Texto:
3. Jesucristo ha sufrido porque ha
querido
(VII)
Repitamos que
la naturaleza humana en este hombre ha sufrido, no por una necesidad
cualquiera, sino por su sola y libre voluntad. No ha sucumbido a la
violencia, sino espontáneamente, por
bondad, por el honor de Dios y la utilidad de los otros hombres. Jesucristo
ha soportado dignamente, por compasión, la malicia de los hombres; ninguna
clase de obediencia le obligaba, pero su sabiduría omnipotente así le dispuso. No fue el Padre quien prescribió por la
fuerza a este hombre que muriese, sino que él libremente hizo lo que en su
pensamiento debía agradar a su Padre y aprovechar a los hombres. En efecto, el
Padre no podía obligarle a pagar una deuda que no debía; pero, por otra parte,
el Padre no podía menos de aceptar un honor tan grande, que espontáneamente,
por su buena voluntad, le ofrecía, el Hijo. En esta forma el Hijo manifestó al
Padre una obediencia libre, cuando quiso realizar espontáneamente lo que sabía
que agradaría a su Padre. Pero como es el Padre quien le da esta buena
voluntad, dejándole libre, ¿no se puede decir con razón que el Hijo la ha
aceptado como si fuese una orden del Padre? Y así fue obediente para con su
Padre hasta la muerte. Y según el mandato que su Padre le dio, así hizo. Y el
cáliz que el Padre le dio, lo bebió. De igual modo, la perfecta y libre obediencia para, la naturaleza humana consiste en
someter con plena conformidad su voluntad libre a la voluntad de Dios y en
poner en acción esta buena voluntad recibida de Él, continuando sus obras hasta
el fin, en una libertad intacta. Así rescató este hombre a todos los
hombres cuando hizo considerar como una deuda pagada por éstos la obra que ha
ofrecido a Dios libremente para satisfacerle. Con este precio, no solamente el
hombre queda exonerado de sus faltas la primera vez, sino que también es
acogido por Dios cada vez que vuelve a El por un digno arrepentimiento,
aunque este arrepentimiento no es prometido al pecador. Nuestra deuda ha sido,
por tanto, pagada por la cruz; por la cruz nuestra, Jesucristo nos ha
rescatado. Los que quieren recurrir a
esta gracia con disposiciones convenientes, se salvan; pero los que la desdeñan
y no pagan la deuda que han contraído, se condenan en toda justicia.
He ahí, pues, ¡oh alma
cristiana!, la virtud que te ha salvado; he ahí la causa de tu
libertad, he ahí el precio de tu rescate. Estabas cautiva, has
sido rescatada; eras sierva, estás liberada. Desterrada, estas
aquí de vuelta; perdida, has sido encontrada; muerta, has sido
resucitada. ¡Oh hombre, que tu corazón
medite, saboree y rumie estas cosas cuando tus labios reciban la carne y la
sangre de tu Redentor! Es el mismo. Haz de suerte que este recuerdo
sea en tu vida tu pan cotidiano, tu alimento, tu viático; porque por él, y nada
más que por él, permanecerás en Cristo y Cristo en ti; y en la vida
futura tu alegría será plena.
Comentario:
El objeto en la
meditación es la libertad de Dios, a través de Cristo, para liberar al hombre. Libertad y
bondad del Hijo (no necesidad, ni violencia, sino perfecta y libre obediencia),
honor y misericordia del Padre (aceptación y da la buena voluntad), utilidad y
libertad del hombre. Si la expiación tuvo lugar por justicia,
para reparar la pena contraída, también ocurrió por misericordia. El Padre
ofreció al Hijo por amor a los hombres y Cristo se sacrificó por amor al Padre
con un amor que superaba con creces las exigencias de la justicia, revelando la
profundidad del amor de Dios e incitando al hombre a corresponderle
(profundizado en Sto. Tomás) El concilio de
Trento la introduce en el lenguaje dogmático: "Las
causas de esta justificación son (...) la meritoria, su Unigénito muy amado,
nuestro Señor Jesucristo, el cual, cuando éramos enemigos, por la excesiva
caridad con que nos amó, nos mereció la justificación por su pasión santísima
en el leño de la cruz y satisfizo por nosotros a Dios Padre". En su absoluta libertad, Dios no tenía
ninguna obligación de salvar al hombre. Igualmente, la obediencia del Hijo
hasta la muerte fue una obediencia libre. El misterio trinitario es un misterio
de amor espontáneo y gratuito, por el que el Padre permite, sin forzarla, la
obediencia salvadora del Hijo. Padre e Hijo en un
acto de amor aceptaron la muerte, aunque el Padre no desease el tormento de su
Hijo."El Hijo libremente obedeció al Padre al querer libremente lo que
él sabía que era su beneplácito". Dios ha querido asociar su propia
libertad a una libertad humana, para manifestar y restaurar plenamente el honor
debido a Dios y al hombre. La libre obediencia
consiste en someter con plena conformidad la voluntad libre a la voluntad de
Dios y en poner en acción esta buena voluntad recibida de Él, continuando sus
obras hasta el fin, en una libertad intacta. En Cristo y su obra el honor del
hombre coincide con el honor de Dios. Eucaristía –Memoria-Presencia. Dios no
puede dejar sin recompensa el sacrificio de su Hijo, y como él no puede merecer
nada para sí, no tiene deuda que pagar, traspasa a nosotros sus merecimientos.
Texto: 4. Acción de gracias al Redentor (Para el comentario personal)
(VIII) Pero,
¡oh Señor, que te has entregado a la muerte para que yo viva!, ¿cómo alegrarme
de mi libertad, si no la he obtenido más que por tus propios lazos? ¿Cómo me
felicitaré de mi salvación? Me ha venido por tus dolores. ¿Cómo complacerme en
mi propia vida? Ha sido pagada por tu muerte. ¿Me voy a alegrar de lo que has
sufrido, de la crueldad de esos hombres que te han hecho sufrir todo eso? Y,
sin embargo, si no hubieran hecho todo eso, no hubieras sufrido, y si no
hubieras sufrido, no tendríamos todos estos beneficios. Si lamento tus
sufrimientos, ¿cómo haré? Ha brotado tanto bien, que no existiría sin ellos.
Por lo demás, su malicia no ha podido hacer nada sin que tú mismo lo hayas
permitido con pleno asentimiento; en fin, no has sufrido más que porque tu
misericordia por nosotros así lo ha querido. Debo, por tanto, maldecir su
crueldad, compadecer, imitándolos, tus dolores y tu muerte, pero también amar
todo lo que has querido, agradeciendo tu piedad para con nosotros y saltando de
júbilo, en toda seguridad, por todos los beneficios que he tenido.
Abandona, pues, ¡oh
hombre de nada!, tu crueldad al juicio de Dios y ocúpate de lo que tú mismo
debes a tu Salvador. Considera dónde estabas y lo que se hizo por ti, y piensa
qué amor merece aquel que ha hecho por ti estas cosas. Mira tus necesidades,
mira su bondad, mira qué acciones de gracias tienes que darle y todo lo que
debes a su amor. Estabas en las tinieblas, deslizándote por la pendiente, en
marcha hacia el abismo de donde no se sale más. Un peso inmenso como el plomo
pendía de tu cuello y te arrastraba hacia los bajos fondos; una carga
intolerable que pesaba sobre ti te oprimía; enemigos invisibles con todo su
esfuerzo te empujaban al abismo. Y tú estabas sin ningún auxilio, y tú no lo
sabías porque habías sido concebido y habías nacido así. ¿Qué era de ti
entonces? ¿Dónde te llevaba todo eso? Acuérdate y tiembla; recuerda eso y gime.
(IX) ¡Oh
buen Maestro Jesucristo!, yo estaba en esa situación y no pedía nada, ni
siquiera pensaba en ello, y tu luz me ha iluminado y me has enseñado dónde me
hallaba. Has arrojado de mí ese plomo que me arrastraba hacía abajo, apartado
de mí esa carga que me aplastaba; has rechazado a los que me asaltaban; para mí
bien, te opusiste a ellos. Me has llamado con un nombre nuevo que me has dado
tomándolo del tuyo; me hallaba encorvado ante ti, y me has levantado diciendo:
“Ten confianza; yo soy el que te he rescatado, he dado mi vida por ti. Si
quieres unirte a mí, evitarás los males en que vivías y no caerás en el abismo
a que corrías; y yo te conduciré al reino mío y te haré heredero de Dios,
compartiendo contigo mi herencia”. Desde entonces me has tomado bajo tu
protección, para que nadie perjudique a mi alma, a menos que ella quiera. Y he
aquí que aun antes de que yo me haya unido a ti, tú me lo has aconsejado, no
has permitido que caiga en el infierno; esperas aún que yo me una a ti, y ya
guardas tu promesa.
Sí, Señor, yo era así,
y has hecho eso por mí. Estaba en las tinieblas: no sabía nada, me ignoraba a
mí mismo, me hallaba en la pendiente peligrosa, débil y muelle, deslizándome al
pecado; bajaba hacia el abismo del infierno, porque por el hecho de nuestros
padres primeros había caído de la justicia a la injusticia, por donde se va al
infierno; había caído de la felicidad a la miseria del tiempo, por donde se cae
a la miseria eterna. El peso del pecado original me arrastraba hacia los bajos
fondos; la carga insoportable del juicio de Dios me oprimía, y mis enemigos los
demonios, para hacerme más condenable aún por nuevos pecados, me perseguían con
violencia cuanto podían. En este momento en que me hallaba destituido de todo
auxilio, me has iluminado y me has mostrado cómo estaba. Porque por mí mismo yo no podía aún conocer esas cosas; sin que yo te lo pidiera, me
has mostrado todo eso: los otros y lo que eran para mí y después a mí mismo.
Has apartado de mí este plomo que me arrastraba, ese peso que me oprimía, a mis
enemigos y sus ataques: este pecado en que yo había sido concebido y nacido y
la condenación que le sigue; los has apartado de mí y has impedido a los
espíritus malignos que hagan violencia a mi alma. Dándome tu propio nombre, me
hiciste llamar cristiano; por ahí me declaro, y tú mismo me reconoces como uno
de los rescatados; me has levantado, me has hecho subir hasta el conocimiento y
el amor de ti mismo; me has dado confianza en la salvación de mi alma, por la
cual diste la tuya, prometiéndome tu gloria si te seguía. Pero hasta este
momento no te he seguido, como me aconsejaste; más aún, he cometido en gran
número los pecados, que me habías prohibido, y todavía esperas que te siga y me
das lo que me prometiste.
(X) Considera,
¡oh alma mía!, y mira todo lo que pasa dentro de mí y todo lo que mi ser debe a
Jesucristo. Es evidente, Señor, que, puesto que me has hecho, me debo
enteramente a tu amor; puesto que me has rescatado, me debo enteramente a ti;
me has prometido tanto, que no solamente me debo enteramente a ti, sino que
debo a tu amor más que a mí mismo, tanto más cuanto que tú eres mayor que yo,
por quien te has dado y a quien aún te prometes. Yo te ruego, Señor, que me
hagas gustar por el amor lo que gusto solamente por el conocimiento; que sienta
por el corazón lo que no siento más que por la inteligencia; te debo más que a
mí mismo, pero no tengo más, y por mí mismo no puedo darte lo que debo.
Atráeme, Señor, a tu amor, pero enteramente. Puesto que soy tuyo por derecho de
creación, haz que lo sea también por el amor.
Delante de ti, Señor,
está mí corazón; quiere, pero por sí mismo no puede nada; haz tú lo que él no
puede. Acógeme en la cámara cerrada de tu amor, te lo pido, llamo y golpeo. Tú
que me lo haces pedir, haz que lo reciba. Tú quieres que busque: haz que
encuentre. Tú que enseñas a llamar, abre al que golpea. ¿A quién das, si
rehúsas al que te pide? ¿Quién puede encontrar, si el que busca queda
frustrado? ¿A quién abres, si cierras cuando se llama? ¿Qué das al que no pide,
sí rehúsas tu amor a quien lo solicita? Por ti sé desear, haz que lo obtenga.
Estréchate a Él, alma mía, hasta la importunidad. ¡Oh tan buen Maestro!, no la
rechaces; tiene hambre de tu amor; ella languidece, aliéntala; sáciala con tu
ternura; que tu amor la fortifique, que tu amor la llene. Sí, que me llene y me
posea enteramente, porque eres, con el Padre y el Espíritu Santo, el Dios
único, bendito en todos los siglos de los siglos. Amén.