I.
Gaudium et spes 45: Cristo, alfa y
omega
“…El
Verbo de Dios, por quien todo fue hecho, se encarnó para que, Hombre perfecto,
salvará a todos y recapitulara todas las cosas. El Señor es el fin de la
historia humana, punto de convergencia hacia el cual tienden los deseos de la
historia y de la civilización, centro de la humanidad, gozo del corazón humano
y plenitud total de sus aspiraciones. Él es aquel a quien el Padre resucitó,
exaltó y colocó a su derecha, constituyéndolo juez de vivos y de muertos.
Vivificados y reunidos en su Espíritu, caminamos como peregrinos hacia la
consumación de la historia humana, la cual coincide plenamente con su amoroso
designio: "Restaurar en Cristo todo lo que hay en el cielo y en la
tierra" (Eph 1,10). He aquí que dice el Señor: "Vengo presto, y
conmigo mi recompensa, para dar a cada uno según sus obras. Yo soy el alfa y la
omega, el primero y el último, el principio y el fin" (Apoc 22,12-13)”.
II.
San Anselmo de Canterbury: Epístola 112 Ad Hugonem inclusum
“Mi querido
hermano, Dios nos grita que el reino de los cielos está en
venta. Es tal este reino, que ningún ojo mortal puede
contemplar, ni oído escuchar, ni corazón representarse lo
que ofrece de gloria y felicidad (1 Co 2, 9);
puedes, sin embargo, darte una idea. Todo aquel que merezca
poseerle, verá realizadas en el cielo y en la tierra
todas sus voluntades. Tan grande será, en efecto, el amor que unirá a Dios con
aquellos que habitan junto a Él, y a los elegidos entre sí, que todos se amarán
mutuamente como se aman a sí mismos, pero cada uno amará a Dios más que a sí
mismo. Por esto nadie querrá allí otra cosa que la que Dios quiere; lo que uno
quiera, todos lo querrán, y lo que uno o todos quieran, Dios lo querrá también.
De aquí que se cumplirán todos los deseos de cada uno, que se trate de sí mismo
o de los otros, de la creación o de Dios mismo. De esta manera todos serán reyes y con toda perfección, puesto que
realizarán sus gustos particulares, y todos, como un solo hombre, compartirán
con Dios la realeza, queriendo todos la misma cosa y viéndola realizada. Tal es
el bien que Dios posee y clama desde lo alto de los cielos que le
pone en venta.
Si alguno pregunta por el
precio, se le responde: aquel que quiere dar un reino en el cielo no necesita de remuneración terrena; además, nadie
puede dar a Dios nada que no tenga, puesto que le pertenece cuanto existe. Sin
embargo, Dios no concede tan gran bien sin ciertas condiciones, porque le
rehúsa a quien no le ama. En efecto, nadie da una cosa muy apreciada a quien no
la sabe apreciar. Por consiguiente, puesto que Dios no tiene ninguna necesidad
de lo que es tuyo, y que tampoco debe entregar tan gran bien a quien no se
preocupa bastante para amarle, es que no pide más que el amor, sin el cual no
puede conceder ese bien. Da, pues, tu amor para recibir en cambio un reino: ama
y posee.
Finalmente,
reinar en el cielo no es otra cosa que estar tan íntimamente
unido a Dios, a los santos ángeles y a los hombres por el afecto y la identidad
de voluntad, que todos juntos no ejerzan más que un mismo y único poder. Ama a
Dios más que a ti mismo, y tendrás ya las primicias de lo que aspiras a poseer
completamente un día. Ponte de acuerdo con Dios y los hombres, con la única
condición de que éstos no se encuentren en oposición con Dios, y comenzarás a
reinar ya con Dios y con todos los santos, porque, en la medida en
que estés de acuerdo con Dios y los hombres desde ahora, tu Dios y todos sus
santos se conformarán con tu voluntad. Si,
pues, quieres ser rey en el cielo, ama a Dios y a los hombres
como debes, y merecerás ser lo que deseas.
Pero no harás
este amor perfecto más que con la condición de vaciar tu corazón de todo otro
amor. Con el corazón humano y con el amor ocurre como con un vaso en el cual se
pone aceite. Cuanto más se llena ese vaso de agua o de otro líquido, menos
aceite contiene. Del mismo modo, el corazón humano se cierra al amor de Dios en
la medida en que se encuentra ocupado por otro amor. Es más: como un olor
fétido es contrario a un perfume suave, y la obscuridad a la luz, así todo otro
amor se opone directamente al amor celestial. Las cosas contrarias jamás se
avienen entre sí, y el amor celestial no puede vivir en un mismo corazón con
cualquiera otro amor. De ahí que aquellos cuyo corazón está lleno del amor de
Dios y del prójimo no quieren otra cosa que la que Dios quiere u otro hombre,
con tal que la voluntad de éste no esté en pugna con la de Dios. Así se dan a
la oración, a las piadosas conversaciones y a los pensamientos del cielo, porque es dulce para ellos el desear a Dios, hablar y
oír hablar de Él, pensar en aquel a quien aman ardientemente. Entonces se
alegran aquellos que están en la alegría, lloran con los que lloran (Cf. Rm 12,
15); tienen compasión con los desgraciados, dan limosna a los que la necesitan,
porque aman a su prójimo como a ellos mismos. Desprecian las riquezas, el
poder, los placeres; no buscan ni honores ni alabanzas. En efecto, el que ama
estas cosas peca con frecuencia contra Dios y contra el prójimo. De esta
manera, toda la ley y los profetas están encerrados en estos dos mandamientos
(Mt 22, 40). Aquel, por consiguiente, que quiere poseer perfectamente el amor
con que se compra el reino de los cielos, debe
amar el desprecio, la pobreza, el trabajo, la obediencia, el ejemplo de los santos,
porque el que se humilla será ensalzado (Lc 18, 14)” .
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