En los domingos durante el año,
generalmente hay alguna relación entre la primera lectura y el evangelio. En
este domingo, para encontrar esta relación, tenemos que ubicar bien el relato
de la primera lectura, que nos habla del encuentro revelador de Dios que se le
manifiesta a Elías en una brisa suave. La lectura de hoy es del capítulo 19 del
primer Libro de los Reyes. Tenemos que remontarnos al final del capítulo 18.
Allí se nos narra el enfrentamiento de Elías con los 400 profetas de Baal y la
intervención de Dios, que hace encender el fuego para el sacrificio que ofrecía
Elías y deja desesperados a los profetas de Baal, que no logran que se encienda
el fuego para su sacrificio. Elías, triunfante, hace degollar a los 400
profetas de Baal. Así llegamos al capítulo 19. Jezabel, indignada por la
derrota y muerte de los profetas de Baal, pronuncia la sentencia de muerte para
Elías y se la comunica. Elías, lleno de miedo, emprende la huida hacia el
desierto. Durante ese viaje agotador por dos veces Dios lo alimenta con un pan
milagroso y así Elías llega al Horeb, montaña donde Dios se había revelado a
Moisés y hecho la alianza con su pueblo. Ahora llegamos al texto de hoy: Dios
se revela a Elías en el murmullo suave de la brisa y le renueva su vocación
profética.
EVANGELIO.
Aquí también nos encontramos con un pan
milagroso. En la primera lectura el beneficiado era uno sólo, Elías; aquí
una multitud. En ambos textos hay miedo, en ambos el peligro es grave: la
crueldad de Jezabel que condena a muerte a Elías y la furia de las olas que
amenaza hundir la nave.
En ambos textos la intervención de Dios
traen serenidad: la brisa suave y la presencia de Jesús.
Pero profundicemos un poco el texto del
evangelio.
Una primera observación: Ya la iglesia
primitiva vio en la nave su propia imagen; la nave de la Iglesia.
Jesús después de la multiplicación de los
panes obliga a los discípulos a subir a la barca y a pasar al otro lado; es
decir obliga a los discípulos a enfrentar el peligro. Aparentemente los deja
solos. Pero Él se va a rezar a la montaña; presencia orante. A la iglesia de
hoy, a nosotros, no nos faltan tormentas; algunas muy peligrosas. Nosotros
también podemos tener la impresión de que el Señor nos dejó solos, pero Él está
orando por nosotros.
A la madrugada Jesús caminando sobre las
aguas va al encuentro de sus discípulos que peligran en la barca. A ellos el
miedo les hace confundir a Jesús, que viene en su auxilio, con un fantasma que
les aumenta el miedo.
Jesús los tranquiliza con el bíblico: “ego
eimi” “Yo soy” y el no menos bíblico: “no tengan miedo”. Pedro se adelanta y
pide una señal más clara, que él también pueda caminar sobre las aguas. Jesús
accede al pedido y le manda a Pedro que asuma el riesgo de bajarse de la barca
y enfrentar las olas embravecidas. Pedro se larga y mientras mira a Jesús
avanza seguro; pero vuelve su vista a las olas, no lo mira a Jesús y le entra
la duda y el miedo y comienza a hundirse y nuevamente acude al Señor:
“sálvame”. Jesús misericordioso le tiende la mano y lo salva físicamente, pero
además quiere sanar su corazón, “¿Por qué dudaste?”. Jesús con Pedro sube a la
barca, se calma la tempestad del mar y los discípulos fortalecidos por la
presencia de Jesús y su poder proclaman su divinidad.
Preguntas que nos podemos hacer:
-¿Qué tormentas me tocaron a mí, a mi
familia, a mi comunidad, a la iglesia?
-¿Tuve miedo? ¿Lo confundí a Jesús con un
fantasma?
-¿En qué me parezco a Pedro?
-¿Lo siento a Jesús en la barca y lo
adoro?
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