Comentario del P. Adalbert de Vogüé, osb (Tomado de: Cuadernos Monásticos nº 58 (1981), pp. 316-324. Original en francés, publicado en: Ecoute, ns.
263 y 264. Tradujo:
Madre Isabel Guiroy, osb. Monasterio Nuestra Señora del Paraná, Entre Ríos,
Argentina).
“Después de dos modestos asuntos domésticos, el relato gregoriano se
eleva súbitamente a la escena política y desemboca en forma inesperada en la
gran historia. Totila, que reinó sobre los ostrogodos del 541 al 552, no es un
personaje cualquiera. Jefe improvisado, sacó a su pueblo de la situación casi
desesperada en que se encontraba luego de la pérdida de Ravena, reconquistada
por los bizantinos en 540. Gracias a ese gran capitán, los godos recuperan en
esos años el control de casi toda Italia, cuyos dueños habían sido durante
cincuenta años. Esta brillante contraofensiva retardará diez años la ruina
gótica y la restauración romana en la península. Pero también prolongará y
llevará a su paroxismo una guerra atroz que duró por lo menos dieciocho años.
La mayoría del tiempo que Benito vivió en Montecasino transcurrió en medio de
esa espantosa tormenta, de la cual apenas se descubre alguna huella en la Regla.
Para Gregorio, que escribe a fines del siglo, el nombre de Totila
evoca los peores horrores. Este hombre, a sus ojos, es el tipo del bárbaro
orgulloso y sanguinario. Además es un “incrédulo” por añadidura y no solamente
porque duda pasajeramente de los dones proféticos de Benito. Mucho más grave es
el hecho de que Totila, como todo su pueblo, profesa el arrianismo. Esta
barrera religiosa que lo separa de los Romanos católicos es la causa profunda
del drama italiano. Toda la inteligencia de un Teodorico o de un Casiodoro no
pudo conseguir que los dos pueblos separados por sus creencias, se fundieran en
una entidad política coherente como ya lo habían hecho los galo-romanos y los
francos más allá de los Alpes, gracias al bautismo de Clovis.
El encuentro de Totila y de Benito es por tanto una escena
cautivadora, en la que se enfrentan el bárbaro y el romano, el arriano y el
católico, el ocupador y el ocupado. Por un trastocamiento de papeles que
Gregorio relata encantado, el seudo rey y el verdadero se derrumban por turno
frente a este pequeño superior de monjes. Benito, sentado tranquilamente para
recibir a esos poderosos, no se “digna” molestarse más que para levantar de la
tierra al soberano postrado y para regañarlo como a un niño. En este triunfo
del “servidor de Jesucristo”, se realiza la revancha ideal de un pueblo
oprimido, humillado, agobiado por medio siglo de ocupación y de guerra. Estos
son indudablemente los sentimientos del narrador. En cuanto a los de Benito,
antes de conjeturarlos es necesario recordar otros dos episodios de los Diálogos. Uno de ellos -el
encuentro con el terrorista Zalla hacia el final del Libro- confirma su tranquila
indiferencia de hombre de Dios frente a toda intimidación por parte de los
godos. Pero el otro revela una actitud complementaria y más positiva: cuando
Benito en Subiaco ve llegar a un postulante godo, lo recibe “gustosísimo”, ya
que se trata de un “pobre de espíritu”, y de un hombre humilde. Este
“gustosísimo” dice mucho sobre las repugnancias naturales que podían tener los
romanos; incluso en tiempos de paz, de vivir con esos bárbaros poco apreciados.
Benito, sobreponiéndose a ese sentimiento demasiado humano, actúa como “hombre
del Señor”, atento únicamente a la calidad de las almas y a su salvación.
Sea cual fuere el sentimiento que Gregorio y sus lectores hayan podido
experimentar al respecto, la entrevista con Totila no es tanto el triple
enfrentamiento -racial, confesional y político- en el que pensamos a primera
vista, sino más bien el encuentro de un santo monje, verdadero servidor de
Cristo, con un rey de este mundo, soberano de la ciudad terrena. Las
características y las taras personales de Totila son secundarias. Lo que
importa sobre todo es que él detenta, como cualquier otro jefe, el poder de
este mundo.
Este encuentro cara a cara del monje-profeta con el soberano temporal,
entendido así, no es más que el último de una larga serie que comienza en la
Biblia con Samuel y Saúl, Natán y David, Elías y Ajab, y termina en la
hagiografía cristiana, pasando por el Bautista y Herodes, en Afraat y el
emperador Valente, Martín y el usurpador Máximo, Severino y el rey Odoacro. La
predicción de Benito se asemeja más precisamente a la célebre profecía por la
cual el solitario egipcio Juan de Licópolis anunció a Teodosio su victoria y su
muerte próximas, y más aún a la que Sulpicio Severo pone en boca de san Martín
cuando predice a Máximo el mismo destino. Pero Martín, en presencia del
discutible soberano Máximo, sólo da pruebas de una hermosa altivez que raya en
el desenfado. Las pequeñas humillaciones que inflige al emperador -por otra
parte muy bien aceptadas- no tienen nada que ver con el aplastamiento de Totila
frente a Benito.
La singularidad de nuestro relato aparece aún más si lo comparamos con
diversos pasajes del Libro siguiente, donde Gregorio narra los altercados de
Totila con cinco obispos taumaturgos. Allí también el rey cruel e impío es
confundido todas las veces por el hombre de Dios, pero ninguna de estas
lecciones se acerca al derrumbamiento al que asistimos aquí. Benito, un simple
abad, tiene un ascendiente inusitado sobre el rey, al que no puede compararse
el de ninguno de los grandes y santos prelados que lo han impresionado más.
Este episodio es pues altamente significativo. Gregorio lo ha
convertido en el símbolo acabado de la superioridad del santo sobre el
soberano, del reino de Dios sobre este mundo y sobre su Príncipe. Por otra
parte, el incidente esclarece un aspecto de la personalidad de Benito. Aquí y
solamente aquí lo vemos enfrentado al poder político. Nos gusta verlo más
altivo y más sereno que ningún otro santo frente a él Esta actitud nos
tranquiliza con respecto a la unwordliness
-ausencia de mundanidad- de un hombre que parece
haberse codeado a menudo con los grandes de este mundo. Benito no era un hijo
del pueblo, y Gregorio que lo es menos aún, no oculta sus relaciones con la
élite social de su tiempo. Pero su mirada interior no se ha dejado cautivar por
las apariencias mundanas. Iluminado por la fe, no ha dejado de contemplar a
Cristo, que recibe y reconoce en la persona de todos los hombres. Como dice
magníficamente la Regla, “en los pobres y peregrinos se recibe a Cristo más
particularmente: que a los potentados el mismo temor que inspiran induce de
suyo a honrarlos”.
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