Yo
señalaría tres clases de mociones violentas. La primera reside en el cuerpo,
está inserta en su naturaleza, formada al mismo tiempo que él en el primer
instante de su creación. Sin embargo, no puede ser puesta en movimiento sin que
el alma lo quiera. De ella sólo se sabe esto: que está en el cuerpo. He aquí la
segunda: cuando el hombre come y bebe con exceso sigue una efervescencia de la
sangre que fomenta un combate en el cuerpo, cuyo movimiento natural es puesto
en acción por la glotonería. Por eso dice el Apóstol: "No os emborrachéis
con vino, en él está la liviandad" (Ef.5,18). Del mismo modo, el Señor en
el Evangelio prescribe a sus discípulos: "Que vuestros corazones no se
emboten por la comida y bebida" (Lc.21,34) o las delicias. Más que nadie,
quien guarda el celibato debe repetirse: "Someto mi cuerpo y lo reduzco a
servidumbre" (I Cor.9,27). En cuando a la tercera moción, proviene de los
espíritus malos que nos tientan por envidia y buscan manchar a quienes se
comprometen en el celibato.
Volvamos,
hijos míos queridos, a cuanto se refiere más de cerca a estas tres clases de
mociones. Quien permanece en la rectitud, persevera en el testimonio que el
Espíritu da en lo más íntimo de su corazón y permanece vigilante, se purifica
de esta triple enfermedad en su cuerpo y en su alma. Pero si no tiene en cuenta
estas tres mociones, de las que da testimonio el Espíritu Santo, los espíritus
malos invaden su corazón y siembran las pasiones en el movimiento natural del cuerpo.
Lo turban y entablan con él un duro combate. El alma, enferma, se agota y se
pregunta de dónde le vendrá el auxilio, hasta que se serene, se someta de nuevo
al mandamiento del Espíritu y cure. Así aprende que sólo puede hallar su reposo
en Dios, y que permanecer en El es su paz.
Esto,
queridos, para indicaros cómo el cuerpo y el alma han de ir unidos en la obra
de conversión y purificación. Si el corazón sale vencedor del combate, ora en
el Espíritu y aleja del cuerpo las pasiones del alma que proceden de la propia
voluntad. El Espíritu, que viene a dar testimonio de sus propios mandamientos,
se convierte en el amigo de su corazón y le ayuda a guardarlos. Le enseña cómo
curar las heridas del alma, cómo discernir, una tras otra, las pasiones
naturalmente insertas en los miembros, de la cabeza a los pies, y también las
que, procedentes del exterior, han sido mezcladas al cuerpo por la voluntad
propia.
Así
es como el Espíritu conducirla mirada a la rectitud y pureza, y la retirará de
cuanto le es extraño. El inclinar el oído sólo a palabras decorosas; y el oído,
no cediendo al deseo de oír hablar de caída y debilidades humanas, pondrá su
gozo en conocer el bien y la perseverancia de cada uno, y la gracia dada a las
criaturas; cosas de las que estando enfermo, se había desinteresado hasta
entonces.
El
Espíritu enseñara la lengua a purificarse porque ella es la que puso al alma
gravemente enferma. Por medio de la lengua expresa el alma la enfermedad que
padece; incluso la atribuye a la lengua, pues ésta es su órgano. En efecto, por
la lengua le han sido infligidas graves enfermedades y heridas; por la lengua
ha sido herida. Lo atestigua el apóstol Santiago cuando dice: "Si alguien
pretende conocer a Dios y no frena su lengua se engaña en su corazón, su culto
es vano" (St.1,26). En otro lugar afirma: "La lengua es un miembro
pequeño, pero mancha todo el cuerpo" (3,5).
Cuando
el corazón está, pues, fortificado con el poder que recibe del Espíritu, él
mismo queda primero purificado, santificado, enderezado, y las palabras que
confía a la lengua están exentas del deseo de agradar, así como de toda
voluntad propia. En él se cumple lo que dice Salomón: "Mis palabras son de
Dios; no hay en ellas dureza o perversión" (Prov.8,8) y "la lengua
del justo cura las heridas" (Prov.12,18).
Viene
después la curación de las manos, que en otro tiempo se movían de forma
desordenada, a gusto de la voluntad propia. El Espíritu dará al corazón la
pureza que conviene en el ejercicio de la limosna y la oración. Así se
cumplirla palabra: "El alzar de mis manos es como una ofrenda de la
tarde" (Ps.140,2), y esta otra: "Las manos de los poderosos distribuyen
riquezas" (Prov.10,4).
Después
de las manos el Espíritu purifica el vientre en cuanto a comida y bebida. David
decía sobre esto: "Con el de ojos engreídos y corazón arrogante no
comeré" (ps.100,5). Pero si el deseo y la gula en cuestión de comida y
bebida toman preponderancia, y las voluntades propias que lo trabajan lo hacen
insaciable, a todo esto vendrá a añadirse todavía la actividad del diablo. Al
contrario, el Espíritu se hace cargo de quienes buscan una cantidad conforme a
la pureza, y les señala una cantidad suficiente para sostener su cuerpo sin
conocer el atractivo de la concupiscencia. Entonces se realiza en ellos la
palabra de S. Pablo: "Ya comáis, ya bebáis o hagáis cualquier cosa,
hacedlo todo para gloria de Dios" (I Cor. 10,31). Si los órganos genitales
producen pensamientos de fornicación, el corazón, instruido por el Espíritu,
discierne la triple moción de que he hablado antes. Gracias al Espíritu que le
ayuda y fortifica, helo aquí dueño de esas mociones. Las apaga con la fuerza
del Espíritu, que da la paz al cuerpo entero, e interrumpe su curso. Como dijo
Pablo: "Mortificad vuestros miembros terrenos: fornicación, impureza,
pasiones y malos deseos" (Col.3,5).
A
continuación, el Espíritu se entrega a la purificación de los pies, que antes
no caminaban en la rectitud y perfección de Dios. Pero una vez colocados bajo
el impulso del Espíritu, éste realiza su purificación y los hace caminar según
su voluntad. Avanzan en la práctica de las buenas obras. Todo el cuerpo es así
transformado, renovado, entregado al poder del Espíritu. Ese cuerpo, totalmente
purificado, a mi modo de ver ya ha recibido una parte del cuerpo espiritual que
deberíamos recibir en el momento de la resurrección de los justos.
He
hablado de las enfermedades del alma que se han infiltrado en los miembros
naturales del cuerpo; las que lo hacen tambalearse y lo ponen en movimiento.
Porque el alma sirve de lugar de paso a los espíritus malos que actúan en el
cuerpo por medio de ella. He indicado también la existencia de otras pasiones
que no vienen del cuerpo y que ahora tenemos que enumerar: a esas pasiones
pertenecen los pensamientos de orgullo, la jactancia, la envidia, el odio, la
cólera, el desprecio, la relajación y todas sus consecuencias.
Si
alguien se entrega a Dios de todo corazón, Dios tiene piedad de él y le concede
el Espíritu de conversión. Este Espíritu da testimonio ante él de cada uno de
sus pecados para que ya no vuelva a caer en ellos. A continuación le revela los
adversarios que se levantan ante él y le impiden librarse de ellos, luchando
vigorosamente con él para que no persevere en su conversión. Si a pesar de todo
conserva el ánimo y obedece al Espíritu, que le exhorta a convertirse, el
Creador se apresurara tener piedad del trabajo de su conversión. Y viendo las
aflicciones que impone a su cuerpo: oración incesante, ayunos, súplicas,
estudio de la Palabra de Dios, alejamiento del mal, huida del mundo y de sus
obras, humildad y pobreza de corazón, l grimas y perseverancia en la vida
monástica, - viendo, digo - su trabajo y su paciencia, el Dios de misericordia
tendrá piedad de él y lo salvará.