domingo, 26 de julio de 2015

¿De qué sirve tener ojos, si el corazón está ciego?

Ilustración Ballester Peña

“El ermitaño, que se hallaba meditando en su cueva de la montaña, abrió los ojos y descubrió, sentado frente a él, a un inesperado visitante: el abad de un célebre monasterio. “¿Qué deseas?”, le preguntó el ermitaño. El abad le contó una triste historia. En otro tiempo, su monasterio había sido famoso en todo el mundo occidental, sus celdas estaban llenas de jóvenes novicios, y en su iglesia resonaba el armonioso canto de sus monjes. Pero habían llegado malos tiempos: la gente ya no acudía al monasterio a alimentar su espíritu, la avalancha de jóvenes candidatos había cesado y la iglesia se hallaba silenciosa. Sólo quedaban unos pocos monjes que cumplían triste y rutinariamente sus obligaciones. Lo que el abad quería saber era lo siguiente: “¿Hemos cometido algún pecado para que el monasterio se vea en esta situación?”… “Sí”, le respondió el ermitaño, “han cometido un pecado de ignorancia”… ¿Y qué pecado puede ser ése?”, preguntó intrigado el abad. “Entre ustedes está el Mesías y no lo han reconocido”, respondió el ermitaño. Dicho esto cerró sus ojos y volvió a su meditación. Durante el largo viaje de regreso a su monasterio (siempre el viaje de regreso parece más largo…), el abad sentía cómo su corazón se estremecía al pensar que el Mesías, ¡el mismo Mesías!, había vuelto a la tierra y había ido a parar justamente a su monasterio. ¿Cómo no había sido él capaz de reconocerlo? ¿Y quién podría ser?... ¿Acaso el hermano cocinero?... ¿El hermano sacristán….? ¿El hermano administrador…? ¿El hermano portero…? Pero resulta que el ermitaño había hablado del Mesías “escondido” entre ellos. Y entre todos los hermanos lo que él podía ver eran toda clase de defectos y debilidades, de rutina y de indiferencia por todo lo que hacían. ¿El Mesías no estaría escondido detrás de todos esos defectos y debilidades, de todas esas carencias y precariedades?...Cuando llegó al monasterio, reunió a sus monjes y les contó lo que el ermitaño le dijo. Los monjes se miraban unos a otros incrédulos y asombrados… ¿El Mesías entre nosotros?... ¿Aquí en el monasterio…? ¿Escondido detrás de quién…? Una cosa era cierta: si el Mesías estaba escondido, era difícil poder reconocerlo… De modo que empezaron todos a mirarse y a tratarse con respeto y mucha consideración; con toda paciencia, alegría y comprensión se ayudaban y se consolaban unos a otros; casi que competían en servirse… Cada uno pensaba: “Nunca se sabe,… tal vez sea éste el Mesías…”. El resultado fue al cabo de un cierto tiempo el monasterio fue recobrando su antiguo ambiente de gozo desbordante. Pronto volvieron a acudir candidatos pidiendo ser recibidos en la comunidad y en la iglesia volvió a escucharse el armonioso canto de los monjes, radiantes del espíritu de Amor. ¿De qué sirve tener ojos, si el corazón está ciego?....”[1].

[1] Adaptación de Anthony de Mello, La oración de la rana 1, Sal Terrae, Santander, 1988, pp. 58-59.

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