“Y tú, ¡oh buen Maestro!, ¿por qué preguntabas por qué lloraba?
¿Acaso su corazón no te veía, oh dulce
vida de su alma, cruelmente inmolado? ¡Oh extraña bondad, horrible impiedad!
Extendido sobre el leño, habías sido suspendido, atravesado con clavos de
hierro, como un ladrón que sirve de juguete para esos impíos, y dices: Mujer,
¿por qué lloras? (Jn 20, 19); no pudiendo impedir que te crucificasen, quiso
por lo menos conservar largo tiempo tu cuerpo entre perfumes, por temor a que
se corrompiese; no pudiendo hablarle, como si viviere, pudo por lo menos
llorarle muerto; junto al cadáver, detestando su propia vida, se recordaba con
palabras entrecortadas la doctrina de vida que había oído de su boca cuando
vivía. Es más: este mismo cuerpo, que ella creía con orgullo haber recogido, le cree perdido, y le
dices: Mujer, ¿por qué lloras? ¡Que excitación a que llore más! Había visto
ella con sus propios ojos (en cuanto era capaz, sin embargo) lo que estos
hombres crueles hacían cruelmente contra ti, y pensaba que había perdido lo que
quedaba de ti saliendo de sus manos. Toda esperanza sobre ti va desapareciendo
de su corazón, porque no ha podido conservar tus restos en recuerdo tuyo, y
alguien pregunta: ¿A quién buscas? ¿Por qué lloras? Tú por lo menos, que has sido su única alegría,
¿por qué irritas su dolor? Porque sabías muy bien, y así lo querías, que no
podía contar la causa de tantas lágrimas más que por palabras entrecortadas de
gemidos que se le escapaban y se repetían. Y no ignorabas tampoco el amor que
tú mismo le inspirabas. Lo sabías muy bien tú, ese jardinero que la había
plantado en tu jardín, el de tu alma. Piensa también que regabas lo que habías
plantado. Y si lo regabas, ¿diré que era para probarle? Para expresarme mejor,
le regabas y querías probarle. Pero, ¡oh buen Señor, oh Maestro clemente!, he
aquí que tu fiel sirvienta, tu discípula, recientemente rescatada por tu
sangre, se halla totalmente abrasada y ansiosa con el deseo que tiene de ti;
ella mira por todas partes, ella pregunta y por ninguna parte aparece aquel que
desea; todo lo que ve le desagrada porque no te ve a ti, el único que ella
quiere ver. ¿Entonces? Mi Maestro, su muy amado, ¿soportará esto por mucho
tiempo? ¿Has perdido la compasión al encontrar la incorruptibilidad? ¿Has
perdido tu bondad al adquirir la inmortalidad? Que no sea así, Señor, porque no
nos desprecias a nosotros los mortales al hacerte inmortal; por ellos te
hiciste mortal, para hacernos inmortales, por lo cual tu bondad y tu amor no
pueden tolerar más tiempo ni oír sus gemidos ni ocultarte de ella. La dulzura
del amigo se abre camino para enterrar la amargura de las lágrimas. El Señor
llama su sierva con el nombre que le da de ordinario, y la sierva reconoce la
voz familiar del Maestro. Me imagino, o más bien afirmo con certeza, que ha
sentido entonces la suavidad habitual que experimentaba cuando oía llamar:
¡María! ¡Oh voz deleitosa, qué caricia para los oídos! ¡Que sabor de amar! No
era posible expresarse más brevemente y más pronto. Sé quien eres y lo que
quieres. Heme aquí, no llores. Soy yo, yo a quien tu buscas. Al punto se
cambian las lágrimas; no creo que cesaran de inmediato, pero hasta entonces
salían más bien de un corazón contrito, que se tortura a sí mismo; ahora corren
desde un corazón alegre y que salta de júbilo. ¡Oh cuán diferentes son estas
palabras: ¡Si le has cogido, dímelo! ¡Cuán distinto es el sonido: Se han
llevado a mi maestro y no se dónde le han dejado, y esto: He visto al Maestro y
he aquí lo que dice (Jn 20, 13)!” (Continuará...).
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