“Pero ¿cómo me atrevo yo, tan
miserable, sin amor, a expresar el amor a Dios y la bienaventurada amiga de
Dios? ¿Cómo va a desprender mi corazón ese buen olor, si no contiene en sí
ningún sabor? ¡Ay! Tengo conciencia de ti, ¡oh verdad! Tú me eres testigo, ¡oh
Señor, mi dulce Jesús!, de que hago esto por amor de tu amor. Yo siento que tu
amor se enciende en mí, porque tú mismo lo ordenas, no deseo amar más que a ti
solo y sacrificar por ti mi espíritu afligido, mi corazón contrito y humillado
(S 50, 19). Dame Señor, en este
destierro, el pan del dolor y de las lágrimas, de las que tengo hambre más que
de la abundancia de delicias. Escúchame a causa del amor y de los méritos de
María, tu muy amada; no desprecies, ¡oh dulce Redentor Jesús!, la oración de un
indigno que ha pecado contra ti, sino ayuda más bien los esfuerzos de un
enfermo que te ama; arranca mi corazón de su tibieza, y por el fervor de tu amor haz que alcance la
eterna contemplación de tu gloria, ¡oh Dios!, que con el Padre y el Espíritu
Santo vives y reinas, como Dios, en todos los siglos de los siglos. Así sea”.
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