no quiere renegar de sí ni morir.



“Haz la señal de la cruz sobre tu corazón, hermano. ¿Qué estás diciendo? Haz la señal de la cruz sobre tu corazón.” Solo la señal de la cruz puede salvarte, solo el amor de Cristo puede hacerte soportar la prueba, solo el árbol de la cruz puede darte raíces lo suficientemente robustas como para que no te desplomes con el viento tempestuoso que sopla, como para que devengas verdadero hombre de Dios.



El séptimo grado de humildad consiste no solo en proclamarse con la lengua el último y más vil de todos, sino en penetrarse de ello en lo más íntimo del corazón, en humillarse diciendo con el Profeta: Bueno fue para mí que me humillaras, para que aprenda tus mandamientos (Regla 7,51-54).