viernes, 23 de septiembre de 2016

Cuando la gente te muestra sus límites (Henri Nouwen)

Cuando la gente te muestra sus límites (no puedo hacer esto por ti), te sientes rechazado. No aceptas el hecho de que los demás no puedan hacer por ti todo lo que esperas de ellos. Deseas un amor sin límites, un cuidado sin límites, una entrega sin límites.
Parte de tu lucha es fijar los límites de tu propio amor; algo que nunca has hecho. Das lo que la gente te pide, y cuando piden más, das más, hasta que te sientes exhausto, usado y manipulado. Solo cuando puedas fijar tus propios límites, podrás reconocer, respetar y hasta estar agradecido a los limites de los demás.
En presencia de las personas que amas, tus necesidades aumentan y aumentan, hasta que ellas se sienten tan agobiadas por tus necesidades que prácticamente están obligadas a dejarte para sobrevivir.
La gran tarea es reclamarte a ti mismo para ti, de manera de poder contener tus necesidades dentro de los limites de tu propio ser, controlarlas en presencia de aquellos a quienes amas. La verdadera reciprocidad en el amor necesita de personas que se controlen y que se puedan entregar al otro sin dejar de seguir aferradas a sus propias identidades. Entonces, para entregarte más efectivamente y también para contener más las propias necesidades, debes aprender a fijar límites a tu verdadero amor.
Henri Nouwen, La voz interior del amor

sábado, 10 de septiembre de 2016

San Benito: la moral y la política V° parte

Comentario del P. Adalbert de Vogüé, osb (Tomado de: Cuadernos Monásticos nº 58 (1981), pp. 316-324. Original en francés, publicado en: Ecoute, ns. 263 y 264. Tradujo: Madre Isabel Guiroy, osb. Monasterio Nuestra Señora del Paraná, Entre Ríos, Argentina).


“Después de dos modestos asuntos domésticos, el relato gregoriano se eleva súbitamente a la escena política y desemboca en forma inesperada en la gran historia. Totila, que reinó sobre los ostrogodos del 541 al 552, no es un personaje cualquiera. Jefe improvisado, sacó a su pueblo de la situación casi desesperada en que se encontraba luego de la pérdida de Ravena, reconquistada por los bizantinos en 540. Gracias a ese gran capitán, los godos recuperan en esos años el control de casi toda Italia, cuyos dueños habían sido durante cincuenta años. Esta brillante contraofensiva retardará diez años la ruina gótica y la restauración romana en la península. Pero también prolongará y llevará a su paroxismo una guerra atroz que duró por lo menos dieciocho años. La mayoría del tiempo que Benito vivió en Montecasino transcurrió en medio de esa espantosa tormenta, de la cual apenas se descubre alguna huella en la Regla.
Para Gregorio, que escribe a fines del siglo, el nombre de Totila evoca los peores horrores. Este hombre, a sus ojos, es el tipo del bárbaro orgulloso y sanguinario. Además es un “incrédulo” por añadidura y no solamente porque duda pasajeramente de los dones proféticos de Benito. Mucho más grave es el hecho de que Totila, como todo su pueblo, profesa el arrianismo. Esta barrera religiosa que lo separa de los Romanos católicos es la causa profunda del drama italiano. Toda la inteligencia de un Teodorico o de un Casiodoro no pudo conseguir que los dos pueblos separados por sus creencias, se fundieran en una entidad política coherente como ya lo habían hecho los galo-romanos y los francos más allá de los Alpes, gracias al bautismo de Clovis.
El encuentro de Totila y de Benito es por tanto una escena cautivadora, en la que se enfrentan el bárbaro y el romano, el arriano y el católico, el ocupador y el ocupado. Por un trastocamiento de papeles que Gregorio relata encantado, el seudo rey y el verdadero se derrumban por turno frente a este pequeño superior de monjes. Benito, sentado tranquilamente para recibir a esos poderosos, no se “digna” molestarse más que para levantar de la tierra al soberano postrado y para regañarlo como a un niño. En este triunfo del “servidor de Jesucristo”, se realiza la revancha ideal de un pueblo oprimido, humillado, agobiado por medio siglo de ocupación y de guerra. Estos son indudablemente los sentimientos del narrador. En cuanto a los de Benito, antes de conjeturarlos es necesario recordar otros dos episodios de los Diálogos. Uno de ellos -el encuentro con el terrorista Zalla hacia el final del Libro- confirma su tranquila indiferencia de hombre de Dios frente a toda intimidación por parte de los godos. Pero el otro revela una actitud complementaria y más positiva: cuando Benito en Subiaco ve llegar a un postulante godo, lo recibe “gustosísimo”, ya que se trata de un “pobre de espíritu”, y de un hombre humilde. Este “gustosísimo” dice mucho sobre las repugnancias naturales que podían tener los romanos; incluso en tiempos de paz, de vivir con esos bárbaros poco apreciados. Benito, sobreponiéndose a ese sentimiento demasiado humano, actúa como “hombre del Señor”, atento únicamente a la calidad de las almas y a su salvación.
Sea cual fuere el sentimiento que Gregorio y sus lectores hayan podido experimentar al respecto, la entrevista con Totila no es tanto el triple enfrentamiento -racial, confesional y político- en el que pensamos a primera vista, sino más bien el encuentro de un santo monje, verdadero servidor de Cristo, con un rey de este mundo, soberano de la ciudad terrena. Las características y las taras personales de Totila son secundarias. Lo que importa sobre todo es que él detenta, como cualquier otro jefe, el poder de este mundo.
Este encuentro cara a cara del monje-profeta con el soberano temporal, entendido así, no es más que el último de una larga serie que comienza en la Biblia con Samuel y Saúl, Natán y David, Elías y Ajab, y termina en la hagiografía cristiana, pasando por el Bautista y Herodes, en Afraat y el emperador Valente, Martín y el usurpador Máximo, Severino y el rey Odoacro. La predicción de Benito se asemeja más precisamente a la célebre profecía por la cual el solitario egipcio Juan de Licópolis anunció a Teodosio su victoria y su muerte próximas, y más aún a la que Sulpicio Severo pone en boca de san Martín cuando predice a Máximo el mismo destino. Pero Martín, en presencia del discutible soberano Máximo, sólo da pruebas de una hermosa altivez que raya en el desenfado. Las pequeñas humillaciones que inflige al emperador -por otra parte muy bien aceptadas- no tienen nada que ver con el aplastamiento de Totila frente a Benito.
La singularidad de nuestro relato aparece aún más si lo comparamos con diversos pasajes del Libro siguiente, donde Gregorio narra los altercados de Totila con cinco obispos taumaturgos. Allí también el rey cruel e impío es confundido todas las veces por el hombre de Dios, pero ninguna de estas lecciones se acerca al derrumbamiento al que asistimos aquí. Benito, un simple abad, tiene un ascendiente inusitado sobre el rey, al que no puede compararse el de ninguno de los grandes y santos prelados que lo han impresionado más.
Este episodio es pues altamente significativo. Gregorio lo ha convertido en el símbolo acabado de la superioridad del santo sobre el soberano, del reino de Dios sobre este mundo y sobre su Príncipe. Por otra parte, el incidente esclarece un aspecto de la personalidad de Benito. Aquí y solamente aquí lo vemos enfrentado al poder político. Nos gusta verlo más altivo y más sereno que ningún otro santo frente a él Esta actitud nos tranquiliza con respecto a la unwordliness -ausencia de mundanidad- de un hombre que parece haberse codeado a menudo con los grandes de este mundo. Benito no era un hijo del pueblo, y Gregorio que lo es menos aún, no oculta sus relaciones con la élite social de su tiempo. Pero su mirada interior no se ha dejado cautivar por las apariencias mundanas. Iluminado por la fe, no ha dejado de contemplar a Cristo, que recibe y reconoce en la persona de todos los hombres. Como dice magníficamente la Regla, “en los pobres y peregrinos se recibe a Cristo más particularmente: que a los potentados el mismo temor que inspiran induce de suyo a honrarlos”.

viernes, 2 de septiembre de 2016

San Benito: la moral y la política IV° parte

SAN GREGORIO, DIÁLOGOS II, C. 14: LA SIMULACIÓN DESCUBIERTA DEL REY TOTILA.
1. En tiempos de los Godos, su rey Totila oyó decir que el hombre santo estaba dotado del espíritu de profecía. Entonces se dirigió hacia su monasterio, y a poca distancia se detuvo y le anunció su llegada. Cuando de inmediato le comunicaron desde el monasterio que podía ir, él, descreído como era, trató de averiguar si el hombre de Dios poseía en realidad espíritu profético. Prestó su calzado e hizo vestir con la indumentaria real a uno de sus escuderos, llamado Rigo, ordenándole que se presentara ante el hombre de Dios como si fuera él mismo en persona. Como séquito envió a tres condes, más allegados a él que los demás: Wulderico, Rodrigo y Blindino, para que, caminando al lado de aquél, fingieran ante los ojos del servidor de Dios que se trataba realmente del rey Totila. Le añadió otra comitiva y escuderos a fin de que, tanto por estos honores como por los vestidos de púrpura, hiciera creer que era el mismo rey.
2. Cuando Rigo, ostentando las vestiduras reales y rodeado de numeroso séquito, llegó al monasterio, el hombre de Dios se encontraba sentado a considerable distancia. Al verlo llegar, cuando pudo hacerse oír, le gritó: “Quita, hijo, quítate lo que llevas. No es tuyo”. Rigo cayó al instante en tierra y quedó sobrecogido de temor por haber tenido la osadía de burlarse de hombre tan grande. Y todos los que lo habían acompañado a ver al hombre de Dios, cayeron consternados en tierra. Al levantarse, no se atrevieron a acercársele, sino que, volviéndose a su rey, le contaron temblando con qué prontitud habían sido descubiertos.
 
Cap. 15: LA PROFECÍA PROFERIDA ACERCA DEL MISMO REY TOTILA.
1. Entonces el rey Totila fue personalmente a ver al hombre de Dios. Cuando de lejos lo vio sentado, no se atrevió a acercarse y se postró en tierra. El hombre de Dios le dijo dos o tres veces: “Levántate”. Pero él no se animaba a levantarse en su presencia. Entonces Benito, el servidor del Señor Jesucristo, se dirigió él mismo hacia el rey que permanecía postrado. Lo levantó del suelo, lo reprendió por sus acciones y en pocas palabras le anunció todo lo que le iba a suceder, diciendo: “Estás haciendo mucho daño, y mucho daño ya has hecho. Reprime por fin de una vez tu maldad. Entrarás por cierto en Roma y atravesarás el mar, reinarás durante nueve años y al décimo morirás”. 2. Al oír estas palabras el rey quedó visiblemente aterrado. Pidió la oración de Benito y se retiró, y desde aquel momento fue mucho menos cruel. Poco tiempo después entró en Roma, llegó luego a Sicilia y al décimo año de su reinado, por disposición de Dios omnipotente, perdió el reino junto con su vida.