Vale
la pena recordar que el monje es un “tipo” (o arquetipo) en el sentido técnico
del término. Todas las sociedades, sean eclesiales o una sociedad concebida de
manera más amplia, tienen sus tipos: el labrador del suelo, el cazador, el
guerrero, los políticos, los poetas, los sabios, los reyes y las reinas, los
monjes y las monjas. Para hablar de la contribución monástica a la Iglesia y al
mundo, quiero comenzar desde aquí y no simplemente con un enfoque benedictino.
Esa peculiaridad benedictina especial, sea lo que sea, se comprende mejor
evitando enfocarla en sí misma como de gran valor. Por eso, la primera pregunta
se convierte en ¿cuál ha sido y cuál puede ser la contribución del monje como
tipo social a la Iglesia y al mundo?
Nosotros
en Occidente decimos “monástico” y estamos inclinados a pensar inmediatamente
en san Benito, pero necesitamos ser conscientes de que él resulta como una
especie de culminación y punto de inflexión en un movimiento que estaba en
desarrollo desde varios siglos antes. Una de las áreas del monacato primitivo
prebenedictino que es particularmente útil considerar es la relación del
monacato con la filosofía antigua. El movimiento monástico tomó mucho del
espíritu de la filosofía griega, como lo hizo toda la Iglesia cristiana. Pudo
hacerlo porque esta filosofía era profundamente religiosa y espiritual. Se le
dedicaba toda la vida a enamorarse de la sabiduría, a una conversión hacia la
sabiduría. Pierre Hadot describe la filosofía antigua como “ejercicios
espirituales”, ejercicios cuyo propósito era enseñar a los que aman la
sabiduría: 1) cómo vivir; 2) cómo dialogar; 3) cómo morir y 4) cómo leer (P. Haddot,
Exercices spirituels et philosophie
Antique [2a Ed., Paris, 1987] 14-71). La filosofía para los antiguos no era
un cuerpo de ideas abstractas que se van desarrollando. Era fundamentalmente
una manera de vivir que capacitaba a la persona para pensar rectamente, por lo
tanto, para llegar a la verdad.
Puede
parecer que al hablar de la filosofía antigua, me alejo de los urgentes temas
contemporáneos de la Nueva Evangelización. Pero si estoy en lo correcto acerca
de que el monje tiene como mínimo el potencial de desempeñar una función
arquetípica todavía hoy en la sociedad, entonces nosotros podríamos hacer una
contribución alrededor de estas cuatro preguntas perennes que les presento, y
que continúan siendo preguntas urgentes en la vida de la gente de hoy, sean
conscientes de ellas o no. Los monjes podrían realzar la conciencia de que no
es sano vivir sin enfrentarse con estas preguntas.
El
monacato cristiano del siglo IV del desierto sirio, palestino y egipcio, al
comienzo no fue afectado por esta corriente filosófica. Era un ascetismo que
reemplazaba al martirio en el tiempo de la Iglesia imperial en la primera mitad
del siglo IV. Pero a través de los Capadocios (Basilio y los dos Gregorios) y
luego de Evagrio Póntico, el ascetismo del desierto llegó a ser comprendido
como un movimiento dentro de una trayectoria similar a la de la filosofía
griega concebida como ejercicio espiritual, y directamente relacionado con
ella. Por lo tanto el ascetismo cristiano perfecciona su enfoque: ascetismo
como manera de vivir que permitió a los cristianos pensar rectamente, por lo
tanto arribar a la verdad que está en Cristo Jesús. Las Escrituras cristianas
se convirtieron para los monjes del desierto en el texto principal alrededor
del cual aprendieron: 1) cómo vivir; 2) cómo dialogar; 3) cómo morir; y 4) cómo
leer.
En
consecuencia, los monjes del desierto, que dedicaron toda su vida a esta
búsqueda “filosófica”, legaron a la Iglesia entera, un patrimonio enorme de
sabiduría espiritual adquirida poco a poco basada en las Escrituras pero muy
perfeccionada por la precisión de pensamiento que la filosofía griega promovió.
La doctrina de la Santísima Trinidad, tal como se expresó en los debates que
rodearon al concilio de Constantinopla (381), debe mucho también a la tradición
filosófica griega. Y así, hacia fines del siglo IV, el monacato se convierte en
un verdadero taller espiritual donde se aprende: 1) cómo vivir; 2) cómo
dialogar; 3) cómo morir; y 4) cómo leer el misterio de la Santísima Trinidad en
toda la vida. Mi deseo es llegar a sugerir –es muy pronto; voy trabajando en
ese sentido– que esta capacidad de leer el misterio de la Santísima Trinidad en
toda la vida podría concebirse como un objetivo de la Nueva Evangelización,
primero como una renovación dentro de la misma vida monástica y luego como algo
compartido por los monjes con los demás en los puntos donde sus vidas se
relacionan con la Iglesia y el mundo.
Es
en el interior de estas corrientes repentinas y poderosas donde hay que ubicar
al monacato del siglo VI de san Benito. De una manera que es admirable por su
practicidad, san Benito organizó una forma de vida adecuada a la gente de su
tiempo, menos sensible de manera inmediata al patrimonio filosófico griego, que
les posibilitó continuar esta búsqueda de la Sabiduría divina. No necesitamos hoy
hablar de las doctrinas específicas que se encuentran en la santa Regla.
Doctrinas específicas aparte, la contribución de la santa Regla a la Iglesia y
al mundo es advertida ya en toda la forma de vida que Benito organiza. Él
ordena el día del monje de tal manera que la jornada está impregnada por las
Sagradas Escrituras, el Oficio divino, la lectio divina, en el penetrante
silencio pensado para permitir que esta palabra resuene cada vez más
profundamente. Los monjes benedictinos estaban también aprendiendo: 1) cómo
vivir; 2) cómo dialogar; 3) cómo morir; y 4) cómo leer el misterio de la Santísima
Trinidad en toda la vida.
Jeremy Driscoll, “El monacato y
la nueva evangelización”, en CuadMon
209/210 (2019), pp. 337-339.
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