Luigino Bruni[1],
“El maravilloso oficio de vivir”[2]
Más grandes que la culpa/3
– Podemos ser justos aun siendo débiles.
Y escuchar sin haber oído.
«El Maestro dijo:
“Aquellos que hacen
de la virtud su profesión
son la ruina de ésta”»
Confucio, Analectas
En esta tierra hay muchas personas
llamadas que responden “aquí estoy” aunque no sepan reconocer al autor de la
voz que les llama por su nombre. Hoy igual que ayer e igual que siempre.
Personas llamadas por voces interiores distintas y desconocidas, que se elevan
desde el amor y el dolor del mundo. En estas vocaciones, que ocurren cada día
en todos los ámbitos humanos, lo verdaderamente importante es responder. Pero
si además tenemos a nuestro lado a un “Elí” que primero nos manda
tranquilamente a la cama y luego nos desvela el nombre de aquel que nos llama
repetidamente, este proceso puede ser maravilloso.
«Los hijos de Elí eran unos desalmados…
Cuando una persona ofrecía un sacrificio, mientras se guisaba la carne, venía
el ayudante del sacerdote empuñando un tenedor, lo clavaba dentro de la olla o
caldero o puchero o cazuela, y todo lo que enganchaba el tenedor se lo llevaba
al sacerdote». (1Samuel 2,12-14).
Como si esas corruptelas sobre los sacrificios no fueran suficientes, además
«se acostaban con las mujeres que servían a la entrada de la tienda del
encuentro» (2,22). En cambio «el niño Samuel iba creciendo en estatura y
gracia» (2,26). Este cuadro, de tonos fuertes y coloridos, que hace uso de
materiales muy antiguos, nos permite entrar de inmediato en el gran tema de la
Biblia y de la vida: la coexistencia de la culpa y la gracia, la dialéctica
entre el templo y la profecía. La figura de Elí, sacerdote jefe del templo de
Siló, no está libre de ambivalencia. El texto – resultado de distintas
tradiciones y de muchas “manos” teológicas y políticas – condena principalmente
a los hijos, pero no exonera de culpa a Elí («¿Por qué tienes más respeto a tus
hijos que a mí, cebándolos con las primicias de mi pueblo?»: 2,29).
El episodio de la llamada nocturna de
Samuel es grandioso, y Elí desempeña en él un papel muy hermoso, decisivo. No
hace falta ser moralmente perfecto para reconocer el espíritu de Dios en el
mundo, ni para decirle a un joven: «Es el Señor». Es posible ser justo aun
siendo débil, honesto aun con una parte del alma estropeada. La partitura de
una vida moralmente dudosa puede contener en su interior pasajes espléndidos.
El mundo está lleno de palabras verdaderas y estupendas pronunciadas por
pecadores. El mundo está lleno de buenas acciones realizadas por personas que
solo parecían capaces de maldad. Ni siquiera Caín consiguió borrar en sus hijos
la imagen de Elohim.
La vocación de Samuel viene precedida
por un sugerente versículo: «La palabra del señor era rara en aquel tiempo y no
abundaban las visiones» (3,1). El tiempo de Samuel es parco en palabras y
visiones y por tanto en profecía (que es las dos cosas juntas). Samuel llega
para poner fin a este silencio y a este eclipse de Dios. Los profetas, hoy como
ayer, son muchas veces la “flor del mal”, la respuesta de la tierra a la
carestía de la palabra, carestía de palabras y visiones. En un mundo bíblico
donde la Palabra de Dios es la madre de todas las palabras humanas verdaderas,
la rareza de la palabra de YHWH se traduce en niebla, humo y vanitas (havel) de
palabras humanas. Si Dios calla, el Adam no sabe hablar, es un hombre civil y
espiritualmente ciego y mudo.
«Samuel estaba acostado en el santuario
del Señor, donde estaba el arca de Dios. El Señor llamó: “¡Samuel!”. Y este
respondió: “¡Aquí estoy!” Fue corriendo a donde estaba Elí y le dijo: “Aquí
estoy; vengo porque me has llamado”. Elí respondió: “No te he llamado, vuelve a
acostarte”. Samuel fue a acostarse y el Señor lo llamó otra vez. Samuel se
levantó, fue a donde estaba Elí y le dijo: “Aquí estoy; vengo porque me has
llamado”. Elí respondió: “No te he llamado, hijo; vuelve a acostarte”» (3,3-6).
La voz llama dos veces. Samuel no la reconoce. Llama por tercera vez: «Samuel
se levantó y fue a donde estaba Elí y le dijo: “Aquí estoy; vengo porque me has
llamado”. Elí comprendió entonces que era el Señor quien llamaba al niño»
(3,8). Este es uno de los triángulos más bellos y profundos de toda la
literatura sagrada. En él encontramos la gramática y la semántica de ese
acontecimiento antropológico decisivo que es la vocación (religiosa, artística,
laica), sobre todo en su fase auroral y por consiguiente crucial. Comienza con
un joven que lleva inscrito en su historia su propio destino, a partir del
primer voto de su madre Ana. Duerme dentro del templo, al lado del Arca de la
Alianza, consagrado desde pequeño a Dios y a su culto. La religión es su
ambiente, el templo es su casa y las palabras sagradas son su lenguaje. Sin
embargo «Samuel no conocía todavía al Señor; aún no se le había revelado la
palabra del Señor» (3,7). Sabemos que su tiempo es espiritualmente avaro. Pero
incluso en los raros tiempos de palabras abundantes no basta estar inmersos en
una vida religiosa para conocer a Dios y su palabra. Podemos pasarnos la vida
entera en lugares sagrados, ser consagrados, vestirnos de lino cada día y sin
embargo no conocer al Señor. Como los hijos de Elí, como muchos profesionales
de la religión.
A diferencia de las vocaciones de
Abraham, Isaías, Jeremías o Moisés, en la llamada de Samuel aparece en escena
un mediador humano, un intermediario, un tercero. En esas otras grandes
llamadas bíblicas, Dios se revela directamente o a través de uno de sus ángeles
(Agar, María). Los llamados dudan de su capacidad para desempeñar la tarea,
pero reconocen la voz. Y si no la reconocen (como cuando Saulo pregunta:
«¿quién eres?»), la voz misma les dice su nombre. En cambio, Samuel no reconoce
la voz hasta que Elí no le revela su nombre.
Resulta especialmente bello e importante
este juego de voces, paradigma de un buen proceso de discernimiento de
espíritus y de vocaciones. En primer lugar, también Elí necesita tres
“llamadas” para reconocer la naturaleza de la voz. Tal vez, conociendo muy bien
a Samuel, reconociera los síntomas de su llamada profética ya desde el primer
despertar, pero prefiere esperar. Saber esperar es el primer y más valioso arte
de los intérpretes de voces ajenas (y propias). Siempre lo es, pero sobre todo
en tiempos de carestía de Dios, cuando su recuerdo es lejano y el hambre y la
sed producen espejismos y voces fatuas. En el tiempo esperado y oportuno, Elí
reconoce en la voz que llama a Samuel las señales de la voz de YHWH. El texto no
nos dice la “técnica” de este discernimiento, pero nos dice algo más
importante: Elí sabe reconocer la voz que llama a otra persona. Un hermeneuta
vocacional es alguien que sabe interpretar las señales de una voz buena y
distinta en medio de muchas otras voces de la vida. Quizá su habilidad más rara
y valiosa sea precisamente la de saber decir “es el Señor” sin poder escuchar
directamente su voz. Como José en Egipto, Elí se convierte en intérprete de los
“sueños” de otros.
Toda vocación verdadera comienza con un
sueño, porque el tiempo de vigilia es demasiado pequeño para oír esas voces de
infinito. Elí no es un profeta. Probablemente no ha oído a nadie llamarle por
su nombre. No hace falta ser profeta para acompañar a un profeta; “solo” se
necesita un carisma, experiencia y mucha honestidad. Elí no conoce la voz pero
sí conoce la palabra de YHWH. Está familiarizado con las narraciones de las
grandes llamadas de la historia de la salvación. La experiencia de la palabra
le permite reconocer una voz que nunca ha oído pero sí ha escuchado en las
narraciones del templo y de los padres bajo la tienda. Una vida dedicada a la
escucha de la palabra le ha permitido llegar preparado a la cita más importante
con una voz que le habla a un joven, reconocerla y en el momento adecuado poder
decir con certeza: “Es el Señor”. Una vida dedicada al conocimiento de la
palabra le permite reconocer en la vejez la voz que le habla a un joven, porque
la palabra que ha escuchado muchas veces resuena en su interior como si fuera
una voz.
Las comunidades espiritualmente vivas
están formadas por unos pocos profetas llamados por su nombre y por muchas
otras personas que escuchan una palabra que, sin llamarles por su nombre, se
hace voz en el alma. La palabra permite a muchos no profetas tener una
experiencia parecida (si no idéntica) a la de los profetas llamados por su
nombre. Esto es verdadera igualdad bajo el sol, más allá de la diversidad de
carismas y talentos. Lo hace posible de forma eminente la palabra bíblica, pero
también la escucha verdadera y el trato frecuente con toda palabra humana
grande. Podemos reconocer a los verdaderos poetas sin ser poetas. Podemos
reconocer la virtud en los demás sin ser virtuosos. Y así podemos aprender el
maravilloso oficio de vivir. Llegado a este punto, Elí puede dar a Samuel el
mejor consejo y concluir así su tarea: «Anda, acuéstate. Y si te llama alguien,
dices: “Habla, Señor, que tu siervo [aliado] escucha”» (3,9).
Para terminar, es muy importante la
parte donde dice: «si te llama alguien». Un acompañante experto y honesto puede
reconocer las señales de una vocación, puede estar seguro de la autenticidad de
la voz que irrumpe en la noche, pero no puede saber si la voz volverá a llamar
una cuarta y decisiva vez. Algunas personas han escuchado tres veces su nombre,
algún Elí les ha dicho “es el Señor”, se han echado a dormir y pueden pasarse
años durmiendo a la espera de una cuarta llamada que no llega. Otras personas
llevan tiempo sin dormir porque una voz verdadera les llama interiormente y no
les deja en paz, pero se han encontrado en el camino con un intérprete
deshonesto que a la pregunta “¿eres tú quien me ha llamado?” ha respondido:
“Sí, soy yo”, y se ha convertido en su “maestro interior”. Otras personas, en
fin, tienen a su lado un hermeneuta, diversamente deshonesto (y/o impaciente,
inexperto, sin carisma) que responde: “Es el Señor”. Escuchan y siguen una voz
trivial o equivocada a la que llaman “el Señor”, y así se encuentran inmersos
en una vida vocacional pero sin vocación. Pocas manipulaciones, más o menos de
buena fe, son más devastadoras que las vocacionales. Si Samuel llega de noche y
pregunta: “¿Me has llamado?”, y nosotros no somos Elí, solo debemos responder:
“No sé quién te llama. Solo sé que no soy yo. Pero tú no dejes de escuchar “.
En tiempos de carestía de voces y visiones necesitamos a Ana y a Samuel. Pero también tenemos mucha necesidad de la humanidad honesta de Elí: «Samuel fue y se acostó en su sitio. El Señor se presentó y lo llamó como antes: “¡Samuel, Samuel!” Samuel respondió: “Habla, que tu siervo escucha”» (3,10).
[1] Luigino Bruni (Ascoli Piceno,
1966) es profesor ordinario de Economía Política en la LUMSA (Libera Universita
Maria Santissima Assunta) de Roma y docente de Economía y Ética en la
Universidad Sophia, de Loppiano. Es coordinador del Proyecto Economía de
Comunión y uno de los promotores de la Economía civil. Es autor de ensayos y
obras traducidas a una decena de idiomas.
[2] https://ciudadnueva.com.ar/el-maravilloso-oficio-de-vivir/