domingo, 26 de noviembre de 2017

Solemnidad de Cristo Rey 2017: textos para leer y meditar


 


I. Gaudium et spes 45: Cristo, alfa y omega

“…El Verbo de Dios, por quien todo fue hecho, se encarnó para que, Hombre perfecto, salvará a todos y recapitulara todas las cosas. El Señor es el fin de la historia humana, punto de convergencia hacia el cual tienden los deseos de la historia y de la civilización, centro de la humanidad, gozo del corazón humano y plenitud total de sus aspiraciones. Él es aquel a quien el Padre resucitó, exaltó y colocó a su derecha, constituyéndolo juez de vivos y de muertos. Vivificados y reunidos en su Espíritu, caminamos como peregrinos hacia la consumación de la historia humana, la cual coincide plenamente con su amoroso designio: "Restaurar en Cristo todo lo que hay en el cielo y en la tierra" (Eph 1,10). He aquí que dice el Señor: "Vengo presto, y conmigo mi recompensa, para dar a cada uno según sus obras. Yo soy el alfa y la omega, el primero y el último, el principio y el fin" (Apoc 22,12-13)”.



II. San Anselmo de Canterbury: Epístola 112 Ad Hugonem inclusum

“Mi querido hermano, Dios nos grita que el reino de los cielos está en venta. Es tal este reino, que ningún ojo mortal puede contemplar, ni oído escuchar, ni corazón representarse lo que ofrece de gloria y felicidad (1 Co 2, 9); puedes, sin embargo, darte una idea. Todo aquel que merezca poseerle, verá realizadas en el cielo y en la tierra todas sus voluntades. Tan grande será, en efecto, el amor que unirá a Dios con aquellos que habitan junto a Él, y a los elegidos entre sí, que todos se amarán mutuamente como se aman a sí mismos, pero cada uno amará a Dios más que a sí mismo. Por esto nadie querrá allí otra cosa que la que Dios quiere; lo que uno quiera, todos lo querrán, y lo que uno o todos quieran, Dios lo querrá también. De aquí que se cumplirán todos los deseos de cada uno, que se trate de sí mismo o de los otros, de la creación o de Dios mismo. De esta manera todos serán reyes y con toda perfección, puesto que realizarán sus gustos particulares, y todos, como un solo hombre, compartirán con Dios la realeza, queriendo todos la misma cosa y viéndola realizada. Tal es el bien que Dios posee y clama desde lo alto de los cielos que le pone en venta.

Si alguno pregunta por el precio, se le responde: aquel que quiere dar un reino en el cielo no necesita de remuneración terrena; además, nadie puede dar a Dios nada que no tenga, puesto que le pertenece cuanto existe. Sin embargo, Dios no concede tan gran bien sin ciertas condiciones, porque le rehúsa a quien no le ama. En efecto, nadie da una cosa muy apreciada a quien no la sabe apreciar. Por consiguiente, puesto que Dios no tiene ninguna necesidad de lo que es tuyo, y que tampoco debe entregar tan gran bien a quien no se preocupa bastante para amarle, es que no pide más que el amor, sin el cual no puede conceder ese bien. Da, pues, tu amor para recibir en cambio un reino: ama y posee.

Finalmente, reinar en el cielo no es otra cosa que estar tan íntimamente unido a Dios, a los santos ángeles y a los hombres por el afecto y la identidad de voluntad, que todos juntos no ejerzan más que un mismo y único poder. Ama a Dios más que a ti mismo, y tendrás ya las primicias de lo que aspiras a poseer completamente un día. Ponte de acuerdo con Dios y los hombres, con la única condición de que éstos no se encuentren en oposición con Dios, y comenzarás a reinar ya con Dios y con todos los santos, porque, en la medida en que estés de acuerdo con Dios y los hombres desde ahora, tu Dios y todos sus santos se conformarán con tu voluntad. Si, pues, quieres ser rey en el cielo, ama a Dios y a los hombres como debes, y merecerás ser lo que deseas.

Pero no harás este amor perfecto más que con la condición de vaciar tu corazón de todo otro amor. Con el corazón humano y con el amor ocurre como con un vaso en el cual se pone aceite. Cuanto más se llena ese vaso de agua o de otro líquido, menos aceite contiene. Del mismo modo, el corazón humano se cierra al amor de Dios en la medida en que se encuentra ocupado por otro amor. Es más: como un olor fétido es contrario a un perfume suave, y la obscuridad a la luz, así todo otro amor se opone directamente al amor celestial. Las cosas contrarias jamás se avienen entre sí, y el amor celestial no puede vivir en un mismo corazón con cualquiera otro amor. De ahí que aquellos cuyo corazón está lleno del amor de Dios y del prójimo no quieren otra cosa que la que Dios quiere u otro hombre, con tal que la voluntad de éste no esté en pugna con la de Dios. Así se dan a la oración, a las piadosas conversaciones y a los pensamientos del cielo, porque es dulce para ellos el desear a Dios, hablar y oír hablar de Él, pensar en aquel a quien aman ardientemente. Entonces se alegran aquellos que están en la alegría, lloran con los que lloran (Cf. Rm 12, 15); tienen compasión con los desgraciados, dan limosna a los que la necesitan, porque aman a su prójimo como a ellos mismos. Desprecian las riquezas, el poder, los placeres; no buscan ni honores ni alabanzas. En efecto, el que ama estas cosas peca con frecuencia contra Dios y contra el prójimo. De esta manera, toda la ley y los profetas están encerrados en estos dos mandamientos (Mt 22, 40). Aquel, por consiguiente, que quiere poseer perfectamente el amor con que se compra el reino de los cielos, debe amar el desprecio, la pobreza, el trabajo, la obediencia, el ejemplo de los santos, porque el que se humilla será ensalzado (Lc 18, 14)” .

No hay comentarios:

Publicar un comentario