Queridos hermanos:
Que la Palabra de Dios ilumine sus vidas y les conceda gustar y comprender la inmensa bondad del Señor, ya que él nos ha hecho gustar su salvación y desea que nuestro corazón esté siempre ardiendo cuando nos explica las escrituras.
Quisiera comenzar a compartir el tema de la Lectio Divina, o lectura orante de la Biblia; un tema fundamental para la vida cristiana, especialmente para la vida laical. No hay crecimiento en la fe, y por tanto, crecimiento en el misterio de Cristo, sin una frecuente y profunda relación con su Palabra. Esta relación no se limita a una breve lectura, o una meditación de un tema, sino que debe ser un vivo encuentro con Dios, estar cara a cara con Jesús, conducido por el Espíritu Santo. Esta relación en la situación que nos toca vivir, donde no hay Misa presencial, la relación del cristiano con la Palabra, redescubre el tesoro de las comunidades domésticas.
Lo dice con claridad el número 2 de Dei Verbum
“Por esta revelación, el Dios invisible,
por la abundancia de su amor habla a los hombres como amigos y trata con ellos
para invitarlos y recibirlos en su compañía.” Desde su origen la LD no fue
un método de oración, sino una pedagogía del encuentro del creyente con Dios,
un diálogo amoroso que lleva a ingresar al ámbito de la amistad con Dios. Como
la lectura orante, en realidad, es un dialogo de amistad, con todas las
características que bien conocemos, necesita todos los componentes de la
amistad: conocimiento, afecto, confianza, honestidad, fidelidad, perseverancia.
³ Piedras
en el camino
Posiblemente,
la primera dificultad importante sea, una lectura interesada, que no busca el
encuentro sino un mensaje; una lectura que no escucha sino que trata de
interpretar, o sea, leo con la cabeza no con el corazón. En cada lectura de la
Palabra de Dios, su autor original, sale al encuentro del lector, del que
busca, del que pregunta, del que dispone el corazón para el encuentro. Claro,
también se necesita conocimiento del mundo bíblico, de su contexto cultural, de
las variadas formas literarias presentes, pero todos estos conocimientos son
accesibles para el lector que quiere tener más información; por eso, lo primero
que debemos poner en movimiento es algo propio, algo personal: la actitud interior de escucha, sin este
valor esencial se hace difícil el encuentro.
Otra
gran dificultad, radicalizada en nuestro tiempo, es la perseverancia. Solo la
constancia nos regalará la experiencia viva de escuchar a Dios, de comprender
que él atiende mis dificultades, que se entabla un verdadero diálogo; darse
cuenta que no solo quiere darme lo que necesito, sino mucho más, quiere mi
verdadera y total felicidad, quiere darme su secreto feliz. Si no persevero en
la pedagogía de la Lectio, lo que estoy pidiendo es que Dios me dé algo suyo, sin
mi correspondiente compromiso, y eso nunca ocurrirá, pues si algo respeta Dios
es mi libertad.
En
estas dos dificultades, está presente el muro que me separa de la experiencia
viva del encuentro con Dios. Luego aparecerán otras dificultades, pero si
estamos dispuesto al diálogo de amistad se irán aclarando, justamente por medio
de su Palabra.
³ Disposiciones
necesarias
Los historiadores del Concilio
hablarán largamente de la Constitución dogmática Dei Verbum Vaticano II como de
la gestación más dramática, porque dio lugar a un giro cardinal de la
orientación de aquel al mes de comenzado, después de un debate intenso, una
votación que apasionó a muchos y una intervención personal del papa Juan
XXIII. Esta constitución dogmática,
promulgada el 18 de noviembre de 1965 por Pablo VI, no solo dio nuevas
orientaciones para la lectura e interpretación de la sagrada Escritura, sino
que inició un nuevo camino, de acceso y vivencia de esta fuente esencial en la
vida de fe.
La DV es esencial para predisponer la
actitud de escucha, la veneración de la Palabra de Dios, y también, comprender
las posibilidades que tiene cada cristiano de inaugurar el encuentro vivo con
Dios por medio de su Palabra. Quisiera enumerar algunos números de la DV
fundamentales para esta comprensión y disposición:
ü
La
Revelación: N° 2, 3, 4, 5 y 6
ü
La
transmisión de la Revelación divina: N° 7, 8, 9 y 10
ü
Inspiración
e interpretación de la Sagrada Escritura: N° 11, 12 y 13
ü
La
Sagrada Escritura en la vida de la Iglesia: N° 21, 23, 24 y 25
La importancia de estos números nos
ayudará a ubicarnos en el contexto eclesial católico de lectura de la palabra
de Dios y nos dará criterios para leer e interpretar, para comprender el
contexto original de cada texto, y especialmente, nos dará herramientas para
disponernos a encontrarnos con el Dios que nos sale al encuentro, por medio del
sentido de su palabra.
³ Contexto
de la Lectio Divina
La lectio divina nació en un
contexto muy particular, una opción radical de vida, vivir solo para Dios, no
anteponiendo nada a su amor, al final de las grandes persecuciones. Ese
contexto es el siglo III, en el desierto, en Egipto, y sobre todo en la forma
de vida monástica ermitaña. En la medida que la experiencia monástica fue
creciendo, pronto se llegó a la experiencia de vida comunitaria donde la
liturgia y la lectio divina tuvieron un papel central en el ordenamiento de la
jornada.
Un hombre de Alejandría tuvo un
papel fundamental en la fundamentación de la práctica de esta lectura orante,
este hombre se llamaba Orígenes (186-254), su padre era un cristiano con mucha
formación y estaba a cargo de una escuela de formación de los catequistas. Orígenes
dedicó su vida al estudio de los filósofos griegos y a los textos sagrados,
desarrolló una actividad impresionante como director de la escuela catequética
primero y como predicador en Cesarea de Palestina después, donde siguió
enseñando y escribiendo.
Este término aparece por primera vez
en una carta de Orígenes a Gregorio el Taumaturgo (213-270), posterior al 238.
Al final de la carta dice: “Dedícate a la
lectio de las divinas Escrituras; aplícate a ello con perseverancia. Entrégate
a la lectio con la intención de creer y agradar a Dios. Si durante ella te
encuentras con una puerta cerrada, llama y te abrirá aquel portero del que
Jesús tiene dicho: ‘A quien llama, el portero le abra’ (Jn 10,3). Entregándote
así a la lectio divina (theia anágnôsis), busca, con lealtad e inquebrantable
confianza en Dios, el sentido de las divinas Escrituras oculto a la gran
mayoría. No te contentes con llamar y buscar, porque es absolutamente necesario
la oratio a fin de comprender las cosas de Dios. Para exhortarnos a ella, el
Salvador no dijo únicamente: ‘Llamad y se os abrirá’ y ‘Buscad y encontrareis’,
sino también: ‘Pedid y recibiréis’ (Mt. 7,7; Lc 11,9)”
Este texto de Orígenes presenta,
quizá por primera vez en el lenguaje cristiano, la expresión que en lengua
griega suena theía anágnôsis y que se traduce al latín por lectio divina.
Cuando él escribía dicho texto, la lectio estaba todavía lejos de poseer las
connotaciones metodológicas y las características teológicas que iría
adquiriendo en la práctica, incluso como fruto de la experiencia. Sin embargo,
Orígenes presentó desde el principio la lectio divina con las características
básicas y esenciales que le son propias: examen minucioso del texto bíblico
(lectio), búsqueda perseverante de su profundo significado (meditatio),
conciencia de que la lectio y la meditatio unen su vértice y su fruto en la
oratio. El texto de Orígenes no deja de indicar incluso las condiciones previas
para una lectio divina provechosa: fe y búsqueda de Dios.
³ Significado
original de Lectio
El término Lectio, originalmente no
significaba lectura, sino refería al texto mismo de la Escritura, o al texto
litúrgico proclamado por la Iglesia. San Cesáreo de Arlés da testimonio de esta
acepción cuando escribe: “Me alegro de verlos acudir a la Iglesia para escuchar
las lecciones divinas” Además de su designación litúrgica, lectio divina era
también la forma de nombrar las mismas Escrituras: “Tengan siempre la lectio
divina entre sus manos”, recomienda san Cipriano. Cuando se comenzó a leer y escrutar
las Escrituras fuera del recinto de la Iglesia, este estudio fue heredero del
nombre de lectio divina.
“El vocablo latino lectio en su
sentido primero, quiere decir una enseñanza, una lección. En un sentido segundo
y derivado, lectio puede también designar a un texto o a un conjunto de textos
que trasmiten esta enseñanza. Así, se habla de lecciones (lectiones) de la
Escritura leídas durante la liturgia. Por último, en un sentido aún más
derivado y más tardío, lectio puede también querer decir lectura. Cada vez que
se encuentra la expresión lectio divina en los escritores latinos, antes de la
Edad Media, esta expresión designa a la misma Sagrada Escritura, y no a una
actividad humana sobre la Sagrada Escritura. Lectio divina es sinónimo de sacra
página.
Dios en las Escrituras, en la pequeña biblioteca que es la Biblia, nos propone ésta clase de diálogo: nos invita, nos llama desde su Palabra, desea nuestra compañía, para hacer la experiencia de conocer su “Tú” esencial en nuestro “yo” peregrinante. «Lectura hecha con Dios, corazón a corazón, con los ojos de la Esposa, en la intimidad de un diálogo de amor» Podemos graficar un triple ritmo de este diálogo.
Entonces
¿qué es la palabra? La Biblia testimonia que Dios se re-vela, quita el “velo”
que lo oculta, es decir, sale de sí y ex-pone su amistad a los hombres. Para
hacerlo, elige el medio más frecuente en el trato interpersonal: la palabra, el
diá-logos. El término español palabra traduce del mismo modo dos vocablos
griegos que tienen sentido diferente. El griego remâ, de ordinario, hace
referencia a una expresión proferida por el hombre. En cambio logos (presente
en todos los escritos del NT y utilizado en ellos 331 veces) posee un valor
semántico articulado en cuatro formas, todas ellas profundamente teológicas,
logos es:
1. La palabra dicha por Dios en el
sentido hebreo de dabar según el AT.
2. La palabra que es el Verbo en el
misterio de la Santísima Trinidad. Concretamente el Logos de Dios.
3. La palabra que es Jesús en su
misterio de Verbo encarnado–crucificado–resucitado–entronizado como
Señor
a la derecha del Padre y cuanto se deriva de él, palabra de la cruz 1 Cor 1,18;
palabra de reconciliación 2 Cor 5,19.
4. La palabra que Jesús pronunció –su
anuncio del reino de Dios– y también la predicación apostólica como
continuación de él.
Como
sabemos la LD tiene cuatro peldaños que hay que subir, leyendo–escuchando la
Palabra de Dios, cada peldaño lo podemos mostrar con una pregunta.
1.
Lectio,
lectura ¿Qué dice el texto en sí mismo?
2.
Meditatio,
meditación ¿Qué me dice a mí este sentido?
3.
Oratio,
oración ¿Qué le digo yo, como construyo mi respuesta?
4.
Contemplatio,
contemplación ¿Qué más, qué experiencia hubo?
³ Al
encuentro del sentido en el texto: Lectio
Si
hay un paso esencial en la pedagogía de la Lectio Divina, es el primero. La
lectura del texto elegido debe hacerse en forma pausada, tratando de desterrar
de la mente aquellos pensamientos que dice al leer el texto, ‘ya lo conozco’.
Pero aquí, el primer acto de leer, debe conducir a otro acto esencial: escuchar
esa Palabra; no siempre estos dos movimientos son evidente. Pero antes es
conveniente tomar un texto y delimitar su extensión, o tomar el evangelio de la
misa del día.
La
tarea de éste primer paso es comprender el sentido literal del texto, lo que
dice el texto en sí mismo, sin implicarme personalmente, sin sacar, aún, ningún
mensaje; tratar de comprender el sentido de la Palabra en sí misma. Análisis de
las palabras que constituyen el texto (sustantivos, adjetivos, verbos...),
cayendo en la cuenta de sus campos semánticos, sus sinónimos, etc. Atención a
las repeticiones de palabras o frases. Atención a los personajes y sus
acciones. Atención a las indicaciones de tiempo y lugar.
Dado
que el primer escalón está centrado en la pregunta ¿Qué dice el texto?, para
comenzar podemos mirar en dos direcciones, hacia arriba, viendo qué
texto/relato precede al texto que elegimos, de qué capitulo forma parte, qué
género literario se utiliza allí, qué personajes aparecen. Esta mirada sobre el
texto que precede es importante, dado que muchas veces tiene una influencia en
el texto elegido, o forma parte del mismo relato, o su sentido primero está
allí y por lo tanto nos da una clave importante. Segundo mirar hacia abajo, la
continuación del texto, ¿sigue el mismo tema? ¿Qué clase de relato es la
continuación del que leemos? ¿Qué datos aparecen allí que, en realidad,
pertenecen al texto elegido? ¿Están los mismos personajes?
El
segundo movimiento es poder distinguir qué género literario tenemos delante. Si
es un relato de milagro, tendremos un enfermo o necesitado que pide ayuda, o se
interpone en el camino de Jesús o los discípulos, aquí lo importante es
escuchar el mensaje detrás de la curación; si es un relato de una llamada a
seguir a Jesús, veremos que hay variada respuesta. Si el texto es una parábola,
debemos comprender que el género literario parábola es una especie de cuento
que utiliza una imagen o ropaje para narrar un mensaje, lo importante es el
mensaje central, todos los recursos que utiliza la parábola están en función de
uno o dos mensajes. Una narración puede contener una imagen que no es real,
sino solo quiere por su medio dar una idea de una realidad; pero la narración
también puede contener un dato histórico y contar un acontecimiento, encuentro,
etc. Los géneros literarios son como el marco esencial en que están contenidos
la verdad que Dios quiso manifestar.
La
DV12, lo dice así: “Para descubrir la
intención del autor, hay que tener también en cuenta, entre otras cosas, los
‘géneros literarios’. Pues la verdad se presenta y se enuncia de modo diverso
en textos de distinta índole histórica, o en libros proféticos o poéticos, o en
otros géneros de expresión”
“Nuestra
primera ocupación es la comprensión literal, el sentido literal, es decir, el
pasaje escriturístico en sí, el texto como significante más que como
significado: sin implicaciones personales, sin relaciones laterales, sin
aplicaciones concretas sobre tal o cual situación. Se trata de qué dice el
texto, se trata de dejarlo expresarse a él. La lectio es lectio y no lectura,
precisamente por su gratuidad, su desinterés inmediato. Una lectura desasida
cuya finalidad no termina; podríamos decir de la lectio lo que el maestro
Eckhart dice de la especificidad de las cosas de Dios: ‘las sin porqué’, las
‘sin para qué’, lo que san Bernardo dice del amor: El amor no busca su
justificación fuera de sí mismo. El amor es suficiente en sí mismo, es
agradable en sí mismo y para sí mismo. El amor es su propio mérito y su propia
recompensa; no busca una causa fuera de sí mismo ni otro resultado que el amor
mismo. El fruto del amor es el amor.
Y
en el mismo tenor Arnoldo de Bohéries aconseja: Cuando leas y medites, busca el
sabor y no la ciencia. La Sagrada Escritura es el pozo de Jacob de donde se
extrae el agua que inmediatamente se derrama en oración. No será necesario ir
al oratorio para empezar a orar, sino que la misma lectura dará ocasión para
orar y contemplar”
Reiteramos,
la lectura del texto elegido debe hacerse de forma reposada, lenta, tratando de
gustar y comprender cada palabra, cada sentido; tratando de ver cada imagen que
describe el texto, escuchando a cada persona que toma la palabra, al momento,
que nos fijamos la repercusión de esa palabra en sus oyentes. Hay textos que se
prestan para imaginarlos y tratar de visualizarlo, como veo un cuadro o una
escena en la televisión. Si podemos graficar así un texto, eso nos ayudará a
mirar la imagen y comenzar a leerlos e interpretarlo, haciendo que la imagen
nos comunique su mensaje.
Todo
texto tiene una dimensión viva y se lo encuentra solo cuando llego al sentido
del mismo. Al llegar al sentido puedo conocer unos aspectos del autor y sobre
todo el sentido vivo de su mensaje.
En
la Biblia este encuentro con el texto por medio del sentido, se traduce en el
encuentro con la verdad salvadora presente en el sentido, pero además, esta
verdad salvadora no es portadora de realidades abstractas, sino de una verdad
viva que sale al encuentro del lector; propiamente, el contenido de esta verdad
es Dios mismo, que sale del sentido del texto y se muestra como experiencia de
un bien de salvación. Luego, cuando mi memoria vuelva al sentido de ese texto,
volverá primero, a la experiencia, del encuentro. Nosotros, erróneamente
recordamos una experiencia de Dios como un dato del pasado, sin embargo,
nosotros vivimos en el tiempo y somos temporales, cuando Dios nos habla por
medio de su Palabra, esa experiencia sigue presente. Lo que Dios da, lo da de
manera definitiva, somos nosotros que podemos perder ese don u olvidarlo.
Dios
siempre encuentra el momento, la circunstancia o el medio para acercarse a
nuestra vida; muchas veces utiliza instrumentos pobres, a veces,
acontecimientos en nuestra vida o hechos dolorosos; todos los medios le sirven
para hablarnos, para encontrarse con nosotros, para darnos su consuelo. Pero,
ninguna de estas circunstancias ni de estos medios tiene la calidad, la fuerza
y la potencia que tiene su propia Palabra, pues esa Palabra sale de su corazón
y es portadora de lo que él es.
Por
medio de su Palabra y de los sacramentos, Dios nos comunica su verdad y plena
salvación, en esta verdad y salvación está contenida toda la obra de Cristo, su
mensaje, su muerte y resurrección; pero toda esta salvación que Dios nos
comunica, y está expresada en la redención de Cristo, llega a nosotros por
medio del Espíritu Santo que es el propio lenguaje de Dios.
Es
por esto que la Dei Verbum, del Vaticano II, en su número 12 dice: “Habiendo,
hablado Dios en la Sagrada Escritura por medio de hombres y a la manera humana,
el intérprete de la Sagrada Escritura debe investigar con atención qué
pretendieron expresar realmente los hagiógrafos y plugo a Dios manifestar por
sus palabras, para comprender lo que Él quiso comunicarnos…. Y como la Sagrada
Escritura hay que leerla e interpretarla con el mismo Espíritu con que se
escribió para sacar el sentido exacto de los textos sagrados, hay que atender
no menos diligentemente al contenido y a la unidad de toda la Sagrada Escritura,
teniendo en cuanta la Tradición viva de toda la Iglesia y la analogía de la fe”
Sólo
el Espíritu Santo nos conduce a comprender la verdad de Dios y su misterioso
contenido que es la salvación de los hombres. “Sin la Palabra, el Espíritu está
ciego; sin el Espíritu, la Palabra está muda”. El Espíritu Santo hace que la
letra dicha o leída sea la voz de Dios, ¿cómo? en el mismo momento que esa
Palabra entra en la vida de un creyente, el Espíritu Santo hace que el que cree
esté ante la verdad de Dios. Así, esta experiencia y comprensión de esta
verdad, es propiamente gracia de Dios, no hallazgo del hombre. Ya que el
Espíritu Santo es el lenguaje actual de Dios, el Espíritu es el que traduce,
podríamos decir, la Palabra escrita en Palabra viva, porque el Espíritu es la
voz de Dios. En este contexto debemos comprender la pedagogía de la Lectio
Divina, pues es solo una ayuda eficaz para abrir el oído del corazón y escuchar
el lenguaje de Dios diciéndose para mi salvación, invitándome a recibirlo como
amigo.
Quisiera
introducir aquí una explicación sobre el papel del Espíritu Santo, teniendo
presente la expresión de la DV 12, la
Sagrada Escritura hay que leerla e interpretarla con el mismo Espíritu con que
se escribió. Les pido que lo lean lentamente, con suma atención dado que
hay una parte compleja, pero espero le ayude a comprender el papel fundamental
del Espíritu Santo.
³ La
presencia del Espíritu Santo
Trataremos de hacer una lectura más crítica de
la mención del Espíritu Santo. Un examen crítico de la “interpretación con el
mismo Espíritu” nos colocará delante de la dialéctica de lo exterior y lo
interior, pero de una manera mucho más compleja, porque aquí precisamente se
introduce un nuevo término, el Espíritu, que llega de otro horizonte, y que se
menciona aquí tanto para las personas humanas (el hagiógrafo, el lector, el
intérprete) como para el texto mismo de la Escritura.
El
sujeto gramatical de los verbos es una realidad inanimada, un libro: Sacra
Scriptura. Sin embargo, los tres verbos describen acciones humanas (escribir,
leer, interpretar) que llevan a cabo tres personas (el autor, el lector y el
intérprete del libro). Pero el texto Conciliar no emplea los verbos en voz
activa: no dice que el hagiógrafo escribió, que el creyente lee y que el
exegeta interpreta, lo que es sin embargo rigurosamente correcto.
Esta
constatación nos dejaría o nos conduciría al nivel horizontal del párrafo
anterior “Conviene que el intérprete investigue lo que el hagiógrafo intenta
decir y dice, según su tiempo y su cultura…” Pero aquí las acciones del
hagiógrafo y del intérprete estaban expresadas por verbos en forma activa; eran
actividades puramente humanas. En nuestro caso, por el contrario, las tres
formas verbales están en voz pasiva: el texto ha sido escrito, debe ser leído,
debe ser interpretado. ¿Por qué? La razón evidente de esta inversión de la
perspectiva, es decir, del paso de activa a pasiva, es que aquí se abre una
abertura sobre una influencia que viene de arriba, y a la que están sometidos
el hagiógrafo, el lector y el intérprete: es la influencia del Espíritu o de
Dios, ahora bien, ante la acción del Espíritu Santo y de Dios, los tres agentes
de las acciones humanas –que sin embargo las ejercen realmente– solamente
pueden estar pasivos, o digamos más bien, en una actitud de sumisión, de
acogida, de disponibilidad. Este es el nuevo elemento trascendente que aparece.
¿Qué
papel juega aquí el Espíritu? No es ciertamente el agente directo de las tres
acciones, no sustituye a los hombres: el Espíritu no es el que “lee”, ni el que
“interpreta”, ni siquiera el que “escribió”. Su papel viene a añadirse al de
estas tres personas humanas, no los reemplaza. Pero hay otro hecho señalable:
ni el Espíritu ni ninguna de estas tres personas es el sujeto de los tres
verbos. El papel del Espíritu se indica cada vez por una misma forma
gramatical: un ablativo latino (eodem Spiritu et quo) ¿Qué clase de ablativo
tenemos aquí? Es importante precisarlo. Porque la identidad de las formas
gramaticales implica una identidad de las funciones atribuidas en cada caso al
Espíritu: para comprender éstas, hay, por tanto, que precisar el alcance de
estas fórmulas. Una única respuesta nos parece posible: eodem Spiritu quo no es
un ablativo de lugar (sería entonces in Spiritui, como en Jn 4,23, Vulg.), sino
un ablativo de modo con un matiz de causa (ya que el Espíritu es un ser
personal) o si se quiere “un ablativo instrumental que indica la causa”; una
verdadera causalidad del Espíritu, en efecto, se ejerce sobre el hagiógrafo,
sobre el lector y sobre el intérprete de la Escritura, y ésta determina el modo
cómo llevan a cabo sus respectivas actividades. Por eso, en el ejercicio mismo
de sus actividades humanas, estas tres personas están sometidas a la acción del
Espíritu, por lo que los tres verbos están en pasiva.
Pero
no es indiferente que el sujeto gramatical de los tres verbos pasivos no sea
sin embargo el grupo de personas, sino un objeto inanimado: “la sagrada
Escritura”. La Escritura se presenta como el sujeto de scripta est (fue
escrita), legenda (est) (debe ser leída), interpretanda (est) (debe ser
interpretada); y para cada una de estas acciones examinadas, la Escritura (el
sujeto) se presenta como sometida ella también a esta causalidad del Espíritu
(indicada con el ablativo)
Esto
nos permite decir que la causalidad del Espíritu (causa primera), a través de
su acción en el hagiógrafo (causa segunda), se ejerce igualmente sobre el texto
mismo de la Escritura, texto que el autor antiguo escribió y que los creyentes
de hoy leen e interpretan. Lo que vuelve a decir que la Escritura misma está
inhabitada por el Espíritu, que el texto que ha sido escrito es portador del
Espíritu, y que debe ser después leído e interpretado en el Espíritu.
Este
análisis nos ha permitido llegar a una constatación muy importante: la acción
del Espíritu Santo, según este principio teológico del concilio, se ejerce lo
mismo sobre las personas (el hagiógrafo y el intérprete de la Biblia) como
sobre el texto mismo de la Escritura. Podemos visualizar estas relaciones
múltiples en un esquema:
Esta introducción un poco larga,
acentuando el papel del Espíritu Santo, es para comprender el protagonismo
esencial que tiene en la Lectio Divina y en toda interpretación, no hay
posibilidad de encuentro con Dios si no puedo prepararme, abrir el corazón y
desear el encuentro pidiéndole al Espíritu Santo, que habita en mí, que me
ayude y disponga mi interior.
³ Segundo
paso la Meditatio
Continuando con la exposición
anterior, damos un paso más para ingresar al segundo escalón, llamado meditatio
meditación. Como dijimos a este escalón se accede con la pregunta ¿qué me dice
a mí?, de modo que esa pregunta dice varias cosas a tener en cuenta, veamos.
1.
Lo primero que dice es que finalizó el momento anterior que consistía en
preguntar ¿qué dice el texto, cuál es su sentido? Así, el segundo momento me
encuentro ante el sentido, ante la comprensión del texto en sí mismo, ante su
mensaje. La Palabra se abrió ante los golpes que di con mi mano, o mejor dicho,
con mi inteligencia, preguntando, buscando, viendo el contexto, etc. y luego de
un tiempo trabajoso, deja salir el sentido, ese sentido que es portador de la
verdad de Dios.
2.
La pregunta está indicando mi involucramiento con lo que tengo delante,
que es, el sentido del texto. Es el momento de ingresar al texto, participar,
ponerme en el papel de un personaje, tratar de apropiarse de los sentimientos.
Involucrarme es una decisión personal que nadie puede sustituir, si no participo,
el sentido del texto, la Palabra de Dios queda resonando fuera de mí, pero si
me involucro, el sentido de la Palabra ingresa a mi corazón y produce lo que
ella es, salvación.
3.
Cuando abro la puerta de mi corazón para recibir la verdad de Dios, ocurre
algo asombroso, algo propiamente místico[1], porque
esta experiencia, o sea, la unión con Dios en mi corazón, provoca una cadena de
movimientos espirituales que los percibo todos, en lo espiritual o en el
corazón, dejando a su paso ese sabor propio de la vida de Dios. Sin embargo,
esa experiencia, fue provocada por la apertura de un texto, que dio a luz su
sentido, que es el portador de la verdad y presencia de Dios. Al final de la
experiencia, yo podría relatar que leyendo la Palabra de Dios, me encontré verdaderamente
con Dios que me hablaba. Lo cual estaremos fundamentando el papel esencial y
oculto del Espíritu Santo, quien es el gran protagonista y el propio hablar de
Dios.
Estos tres momentos, estar ante el
sentido del texto, involucrarme permitiendo que ese sentido ingrese a mi
corazón, y comprender la experiencia de Dios en su Palabra, genera una
corriente en mi fe, en mi actitud, y deja una marca en mi vida e historia, es
como un mojón que se plantó en mi vida. ¿Qué quiero decir con esto? Que la experiencia
de Dios mediante el sentido de su Palabra, es un don del Espíritu Santo, y como
tal, forma ahora parte de mi vida, me pertenece, pero además, esa experiencia
me ayuda a ver algo nuevo, en mí, en los otros, en la realidad; es como si esa
experiencia de Dios abriera un ojo nuevo en mí que me hace ver, pero también me
hace desear más. La experiencia de Dios me ayuda a ver y entender lo que no
veía, y hace brotar en mi interior el deseo de Dios, deseo de su gracia, de su
presencia.
Este momento de la meditación, donde
dejo ingresar la Palabra de Dios en mí, me hace participar del amor de Dios,
que es la propia intención de toda Palabra de Dios. La DV, 2 lo dice así: “En consecuencia, por esta revelación, Dios
invisible, por la abundancia de su amor habla a los hombres como amigos y trata
con ellos, para invitarlos y recibirlos en su compañía.” Este encuentro de
amigos, este cara a cara, es lo que nos va transformando en imagen de Cristo, y
esta es la única intención de Dios que realiza el Espíritu Santo.
Antes de seguir, podríamos
preguntarnos ¿qué quiere decir meditación? Si buscamos el significado en un
diccionario, nos dirá que meditación es “aplicación del espíritu a un tema o
asunto” pero la meditación en el contexto de la Lectio es bien distinto.
Incluso no se asemeja a la meditación instituida por San Ignacio de Loyola en
sus famosos “Ejercicios Espirituales”.
La palabra latina meditatio proviene
del griego “meléte” (meletn), según el diccionario manual
griego–español Vox de 1993, melete quiere decir: cuidado, preocupación,
atención solicitud; pero también práctica, ejercicio. Este segundo sentido, el
ejercicio o práctica se entiende por la repetición de ciertos movimientos, el
ejercicio militar o el ejercicio de la voz o el ejercicio del pianista, etc. De
aquí se refiere, en el ámbito de la Lectio, a la repetición de una frase de un
texto. De modo que la meditación, antes de ser una reflexión de la razón o inteligencia
sobre cierto tema, es una repetición del sentido del texto encontrado. Y ¿Cuál
es el sentido de esa repetición? El mismo sentido que tiene la repetición del
que ensaya su voz o del pianista que repite una y otra vez, una pieza que debe
tocar en un concierto, la repetición tiene por objeto la memorización y hasta
la incorporación a sí misma de lo que se repite, configurarse con lo repetido.
La meditación viene a ser una
repetición con el fin de conocer profundamente lo que se repite. Por eso la
palabra meditación en la antigüedad se la asociaba con la ‘rumia’ de los
animales. Rumiar, repetir, con el deseo de conocer por experiencia lo que se
repite, gustarlo. San Agustín dice: “El que medita la ley del Señor día y
noche, es como uno que rumia y gusta el sabor de la Palabra con el paladar del
corazón” El acento de la frase no recae sobre una dimensión intelectual, sino
sobre un aspecto vital: el paladar del corazón que soborea, donde se siente el
gusto vital de las cosas de Dios, así esta experiencia nos implica
personalmente. Repetir un texto con el fin de que la Palabra ‘destile’ su sentido
y el corazón lo reciba; que nos sintamos ‘tocados’ por una palabra, o sea,
escuchar en el corazón la Palabra de Dios.
Los rumiantes mastican la hierba para
gustar su sabor, dejando que la savia se incorpore a su organismo, así también,
repitiendo, masticando la Palabra, gustando su sabor con el paladar del
corazón, y asimilando su néctar, su sentido vivo nos inunda la fe y hasta el
cuerpo, así, vamos incorporando a todo nuestra persona, el gusto de Dios, el
gusto de la amistad que se manifiesta luego del esfuerzo por indagar por el
sentido de tal o cual relato, y encontrarnos no solo con un sentido, sino con
un abrazo de amigo.
La Virgen María nos sale al encuentro
en este momento, para alentarnos y enseñarnos, Lc 2,19 María, por su parte,
guardaba todas estas cosas y las meditaba en su interior, y Lc 2,51Jesús volvió
con ellos a Nazaret y vivió sujeto a ellos. Su madre conservaba cuidadosamente
todas las cosas en su corazón.
Este guardar, conservar
cuidadosamente en el corazón, nos indica un bien muy estimado, como un tesoro
que luego al meditarlo le ayudaba a comprender el misterio de su Hijo. Esta
misma disposición de María nos puede ayudar a nosotros, no solo a comprender el
sentido del texto, sino a descubrir qué me dice Dios a mí hoy con ese texto, o
darse cuenta, qué dice Dios a su Iglesia hoy. El que sabe conservar en su
corazón los textos de los evangelios, siempre tendrá una luz nueva para
iluminar y discernir el camino a tomar. Así, nos damos cuenta de otra
dimensión, la dimensión eclesial de la lectura orante; no hacemos una lectura e
interpretación fuera de la Iglesia, sino como miembros de la Iglesia, de este
modo mí comprender, mi experiencia viva en diálogo con Dios, es el reflejo del
diálogo eterno de la cabeza, Cristo, con su cuerpo que es la Iglesia.
Recapitulando, la meditación es un
momento de gracia y participación, me involucro, escucho el sentido del texto
como palabra que Dios dice para mí, y lo dice como verdad salvadora en un clima
de amistad, por eso esa verdad la recibo con gratitud, con disposición,
queriendo llevarlo a la vida. Porque no debemos olvidar que toda la Palabra de
Dios, solo llega a su plenitud cuando la traducimos en la vida.
³ Tercer
paso, la oratio
“Tu oración – nos dice san Agustín –,
es una locución con Dios; cuando oras, hablas tú, cuando lees, te habla Dios”
El concilio Vaticano II, retoma la frase del obispo de Hipona, tantas veces
retomada por la tradición, y la repite en el documento Dei Verbum 25 “Pero no olviden que debe acompañar la
oración a la lectura de la Sagrada Escritura para que se entable diálogo entre
Dios y el hombre; porque a él hablamos cuando oramos, y a él oímos cuando
leemos las palabras divinas”
La oratio, la oración viva y verdadera, brota del contacto de la
Palabra de Dios. Cuando la lectio nos
dio su palabra, cuando la meditatio
acoge al Verbo, el mismo Verbo suscita la respuesta, la respuesta de la fe: la
palabra, al resonar en nuestro corazón, lo dilata con esa misma resonancia,
dilata el espacio interior donde está Dios presente en su Palabra, entonces
nuestro espíritu toma esa Palabra para responder, responder con asombro o
júbilo, con compunción o con lágrimas, con acción de gracias o con peticiones
o, tal vez, con la más sublime plegaria, la que se olvida de ella misma: con
alabanza.
“Cuando oren no hablen mucho como los
paganos; ellos creen que por mucho hablar serán escuchados” dice el Señor y
luego “Salí del Padre y vuelvo al Padre”. Para orar, no hay que hacer otra cosa
que acoger la palabra y dejarla decirse en nosotros, para que desde nosotros se
diga, para que en nosotros “vuelva al Padre”. Se trata de insertarnos en este
pasar, este paso pascual de la Palabra, volver a decirla pero ahora diciéndonos
vitalmente en ella, poniendo en ella toda nuestra vida, nuestros afectos y
deseos, nuestros temores y esperanzas, nuestra mente y nuestro corazón. Se
trata, como decía san Bernardo, de “concebir la Palabra en el corazón”; se
trata de que la palabra cumpla en nosotros su itinerario pascual: descenso de
la Palabra, ascenso de la alabanza. Se trata, en toda su densidad, de que
nuestro corazón devenga liturgia, celebre la liturgia del corazón.
Pero puede suceder que, a veces, no
podamos orar, que nuestra oración calla, que el silencio nos cubre el corazón.
No debemos preocuparnos, los pasos o escalas de la lectio divina, sirven para
subir, pero también para volver, para bajar a los pasos anteriores, y así,
podemos volver a la meditatio o a la lectio, y tratar de encontrar una braza
encendida que no vimos, para que caliente el corazón y le dé palabras a la
oración. También es cierto que muchas veces nos encontramos orando, casi sin
pensarlo, o meditando una palabra sin proponernos; la oración o una palabra
llegan en silencio y se presenta en el corazón.
La oración nace de la rumia de una
palabra o un relato, y por ello, lo hermoso es construir nuestra oración con el
mismo texto que estamos meditando; escucho y comprendo la Palabra de Dios y respondo
con su misma Palabra.
Llegar hasta aquí significó varias cosas;
unas cuantas barreras que cayeron, un dominio particular de la mente y cuerpo
para estar, simplemente escuchando; una actitud esencial: desear estar con
Jesús–llamarlo–dejar entrar al Espíritu Santo. El abrazo de Dios llega cuando
elijo estar con él, libremente, con todos mis temores, fallas, pecados, y
virtudes, y el encuentro se da porque Dios también eligió estar conmigo. Dos
libertades se encuentran.
³ Una
cumbre: la contemplatio
“Una palabra habló el Padre, que fue
su Hijo, y esta palabra siempre habla en eterno silencio y en silencio ha de
ser oída”, san Juan de la Cruz y San Ignacio de Antioquía nos dice: “El que en
verdad posee la palabra de Jesús, puede también escuchar su silencio”.
El crecimiento progresivo de la lectio divina, y en esto sigue la ley de
todo crecimiento espiritual, es un movimiento que parte de afuera hacia dentro
y llega a la dimensión profunda, fortaleciendo la fe, acrecentando la
experiencia viva de Dios y así, dando una real amistad con Cristo, a la vez que
una conciencia nueva de sí mismo. Por esto, la contemplación, pertenece al
orden del silencio y la pasividad.
Sin embargo, silencio y pasividad se
hacen presente, porque estoy ante el rostro de Jesús, estoy ante sus ojos, ante
su abrazo, ante su palabra que se abre y se dice muy dentro del alma. La
experiencia es única, unifica todos mis sentidos que están abiertos a lo que
escucha o ve, pero a la vez, la pasividad no es tal, ya que esa experiencia
está inundando todo el corazón, ilumina mis heridas, desata las ataduras, me asoma
a una libertad nunca vivida, y la única experiencia es estar lleno, pleno,
feliz, en paz. Esta experiencia, en silencio y pasivamente, es tan profunda que
marcará mi vivencia de fe y abrirá un conocer con sabor de la Palabra, como
decía san Agustín, con el paladar del corazón.
Por ello, esta cuarta etapa en la
Lectio Divina, propiamente, no es algo por hacer, sino una parte de la cosecha
de esta pedagogía de la amistad con Dios; nosotros no provocamos esta
experiencia contemplativa, o mejor dicho, es la disposición de nuestro corazón,
mi compromiso por escuchar atentamente, el rumiar el sentido de la palabra. En
ese permiso que le damos a Dios, para que ingrese en mi alma profunda, Él
responde generosamente dándose a sí mismo.
Pero deberíamos tratar de dar un
nombre a esta experiencia contemplativa, y como están en relación tres
realidades esenciales: Dios, el cristiano y el Espíritu Santo en la Palabra, el
único nombre apropiado es el misterio del amor. Solo el verdadero amor, el amor
de Dios, me sorprende y descoloca, porque me trata como si yo fuera digno de su
misterio, y no solo eso, sino que despliega una profunda seducción a mi vida,
pacientemente me espera, mientras yo distraído vivo ocupado en tantas cosas, así,
Cristo me muestra que nada puede ganarle a su amor. Este amor, mostrado en la
vida, la muerte y resurrección de Jesucristo es invencible, ni siquiera el
pecado lo aleja.
La Lectio Divina es propia pedagogía
del amor de Dios, de su amor de amistad que me invita a participar en sus
bienes, participar en su felicidad; esa felicidad que está grabada en lo
profundo de mi alma y que nada la borra, ni siquiera el pecado. La Lectio
Divina nos ayuda a volver al camino del amor, y aprender a no anteponer nada a
este amor oblativo, y por eso, nos enseña el verdadero camino de la vida
cristiana.
La Lectio Divina nos ayuda a volver
al camino del amor. San Benito, en el prólogo nos habla así: “A ti, pues, se dirigen estas mis palabras,
quienquiera que seas, si es que te has decidido a renunciar a tus propias
voluntades y esgrimes las potentísimas y gloriosas armas de la obediencia para
servir al verdadero rey, Cristo el Señor” (Prólogo 3) Al final del prólogo,
mirando el camino recorrido en la fe, nos dice: “Más, al progresar en la vida monástica y en la fe, ensanchado el
corazón por la dulzura de un amor inefable, vuela el alma por el camino de los
mandamientos de Dios” (Prólogo 40)
La constancia en la escucha de la
Palabra, nos regala la experiencia de la pedagogía y sentir ensanchado el
corazón por la dulzura de un amor inefable, así, este ensanchamiento del
corazón habla de la fuerza del amor inefable y de mi sí a ese amor. De pie ante
este amor de Dios, sin dejar de experimentar mi corazón dilatado, tocado por
ese amor, transformado en oyente de su Palabra, me encamino a obrar la Palabra,
a mostrar en la vida la fuerza de la Palabra, o sea, a convertirme en discípulo
del único Maestro.
³ La
Palabra fecunda la vida
Quisiera
esbozar el después de la Lectio Divina, el después de toda esa rica vivencia de
la Palabra. Para ello los invito a escuchar y comprender el texto de Is.
55,10-11 “Así como la lluvia y la nieve
descienden del cielo y no vuelven a él sin haberlo empapado la tierra, sin
haberla fecundado y hecho germinar, para que dé la semilla al sembrador y el
pan al que come, así sucede con la palabra que sale de mi boca: ella no vuelve
a mí estéril, sino que realiza todo lo que yo quiero y cumple la misión que yo
le encomendé”
Se
utiliza una imagen natural que vemos, para describir un hecho espiritual que no
vemos directamente, pero que sí vemos en su consecuencia final. La afirmación
central detalla lo que es la Palabra de Dios:
ü
así
sucede con la palabra que sale de mi boca
ü
ella
no vuelve a mí estéril
ü
realiza
todo lo que yo quiero y cumple la misión que yo le encomendé
La Palabra que sale de la boca de
Dios, es palabra creadora, portadora del poder de Dios. Mirando la imagen de la
lluvia que fecunda la tierra, y secretamente, sin que nadie lo vea, desencadena
la fuente de vida, germina la semilla, dice: así sucede con la palabra que sale
de mi boca. Pero ya lo había dicho en los primeros versículos del Génesis, en
el relato de la creación: “Y dijo Dios:
Que haya luz. Y la luz existió. Dios vio que la luz era buena, y separó la luz
de las tinieblas; y llamó día a la luz y noche a las tinieblas” (Gn 1, 3-5)
Dios pronuncia una realidad y la
realidad nombrada viene a la existencia, o sea, dos movimientos: nombrar por
medio de su Palabra una realidad distinta de sí mismo y la existencia de esa
realidad nombrada. “Qué exista la luz, y
la luz existió”. Toda palabra que sale de la boca de Dios, tiene esta
cualidad, no hay palabras estériles, no hay palabra que falla.
Según Isaías, la Palabra contiene la
voluntad o querer de Dios: “realiza todo lo que yo quiero” es portadora de esta
cualidad, como lo recuerda la Dei Verbum 2. “Dispuso Dios en su
sabiduría revelarse a Sí mismo y dar a conocer el misterio de su voluntad,
mediante el cual los hombres, por medio de Cristo, Verbo encarnado, tienen
acceso al Padre en el Espíritu Santo y se hacen consortes de la naturaleza
divina. En consecuencia, por esta revelación, Dios invisible habla a los
hombres como amigos, movido por su gran amor y mora con ellos, para invitarlos
a la comunicación consigo y recibirlos en su compañía. Este plan de la
revelación se realiza con hechos y palabras intrínsecamente conexos entre sí,
de forma que las obras realizadas por Dios en la historia de la salvación
manifiestan y confirman la doctrina y los hechos significados por las palabras,
y las palabras, por su parte, proclaman las obras y esclarecen el misterio
contenido en ellas. Pero la verdad íntima acerca de Dios y acerca de la
salvación humana se nos manifiesta por la revelación en Cristo, que es a un
tiempo mediador y plenitud de toda la revelación”
Es muy importante tener presente esta
verdad y característica de toda Palabra de Dios. Y esta Palabra se caracteriza
por dar, engendrar, regalar su sentido, por medio de la persona que siempre
habla, El Espíritu Santo: lo dice así la DV 11 “Las
verdades reveladas por Dios, que se contienen y manifiestan en la Sagrada Escritura,
se consignaron por inspiración del Espíritu Santo” Así, la Palabra que es portadora de
la voluntad de Dios, están contenidas en las sagradas Escrituras y desde allí
se manifiestan, salen al encuentro del hombre de fe. La sagrada Escrituras es
portadora de la voluntad de Dios y son manifestadas por el mismo que la
inspiró, el Espíritu Santo, que no solo estuvo en el autor humano, sino que
sigue presente en el sentido de la verdad y sale al encuentro del que la lee
con fe.
Sin embargo, la misión de la Palabra
no finaliza en dar a conocer la voluntad de Dios, sino que en esta “verdad
revelada” su cometido esencial es “cumplir la misión que yo le encomendé”, la
Palabra contiene una misión y ¿Cuál es esta misión?, la misión es poner por
obra esa voluntad revelada por Dios. Así, la Palabra de Dios tiene como meta
final aparecer en una obra, transformar la vida, o aparecer en la realidad
mediante el obrar del cristiano convertido. Solo así, se implanta el reino
anunciado por Cristo, así la obra de Dios presente en la sagrada Escritura, que
resplandece en Cristo, es instaurada, mostrada por medio de la vida de cada
creyente, por la fuerza del Espíritu Santo.
Queridos hermanos, la amistad de Dios
nos sorprende y abre en nuestra vida, la otra vida que está en el fondo del
alma, el ojo interior para ver su rostro, para recibir su misterio de amor que
es el sentido de toda vida y toda la vida.
Queridos hermanos oblatos, esta
pedagogía de la Lectio Divina, conducida por el Espíritu Santo, es un
instrumento seguro para llevarnos a la cumbre de la vida de fe. Traten de
meditar y rezar este tema, con todo el corazón; si no encuentran el “tono”
interior pidan al que da con abundancia, pidan que el Espíritu Santo les abra
la inteligencia y el corazón y así puedan vivir con gozo el fuego de su amor.
En Cristo y María Santísima
Hno. Luis
[1] Místico no es algo extraordinario, es más bien esas
experiencias profundas que nos cuesta poner en palabras; es una experiencia que
sobrepasa lo que esperaba o lo que normalmente vivo. Incluso cuando vivimos
profundamente el amor tenemos estas experiencias, porque el amor no se dirige a
mi conocimiento ni a mi saber, sino a mi espíritu y allí produce placer, sabor,
gusto espiritual, alegría y plenitud. La experiencia propia de Dios, está en
esta línea y por eso podemos llamarla: experiencia mística.
No hay comentarios:
Publicar un comentario