sábado, 5 de octubre de 2019

X. LECTIO COMPARTIDA DEL SALMO 41


José Tolentino Mendonça, “La sed de Dios”[1]

 

‘Como jadea el ciervo tras las corrientes de agua…’. El Salmo 42 nos ofrece, ante todo, una imagen: la de un ciervo que, movido por la sed, emprende una obstinada búsqueda de agua. En la Carta a los Romanos dirá Pablo que también ‘la creación se encuentra en ansiosa espera, aguardando la revelación’ (8,19). Es verdad. Sí supiéramos contemplar el mundo con amor, descubriríamos que es un libro de imágenes sobre la sed de Dios. No es, pues, únicamente el Salmo 42, sino toda la creación la que se ve atravesada por este deseo visceral, esa tensión primordialmente inscrita, esa urgencia, esa alarma. Y el hecho de que sea un ciervo el que aparece en la metáfora no es indiferente. Como dice san Agustín: ‘¡Corre hacia la fuente, anhela ese manantial! Pero no corras como cualquier animal, sino como un ciervo, sin descanso… pero con la prodigiosa velocidad del ciervo’.

No deja de ser curioso, sin embargo, que el salmo sea una elegía sobre el exilio y el silencio de Dios. Ver el rostro de Dios era una experiencia religiosa reservada a quienes participaban en la liturgia del templo, lo cual resultaba imposible durante el exilio. Basándonos en el léxico empleado en el Salmo, tal vez podamos concluir que el protagonista es un sacerdote o un levita forzado a vivir lejos de la fuente de agua viva que es el espacio sagrado. Y por eso suspira, se muestra disconforme y afirma tener sed y deseo. ‘Como jadea el ciervo tras las corrientes de agua / así jadea mi alma en pos de Ti, mi Dios. / Mi alma tiene sed de Dios, del Dios vivo: / ¿Cuándo llegaré a ver el rostro de Dios?’ (Salmo 42, 2-3). La distancia física amplifica el deseo: eso es lo que dicen las palabras del Salmo; y sabemos que el texto hebreo va más al fondo. Por ejemplo, siguiendo la propuesta griega de los LXX y la latina de la Vulgata, traducimos psichê por alma, pero el término hebreo es nèphèsh, que significa garganta, el órgano por donde pasa el agua que sacia la sed. Podríamos traducir literalmente, quizá con mayor intensidad emocional: ‘mi garganta jadea por Ti, mi Dios / mi garganta tiene sed de Dios’. En este pasaje del salmo 42, la presencia de Dios es diseñada por la dramática percepción de la ausencia. Con todo, la ausencia de Dios se convierte en una especie de plegaria ininterrumpida. Lejos del templo no pueden realizarse los sacrificios ni las oraciones rituales. Lo que sí se puede es mantener la sed, que es la forma que subyace a cualquier relación verdadera con el Dios vivo.

Tal vez los cristianos, y en particular nosotros, los pastores, necesitamos valorar en mayor medida la espiritualidad de la sed. Tal vez necesitamos recuperar el deseo, su itinerancia y su apertura, más que las codificaciones, donde todo está previsto, establecido y asegurado. La experiencia del deseo no es un título de propiedad ni una forma de poseer, sino, más bien, una condición de mendicidad. El creyente es un mendigo de misericordia. Si es así como nos sentimos, no debemos preocuparnos: ese es nuestro lugar. El deseo nos expropia de nuestros saberes rutinizados, de nuestros diagnósticos y convicciones consolidadas, del patrimonio acumulado que nos sirve de impedimento, de la tiranía de nuestros puntos de vista absolutistas. El deseo no favorece el que nos cerremos en nuestro propio yo, sino que lo trasciende y redimensiona, poniéndonos delante del Otro y de su Alteridad. El yo del deseo da lugar al Otro, es decir, confía, deposita fe en el Otro, se sitúa en su órbita, busca su luz. El deseo es la brújula: nos orienta hacia Dios. ¿Y cómo lo hace? Los poetas y los místicos nos lo explican, por medio de los enigmas, como hace, por ejemplo. Angelus Silesius. ‘A Dios no puedo ir desnudo, / pro debo ir desvestido’. Ni desnudo ni siquiera vestido, sino según esa nueva condición que consiste en ir desvestido. Lo más importante no es lo que he sido ni lo que soy, sino la potencialidad que Dios, el deseo de Dios, despierta en mí.

Pero, para eso, tal vez los cristianos, y en particular nosotros, los pastores, debamos reconciliarnos mejor con nuestra vulnerabilidad. El papa Francisco nos ha recordado que una de nuestras peores tentaciones es la tentación de la autosuficiencia y la autoreferencialidad. Cuando caemos en ella, hacemos de la vida una cápsula insonorizada que puede asemejarse a una cómoda zona de confort, la cual, sin embargo, no sume en una anorexia mortal, porque el don de Dios y el de los hermanos no circulan, ni nos alimentamos de ellos. Abrazar la vulnerabilidad del otro es acceder a su deseo de ser reconocido y tocado, como el leproso que se acercó a Jesús (Mt 8,3); como la suegra de Pedro, que yacía en la cama con fiebre (Mt 8,15); como la mujer que sufría de hemorragias desde los doce años (Mt 9,20); como los que gritaban ‘¡Ten piedad de nosotros, Hijo de David!’ (Mt 9, 29); como los enfermos que suplicaban poder tocar al menos la orla de su manto (Mt 14,36); como los discípulos derribados por tierra en la escena de la transfiguración (Mt 17,7); como los ciegos que, en Jericó, conmovieron a Jesús rogándole: ‘¡Señor, que se abran nuestros ojos!’ (Mt 20,34)”.



[1] Elogio de la Sed, Sal Terrae, pp. 56-59.



La oración de la sed[1]



¡Enséñame, Señor, a rezar mi sed,

a pedirte, no que la suprimas de raíz

o que te apresures a apagarla,

sino que la hagas aún mayor,

en una medida de desconozco

y que únicamente sé que es la Tuya!



Enséñame, Señor, a beber de la propia sed de Ti,

como quien se alimenta incluso a oscuras

del frescor de la fuente.



Que la sed me haga mil veces mendigo,

haga que me enamore y convierta en peregrino.

Que me obligue a preferir el camino a la posada

y la abierta confianza al cálculo programado.



Que esta sed sea el mapa y el viaje,

la palabra encendida y el gesto que prepara

la mesa sobre la que compartimos el don.



Y que, cuando dé de beber a tus hijos,

no sea porque tengo en mi poder el agua,

sino porque, al igual que ellos, sé lo que es la sed”.



[1] Idem., pp. 159-160.

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