Papa Benedicto XVI: Verbum Domini
a)
Palabra de Dios y ministros ordenados
78.
Dirigiéndome ahora en primer lugar a los ministros ordenados de la Iglesia, les
recuerdo lo que el Sínodo ha afirmado: «La Palabra de Dios es indispensable
para formar el corazón de un buen pastor, ministro de la Palabra».[264] Los
obispos, presbíteros y diáconos no pueden pensar de ningún modo en vivir su
vocación y misión sin un compromiso decidido y renovado de santificación, que
tiene en el contacto con la Biblia uno de sus pilares.
79.
A los que han sido llamados al episcopado, y son los primeros y más autorizados
anunciadores de la Palabra, deseo reiterarles lo que decía el Papa Juan Pablo
II en la Exhortación apostólica postsinodal Pastores gregis. Para alimentar y
hacer progresar la propia vida espiritual, el Obispo ha de poner siempre «en
primer lugar, la lectura y meditación de la Palabra de Dios. Todo Obispo debe
encomendarse siempre y sentirse encomendado “a Dios y a la Palabra de su
gracia, que tiene poder para construir el edificio y daros la herencia con
todos los santificados” (Hch 20,32). Por tanto, antes de ser transmisor de la
Palabra, el Obispo, al igual que sus sacerdotes y los fieles, e incluso como la
Iglesia misma, tiene que ser oyente de la Palabra. Ha de estar como “dentro de”
la Palabra, para dejarse proteger y alimentar como en un regazo materno».[265]
A imitación de María, Virgo audiens y Reina de los Apóstoles, recomiendo a
todos los hermanos en el episcopado la lectura personal frecuente y el estudio
asiduo de la Sagrada Escritura.
80.
Respecto a los sacerdotes, quisiera también remitirme a las palabras del Papa
Juan Pablo II, el cual, en la Exhortación apostólica postsinodal Pastores dabo
vobis, ha recordado que «el sacerdote es, ante todo, ministro de la Palabra de
Dios; es el ungido y enviado para anunciar a todos el Evangelio del Reino,
llamando a cada hombre a la obediencia de la fe y conduciendo a los creyentes a
un conocimiento y comunión cada vez más profundos del misterio de Dios, revelado
y comunicado a nosotros en Cristo». Por eso, el sacerdote mismo debe ser el
primero en cultivar una gran familiaridad personal con la Palabra de Dios: «no
le basta conocer su aspecto lingüístico o exegético, que es también necesario;
necesita acercarse a la Palabra con un corazón dócil y orante, para que ella
penetre a fondo en sus pensamientos y sentimientos y engendre dentro de sí una
mentalidad nueva: “la mente de Cristo” (1 Co 2,16)».[266] Consiguientemente,
sus palabras, sus decisiones y sus actitudes han de ser cada vez más una
trasparencia, un anuncio y un testimonio del Evangelio; «solamente
“permaneciendo” en la Palabra, el sacerdote será perfecto discípulo del Señor;
conocerá la verdad y será verdaderamente libre».[267]
En
definitiva, la llamada al sacerdocio requiere ser consagrados «en la verdad».
Jesús mismo formula esta exigencia respecto a sus discípulos: «Santifícalos en
la verdad. Tu Palabra es verdad. Como tú me enviaste al mundo, así los envío yo
también al mundo» (Jn 17,17-18). Los discípulos son en cierto sentido
«sumergidos en lo íntimo de Dios mediante su inmersión en la Palabra de Dios.
La Palabra de Dios es, por decirlo así, el baño que los purifica, el poder
creador que los transforma en el ser de Dios».[268] Y, puesto que Cristo mismo
es la Palabra de Dios hecha carne (Jn1,14), es «la Verdad» (Jn14,6), la
plegaria de Jesús al Padre, «santifícalos en la verdad», quiere decir en el
sentido más profundo: «Hazlos una sola cosa conmigo, Cristo. Sujétalos a mí.
Ponlos dentro de mí. Y, en efecto, en último término hay un único sacerdote de
la Nueva Alianza, Jesucristo mismo».[269] Es necesario, por tanto, que los
sacerdotes renueven cada vez más profundamente la conciencia de esta realidad.
81.
Quisiera referirme también al puesto de la Palabra de Dios en la vida de los
que están llamados al diaconado, no sólo como grado previo del orden del
presbiterado, sino como servicio permanente. El Directorio para el diaconado
permanente dice que, «de la identidad teológica del diácono brotan con claridad
los rasgos de su espiritualidad específica, que se presenta esencialmente como
espiritualidad de servicio. El modelo por excelencia es Cristo siervo, que
vivió totalmente dedicado al servicio de Dios, por el bien de los
hombres».[270] En esta perspectiva, se entiende cómo, en las diversas
dimensiones del ministerio diaconal, un «elemento que distingue la
espiritualidad diaconal es la Palabra de Dios, de la que el diácono está
llamado a ser mensajero cualificado, creyendo lo que proclama, enseñando lo que
cree, viviendo lo que enseña».[271]Recomiendo por tanto que los diáconos
cultiven en su propia vida una lectura creyente de la Sagrada Escritura con el
estudio y la oración. Que sean introducidos a la Sagrada Escritura y su
correcta interpretación; a la teología del Antiguo y del Nuevo Testamento; a la
interrelación entre Escritura y Tradición; al uso de la Escritura en la
predicación, en la catequesis y, en general, en la actividad pastoral.[272]
b)
Palabra de Dios y candidatos al Orden sagrado
82.
El Sínodo ha dado particular importancia al papel decisivo de la Palabra de
Dios en la vida espiritual de los candidatos al sacerdocio ministerial: «Los
candidatos al sacerdocio deben aprender a amar la Palabra de Dios. Por tanto,
la Escritura ha de ser el alma de su formación teológica, subrayando la
indispensable circularidad entre exegesis, teología, espiritualidad y
misión».[273] Los aspirantes al sacerdocio ministerial están llamados a una
profunda relación personal con la Palabra de Dios, especialmente en la lectio
divina, porque de dicha relación se alimenta la propia vocación: con la luz y
la fuerza de la Palabra de Dios, la propia vocación puede descubrirse,
entenderse, amarse, seguirse, así como cumplir la propia misión, guardando en
el corazón el designio de Dios, de modo que la fe, como respuesta a la Palabra,
se convierta en el nuevo criterio de juicio y apreciación de los hombres y las
cosas, de los acontecimientos y los problemas.[274]
Esta
atención a la lectura orante de la Escritura en modo alguno debe significar una
dicotomía respecto al estudio exegético requerido en el tiempo de la formación.
El Sínodo ha encomendado que se ayude concretamente a los seminaristas a ver la
relación entre el estudio bíblico y el orar con la Escritura. El estudio de las
Escrituras les ha de hacer más conscientes del misterio de la revelación
divina, alimentando una actitud de respuesta orante a Dios que habla. Por otro
lado, una auténtica vida de oración hará también crecer necesariamente en el
alma del candidato el deseo de conocer cada vez más al Dios que se ha revelado
en su Palabra como amor infinito. Por tanto, se deberá poner el máximo cuidado
para que en la vida de los seminaristas se cultive esta reciprocidad entre
estudio y oración. Para esto, hace falta que se oriente a los candidatos a un
estudio de la Sagrada Escritura mediante métodos que favorezcan este enfoque
integral.
Lectura
orante de la Sagrada Escritura y «lectio divina»
86.
El Sínodo ha vuelto a insistir más de una vez en la exigencia de un acercamiento
orante al texto sagrado como factor fundamental de la vida espiritual de todo
creyente, en los diferentes ministerios y estados de vida, con particular
referencia a la lectio divina.[290] En efecto, la Palabra de Dios está en la
base de toda espiritualidad auténticamente cristiana. Con ello, los Padres
sinodales han seguido la línea de lo que afirma la Constitución dogmática Dei
Verbum: «Todos los fieles... acudan de buena gana al texto mismo: en la
liturgia, tan llena del lenguaje de Dios; en la lectura espiritual, o bien en
otras instituciones u otros medios, que para dicho fin se organizan hoy por
todas partes con aprobación o por iniciativa de los Pastores de la Iglesia.
Recuerden que a la lectura de la Sagrada Escritura debe acompañar la oración».[291]
La reflexión conciliar pretendía retomar la gran tradición patrística, que ha
recomendado siempre acercarse a la Escritura en el diálogo con Dios. Como dice
san Agustín: «Tu oración es un coloquio con Dios. Cuando lees, Dios te habla;
cuando oras, hablas tú a Dios».[292] Orígenes, uno de los maestros en este modo
de leer la Biblia, sostiene que entender las Escrituras requiere, más incluso
que el estudio, la intimidad con Cristo y la oración. En efecto, está
convencido de que la vía privilegiada para conocer a Dios es el amor, y que no
se da una auténtica scientia Christi sin enamorarse de Él. En la Carta a
Gregorio, el gran teólogo alejandrino recomienda: «Dedícate a la lectio de las
divinas Escrituras; aplícate a esto con perseverancia. Esfuérzate en la lectio
con la intención de creer y de agradar a Dios. Si durante la lectio te
encuentras ante una puerta cerrada, llama y te abrirá el guardián, del que
Jesús ha dicho: “El guardián se la abrirá”. Aplicándote así a la lectio divina,
busca con lealtad y confianza inquebrantable en Dios el sentido de las divinas
Escrituras, que se encierra en ellas con abundancia. Pero no has de contentarte
con llamar y buscar. Para comprender las cosas de Dios te es absolutamente
necesaria la oratio. Precisamente para exhortarnos a ella, el Salvador no
solamente nos ha dicho: “Buscad y hallaréis”, “llamad y se os abrirá”, sino que
ha añadido: “Pedid y recibiréis”».[293]
A
este propósito, no obstante, se ha de evitar el riesgo de un acercamiento
individualista, teniendo presente que la Palabra de Dios se nos da precisamente
para construir comunión, para unirnos en la Verdad en nuestro camino hacia
Dios. Es una Palabra que se dirige personalmente a cada uno, pero también es
una Palabra que construye comunidad, que construye la Iglesia. Por tanto, hemos
de acercarnos al texto sagrado en la comunión eclesial. En efecto, «es muy
importante la lectura comunitaria, porque el sujeto vivo de la Sagrada
Escritura es el Pueblo de Dios, es la Iglesia... La Escritura no pertenece al pasado,
dado que su sujeto, el Pueblo de Dios inspirado por Dios mismo, es siempre el
mismo. Así pues, se trata siempre de una Palabra viva en el sujeto vivo. Por
eso, es importante leer la Sagrada Escritura y escuchar la Sagrada Escritura en
la comunión de la Iglesia, es decir, con todos los grandes testigos de esta
Palabra, desde los primeros Padres hasta los santos de hoy, hasta el Magisterio
de hoy».[294]
Por
eso, en la lectura orante de la Sagrada Escritura, el lugar privilegiado es la
Liturgia, especialmente la Eucaristía, en la cual, celebrando el Cuerpo y la
Sangre de Cristo en el Sacramento, se actualiza en nosotros la Palabra misma.
En cierto sentido, la lectura orante, personal y comunitaria, se ha de vivir
siempre en relación a la celebración eucarística. Así como la adoración
eucarística prepara, acompaña y prolonga la liturgia eucarística,[295] así
también la lectura orante personal y comunitaria prepara, acompaña y profundiza
lo que la Iglesia celebra con la proclamación de la Palabra en el ámbito
litúrgico. Al poner tan estrechamente en relación lectio y liturgia, se pueden
entender mejor los criterios que han de orientar esta lectura en el contexto de
la pastoral y la vida espiritual del Pueblo de Dios.
87.
En los documentos que han preparado y acompañado el Sínodo, se ha hablado de
muchos métodos para acercarse a las Sagradas Escrituras con fruto y en la fe.
Sin embargo, se ha prestado una mayor atención a la lectio divina, que es
verdaderamente «capaz de abrir al fiel no sólo el tesoro de la Palabra de Dios
sino también de crear el encuentro con Cristo, Palabra divina y viviente».[296]
Quisiera recordar aquí brevemente cuáles son los pasos fundamentales: se
comienza con la lectura (lectio) del texto, que suscita la cuestión sobre el
conocimiento de su contenido auténtico: ¿Qué dice el texto bíblico en sí mismo?
Sin este momento, se corre el riesgo de que el texto se convierta sólo en un
pretexto para no salir nunca de nuestros pensamientos. Sigue después la
meditación (meditatio) en la que la cuestión es: ¿Qué nos dice el texto bíblico
a nosotros? Aquí, cada uno personalmente, pero también comunitariamente, debe
dejarse interpelar y examinar, pues no se trata ya de considerar palabras
pronunciadas en el pasado, sino en el presente. Se llega sucesivamente al
momento de la oración (oratio), que supone la pregunta: ¿Qué decimos nosotros
al Señor como respuesta a su Palabra? La oración como petición, intercesión,
agradecimiento y alabanza, es el primer modo con el que la Palabra nos cambia.
Por último, la lectio divina concluye con la contemplación (contemplatio),
durante la cual aceptamos como don de Dios su propia mirada al juzgar la
realidad, y nos preguntamos: ¿Qué conversión de la mente, del corazón y de la
vida nos pide el Señor? San Pablo, en la Carta a los Romanos, dice: «No os
ajustéis a este mundo, sino transformaos por la renovación de la mente, para
que sepáis discernir lo que es la voluntad de Dios, lo bueno, lo que agrada, lo
perfecto» (12,2). En efecto, la contemplación tiende a crear en nosotros una
visión sapiencial, según Dios, de la realidad y a formar en nosotros «la mente
de Cristo» (1 Co 2,16). La Palabra de Dios se presenta aquí como criterio de
discernimiento, «es viva y eficaz, más tajante que la espada de doble filo,
penetrante hasta el punto donde se dividen alma y espíritu, coyunturas y
tuétanos. Juzga los deseos e intenciones del corazón» (Hb 4,12). Conviene
recordar, además, que la lectio divina no termina su proceso hasta que no se
llega a la acción (actio), que mueve la vida del creyente a convertirse en don
para los demás por la caridad.
Encontramos
sintetizadas y resumidas estas fases de manera sublime en la figura de la Madre
de Dios. Modelo para todos los fieles de acogida dócil de la divina Palabra,
Ella «conservaba todas estas cosas, meditándolas en su corazón» (Lc 2,19; cf.
2,51). Sabía encontrar el lazo profundo que une en el gran designio de Dios
acontecimientos, acciones y detalles aparentemente desunidos.[297]
Quisiera
mencionar también lo recomendado durante el Sínodo sobre la importancia de la
lectura personal de la Escritura como práctica que contempla la posibilidad,
según las disposiciones habituales de la Iglesia, de obtener indulgencias,
tanto para sí como para los difuntos.[298] La práctica de la indulgencia[299]
implica la doctrina de los méritos infinitos de Cristo, que la Iglesia como
ministra de la redención dispensa y aplica, pero implica también la doctrina de
la comunión de los santos, y nos dice «lo íntimamente unidos que estamos en
Cristo unos con otros y lo mucho que la vida sobrenatural de uno puede ayudar a
los demás».[300] En esta perspectiva, la lectura de la Palabra de Dios nos
ayuda en el camino de penitencia y conversión, nos permite profundizar en el
sentido de la pertenencia eclesial y nos sustenta en una familiaridad más
grande con Dios. Como dice San Ambrosio, cuando tomamos con fe las Sagradas
Escrituras en nuestras manos, y las leemos con la Iglesia, el hombre vuelve a
pasear con Dios en el paraíso.[301]
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