SAN GREGORIO MAGNO, LIBRO SEGUNDO DE LOS DIÁLOGOS:
CAPÍTULO
XXXIII: EL
MILAGRO DE SU HERMANA ESCOLÁSTICA
GREGORIO.-
¿Quién habrá, Pedro, en esta vida más grande que san Pablo? Y sin embargo tres veces
rogó al Señor que le librara del aguijón de la carne (2Co 12,8) y no pudo
alcanzar lo que deseaba. Por eso, es preciso que te cuente del venerable abad
Benito cómo deseó algo y no pudo obtenerlo. En efecto, una hermana suya,
llamada Santa Escolástica, hermana de San Benito. Escolástica, consagrada a
Dios todopoderoso desde su infancia, acostumbraba a visitarle una vez al año. Para
verla, el hombre de Dios descendía a una posesión del monasterio, situada no
lejos de la puerta del mismo. Un día vino como de costumbre y su venerable
hermano bajó donde ella, acompañado de algunos de sus discípulos S'. Pasaron
todo el día ocupados en la alabanza divina y en santos coloquios, y al
acercarse las tinieblas de la noche tomaron juntos la refección. Estando aún sentados
a la mesa entretenidos en santos coloquios, y siendo ya la hora muy avanzada,
dicha religiosa hermana suya le rogó: "Te suplico que no me dejes esta
noche, para que podamos hablar hasta mañana de los goces de la vida
celestial". A lo que él respondió: "¡Qué es lo que dices, hermana! En
modo alguno puedo permanecer fuera del monasterio". Estaba entonces el
cielo tan despejado que no se veía en él ni una sola nube. Pero la religiosa
mujer, al oír la negativa de su hermano, juntó las manos sobre la mesa con los
dedos entrelazados y apoyó en ellas la cabeza para orar a Dios todopoderoso.
Cuando levantó la cabeza de la mesa, era tanta la violencia de los relámpagos y
truenos y la inundación de la lluvia, que ni el venerable Benito ni los monjes
que con él estaban pudieron trasponer el umbral del lugar donde estaban
sentados. En efecto, la religiosa mujer, mientras tenía la cabeza apoyada en
las manos había derramado sobre la mesa tal río de lágrimas, que trocaron en
lluvia la serenidad del cielo. Y no tardó en seguir a la oración la inundación
del agua, sino que de tal manera fueron simultáneas la oración y la copiosa lluvia,
que cuando fue a levantar la cabeza de la mesa se oyó el estallido del trueno y
lo mismo fue levantarla que caer al momento la lluvia. Entonces, viendo el
hombre de Dios, que en medio de tantos relámpagos y truenos y de aquella lluvia
torrencial no le era posible regresar al monasterio, entristecido, empezó a
quejarse diciendo: "¡Que Dios todopoderoso te perdone, hermana! ¿Qué es lo
que has hecho?". A lo que ella respondió: " Te lo supliqué y no
quisiste escucharme; rogué a mi Señor y él me ha oído. Ahora, sal si puedes.
Déjame y regresa al monasterio". Pero no pudiendo salir fuera de la
estancia, hubo de quedarse a la fuerza, ya que no había querido permanecer con
ella de buena gana. Y así fue cómo pasaron toda la noche en vela, saciándose
mutuamente con coloquios sobre la vida espiritual. Por eso te dije, que quiso
algo que no pudo alcanzar. Porque si bien nos fijamos en el pensamiento del
venerable varón, no hay duda que deseaba se mantuviera el cielo despejado como
cuando había bajado del monasterio, pero contra lo que deseaba se hizo el
milagro, por el poder de Dios todopoderoso y gracias al corazón de aquella
santa mujer. Y no es de maravillar que, en esta ocasión, aquella mujer que
deseaba ver a su hermano pudiese más que él, porque según la sentencia de san
Juan: Dios es amor (1Jn 4,16), y con razón pudo más la que amó más (Lc 7,47)
53.
PEDRO.-
Ciertamente, me gusta mucho lo que dices.
CAPÍTULO
XXXIV: CÓMO
VIO SALIR EL ALMA DEL CUERPO DE SU HERMANA
GREGORIO.-
Al día siguiente, la venerable mujer volvió a su morada y el hombre de Dios
regresó también al monasterio. Tres días después, estando en su celda con los
ojos levantados al cielo, vio el alma de su hermana, que saliendo de su cuerpo
en forma de paloma penetraba en lo más alto del cielo. Gozándose con ella de
tan gran gloria, dio gracias a Dios todopoderoso con himnos de alabanza y
anunció su muerte a los monjes, a quienes envió en seguida para que trajeran su
cuerpo al monasterio y lo depositaran en el sepulcro que había preparado para
sí. De esta manera, ni la tumba pudo separar los cuerpos de aquellos cuyas
almas habían estado siempre unidas en el Señor.
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