La síntesis patrística,
amputada en Occidente de su dimensión espiritual, fue reemplazada por una nueva
visión del cristianismo, en la que la vida monástica fue marginada a favor de
otras formas de vida religiosa hasta una nueva ruptura, descripta por R.
Loqueneux en su obra “Science
classique et thélogie” (Ciencia clásica
y teología)[1].
Mientras que hasta “los siglos XVII y XVIII la ciencia clásica fue elaborada”
en un marco en el cual “la teología estaba en el corazón del pensamiento de la
mayor parte de los sabios”, en el siglo XVIII se produjo una nueva ruptura, que
el autor califica asimismo de “divorcio”, con la filosofía de las Luces que
culminara en el siglo XIX. Hasta ese momento, en efecto, era imposible “para el
historiador de las ciencias, aislar a estas de “la influencia de las teologías
naturales y racionales”, “como así también de las relaciones que ellas
mantenían con la teología revelada”. Las matemáticas y las leyes de la
naturaleza, que hasta entonces se estudiaban con la finalidad de probar la
existencia de Dios, lograron su autonomía. En adelante la ciencia conducirá al
cientificismo y al materialismo; y la teología se verá despojada de su condición de ciencia. Al igual que es
posible observar las leyes de la naturaleza sin referencia a una revelación,
será asimismo posible hacer exégesis o estudiar la literatura cristiana de los
primeros siglos sin referencia explícita a la fe. En cuanto a la espiritualidad,
ella continuará su evolución sin
relación directa con la teología, con una proliferación de discursos más o
menos místicos y la multiplicación de devociones.
Todo el discurso se
concentrará en adelante sobre la moral y la importancia de las obras de bien,
lo cual provocará la floración de múltiples congregaciones que se definirán
esencialmente por sus obras. San Alfonso María de Ligorio, san Vicente de Paúl
y todas las congregaciones consagradas a la educación,
a la salud y a las obras de caridad se convertirán en los actores principales
del paisaje eclesial. La espiritualidad será confinada a un ámbito íntimo, la
teología ya no será reconocida como la reina de las ciencias, y será en el terreno de las obras y sobre
todo del discurso moral que la Iglesia desplegará toda su energía en Occidente.
Pero este magisterio moral de la Iglesia conocerá a su vez una contestación
radical al final del siglo XIX con los maestros de la duda[2]:
Nietzche, Freud y Marx; y luego, a mediados del siglo XX, con el rechazo de Humanae Vitae y la multiplicación de los
escándalos, que van a quitar credibilidad esa última parte de la doctrina
cristiana. Mientras que el
discurso de la Iglesia se concentraba sobre las cuestiones de moral, ella era
cada vez menos escuchada y no sentida como legítima, incluso entre los
cristianos. El siglo XX señala con esto la
desaparición progresiva del
último elemento nacido de la síntesis patrística.
Si se considera que la
espiritualidad, la aventura interior, significa lo que los antiguos llamaban Theoria, es decir la búsqueda de lo
Bello; que la teología concierne a la búsqueda de la Verdad, la ortodoxia; y que la vida activa y la moral atañen a la búsqueda del Bien, la ortopraxis, asistimos por tanto a una
desaparición progresiva de los tres elementos constitutivos de la primera
síntesis patrística. Los debates y luchas en este inicio del siglo XXI, que
conciernen únicamente y de manera significativa a los problemas morales, son
ciertamente indicativos del empobrecimiento de la síntesis patrística, pero
sobre todo nos revelan el trabajo que debe emprenderse hoy en la Iglesia de
Occidente. Y en esta tarea la vida monástica tiene justamente un lugar singular.
En efecto, desde hace
algunos decenios, asistimos en la Iglesia latina, a un florecimiento de
fundaciones y comunidades nuevas todas las cuales, más o menos claramente, se
consideran dentro de la tradición monástica. De Taizé a Bose, de los hermanos y
hermanas de Belén a las fraternidades monásticas de Jerusalén, desde las Comunidades
de las Bienaventuranzas a las comunidades diversas y variadas, todas se
inspiran y se reclaman más o menos del modelo monástico, agregando también
otros elementos y mezclando los diversos estados de vida. Sin hablar de los
grupos de hombres y mujeres laicos que
se han constituido en torno a las comunidades monásticas, para inspirarse en la
RB, sin por ello hacerse monjes o
monjas. De una forma un poco paradojal, mientras que las comunidades monásticas
tienen dificultades para reclutar nuevos miembros, nunca han estado tan
acompañadas y apreciadas. La síntesis monástica atrae y suscita emulación,
hasta las grandes empresas miran a
Benito y a su Regla como
precursores de los principios de la gestión empresarial.
La vida monástica atrae
porque aparece como uno de los últimos ámbitos en donde la alianza de los tres
universales[3],
lo Bello, lo Verdadero y el Bien parecen haber sobrevivido. Frente a un
discurso muy a menudo
únicamente moralizante y activista, el modelo
monástico ofrece una alternativa con su liturgia, su experiencia espiritual, su
arte de vivir y su implicación en las realidades no solo intelectuales sino
también muy concretas de este mundo. Sin duda, es la misma razón la que empuja
a tantos de nuestros contemporáneos a interesarse por las Iglesias de Oriente, que han salvaguardado mucho
mejor que la Iglesia latina esa síntesis de la edad de oro de los Padres. Pero
la verdadera cuestión que se nos plantea
hoy en día es comprender si basta con volver a la síntesis del siglo IV, o si hay que suscitar, con nuevos
esfuerzos, una renovada expresión espiritual, teológica y ascética. En la
perspectiva de “la hermenéutica de la continuidad” presentada por Benedicto XVI
en su discurso a la curia romana del 22 de diciembre de 2005, no es posible
vislumbrar una nueva síntesis que no se enraíce en aquella de los primeros
siglos. Pero no se trata de contentarse con hacer arqueología. El verdadero
problema es volver a encontrar esa unidad profunda que permitió a la Iglesia
proponer la fe a las diversas
culturas que fue encontrando.
En ese sentido, la época
que atravesamos es muy apasionante. La presencia simultánea del Papa Francisco
y del Papa emérito Benedicto es a este respecto muy instructiva. Porque
mientras el Papa Francisco ubica su discurso resueltamente en la esfera moral,
pero al modificar los parámetros parece querer dar vuelta la página del
moralismo de los siglos XIX y XX; el Papa emérito Benedicto, que ha constituido
en la continuidad de las catequesis del
miércoles una verdadera síntesis de la tradición de la Iglesia, ha entregado a
los cristianos todos los elementos necesarios para redescubrir esa
extraordinaria síntesis del cristianismo de la que tanta necesidad tiene
nuestra época. Paradojalmente, al contrario de la imagen que presentan los
medios de todas partes, mientras que Francisco aparece como el Papa que da
vuelta la página de un pasado terminado, revolucionando los parámetros del
discurso moral, Benedicto aparece como el Papa que prepara el futuro, esa nueva
síntesis que aún subsiste en la Regla que también lleva su nombre.
[1] Science classique et Théologie, Vuibert Adapt-Snes, Paris 2010.
[2] Sospecha.
[3] Trascendentales.
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