“Si
hoy en día les preguntaran a veinte hombres rectos cuál creen que es la virtud
más importante, diecinueve de ellos responderían: la renuncia de uno mismo. No
obstante, si se lo hubieran preguntado a prácticamente cualquier buen cristiano
de la antigüedad, habría respondido: el Amor. ¿Ven lo que ha ocurrido? Un
término negativo ha reemplazado a otro positivo, y eso reviste una importancia
que trasciende lo filológico. La idea negativa de renuncia conlleva la premisa
de no estar procurando por encima de todo el bien de los demás, sino
privándonos nosotros de él, como si lo importante fuese nuestra abstinencia y
no la felicidad ajena. No creo que esa sea la virtud cristiana del Amor. El
Nuevo Testamento habla por extenso de la renuncia a uno mismo, pero no como fin
en sí mismo. Nos dice que nos neguemos a nosotros mismo y tomemos nuestras
cruces para poder seguir a Cristo; y casi todas las descripciones de lo que
acabaremos encontrando si lo hacemos contienen una llamada al deseo. Si en la
mayoría de la mentes de hoy en día acecha la idea de que el deseo de nuestro
propio bien y la ferviente esperanza de disfrutar de él son malos, me permito
sugerir que dicha idea se ha deslizado en ellas gracias a Kant y a los
estoicos, y que no forma parte de la fe cristiana. Es más: si consideramos las
patentes promesas de recompensa y la asombrosa naturaleza de las promesas que
contienen los evangelios, da la impresión de que al Señor nuestros deseos no le
parecen demasiado intensos, sino demasiado débiles. Somos criaturas con un
corazón poco entusiasta que pierden el tiempo con la bebida, el sexo y la
ambición, cuando lo que se les ofrece es una felicidad infinita: como un niño
ignorante que quiere seguir haciendo pasteles de barro en un suburbio porque es
incapaz de imaginar lo que significa la oferta de vacaciones junto al mar. Nos
conformamos fácilmente con cualquier cosa”.
Sermón pronunciado en Oxford el 8 de
junio de 1941,
C. S. Lewis, El peso de la
gloria, Rialp, Madrid, 2017, pp. 31-32.
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