La
conciencia de pecado nace, en cambio, del descubrimiento del amor de Dios, y es
tanto más fuerte cuanto más nos sentimos amados por el Eterno, genera un
disgusto sincero por haber ofendido a quien nos ha amado con un amor grande, pero
pasa a través de una especie de lucha con este amor, antes de rendirse a él: es
la lucha espiritual (o religiosa) del hombre creyente que
combate contra la idea, inmediatamente percibida como humillante, de ser amado
por Dios en su propia capacidad de ser amado, o de no tener ningún mérito,
ningún derecho a ser amado. Volviendo a Pablo y a su espina en la carne, la lucha
espiritual es precisamente la que el apóstol parece combatir con el Señor, que,
por un lado, no atiende a su petición, mientras que –por otro- no le pide la
perfección, más aún, le invita a reconocer la gracia que está presente
precisamente ahí, en su fragilidad, o el amor que se manifiesta plenamente en
su debilidad, que él quería cancelar. La rendición del apóstol, en esta lucha,
está dictada después de un alarde precisamente a causa de sus debilidades (2 Cor 12, 9-10)… En esta lucha con Dios se
sale vencedor cuando se la da por perdida, a saber: cuando se concluye con la
rendición a este amor. Esta es la verdadera lucha, una lucha típica del hombre
bíblico: una lucha por la que han pasado todos los amigos de Dios. Y con ello
se han convertido en hombres con un corazón increíblemente misericordioso. Como
el de Dios”[1].
[1]A. Cencini, Ladrón perdonado, El perdón en la vida del sacerdote, Sal Terrae,
Bs. As, 2019, pp. 88-89. 112.
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