José
Tolentino Mendonça, “La sed de Dios”[1]
‘Como
jadea el ciervo tras las corrientes de agua…’. El Salmo 42 nos ofrece, ante
todo, una imagen: la de un ciervo que, movido por la sed, emprende una
obstinada búsqueda de agua. En la Carta a los Romanos dirá Pablo que también
‘la creación se encuentra en ansiosa espera, aguardando la revelación’ (8,19).
Es verdad. Sí supiéramos contemplar el mundo con amor, descubriríamos que es un
libro de imágenes sobre la sed de Dios. No es, pues, únicamente el Salmo 42, sino
toda la creación la que se ve atravesada por este deseo visceral, esa tensión
primordialmente inscrita, esa urgencia, esa alarma. Y el hecho de que sea un
ciervo el que aparece en la metáfora no es indiferente. Como dice san Agustín:
‘¡Corre hacia la fuente, anhela ese manantial! Pero no corras como cualquier
animal, sino como un ciervo, sin descanso… pero con la prodigiosa velocidad del
ciervo’.
No
deja de ser curioso, sin embargo, que el salmo sea una elegía sobre el exilio y
el silencio de Dios. Ver el rostro de Dios era una experiencia religiosa
reservada a quienes participaban en la liturgia del templo, lo cual resultaba
imposible durante el exilio. Basándonos en el léxico empleado en el Salmo, tal
vez podamos concluir que el protagonista es un sacerdote o un levita forzado a
vivir lejos de la fuente de agua viva que es el espacio sagrado. Y por eso
suspira, se muestra disconforme y afirma tener sed y deseo. ‘Como jadea el
ciervo tras las corrientes de agua / así jadea mi alma en pos de Ti, mi Dios. /
Mi alma tiene sed de Dios, del Dios vivo: / ¿Cuándo llegaré a ver el rostro de
Dios?’ (Salmo 42, 2-3). La distancia
física amplifica el deseo: eso es lo que dicen las palabras del Salmo; y
sabemos que el texto hebreo va más al fondo. Por ejemplo, siguiendo la
propuesta griega de los LXX y la latina de la Vulgata, traducimos psichê por alma, pero el término hebreo es nèphèsh,
que significa garganta, el órgano por
donde pasa el agua que sacia la sed. Podríamos traducir literalmente, quizá con
mayor intensidad emocional: ‘mi garganta jadea por Ti, mi Dios / mi garganta
tiene sed de Dios’. En este pasaje del salmo 42, la presencia de Dios es
diseñada por la dramática percepción de la ausencia. Con todo, la ausencia de
Dios se convierte en una especie de plegaria ininterrumpida. Lejos del templo
no pueden realizarse los sacrificios ni las oraciones rituales. Lo que sí se
puede es mantener la sed, que es la forma que subyace a cualquier relación
verdadera con el Dios vivo.
Tal
vez los cristianos, y en particular nosotros, los pastores, necesitamos valorar
en mayor medida la espiritualidad de la sed. Tal vez necesitamos recuperar el
deseo, su itinerancia y su apertura, más que las codificaciones, donde todo
está previsto, establecido y asegurado. La experiencia del deseo no es un
título de propiedad ni una forma de poseer, sino, más bien, una condición de
mendicidad. El creyente es un mendigo de misericordia. Si es así como nos
sentimos, no debemos preocuparnos: ese es nuestro lugar. El deseo nos expropia
de nuestros saberes rutinizados, de nuestros diagnósticos y convicciones
consolidadas, del patrimonio acumulado que nos sirve de impedimento, de la
tiranía de nuestros puntos de vista absolutistas. El deseo no favorece el que
nos cerremos en nuestro propio yo, sino que lo trasciende y redimensiona,
poniéndonos delante del Otro y de su Alteridad. El yo del deseo da lugar al
Otro, es decir, confía, deposita fe en el Otro, se sitúa en su órbita, busca su
luz. El deseo es la brújula: nos orienta hacia Dios. ¿Y cómo lo hace? Los
poetas y los místicos nos lo explican, por medio de los enigmas, como hace, por
ejemplo. Angelus Silesius. ‘A Dios no puedo ir desnudo, / pro debo ir
desvestido’. Ni desnudo ni siquiera vestido, sino según esa nueva condición que
consiste en ir desvestido. Lo más importante no es lo que he sido ni lo que
soy, sino la potencialidad que Dios, el deseo de Dios, despierta en mí.
Pero,
para eso, tal vez los cristianos, y en particular nosotros, los pastores,
debamos reconciliarnos mejor con nuestra vulnerabilidad. El papa Francisco nos
ha recordado que una de nuestras peores tentaciones es la tentación de la
autosuficiencia y la autoreferencialidad. Cuando caemos en ella, hacemos de la
vida una cápsula insonorizada que puede asemejarse a una cómoda zona de
confort, la cual, sin embargo, no sume en una anorexia mortal, porque el don de
Dios y el de los hermanos no circulan, ni nos alimentamos de ellos. Abrazar la
vulnerabilidad del otro es acceder a su deseo de ser reconocido y tocado, como
el leproso que se acercó a Jesús (Mt 8,3); como la suegra de Pedro, que yacía
en la cama con fiebre (Mt 8,15); como la mujer que sufría de hemorragias desde
los doce años (Mt 9,20); como los que gritaban ‘¡Ten piedad de nosotros, Hijo
de David!’ (Mt 9, 29); como los enfermos que suplicaban poder tocar al menos la
orla de su manto (Mt 14,36); como los discípulos derribados por tierra en la
escena de la transfiguración (Mt 17,7); como los ciegos que, en Jericó,
conmovieron a Jesús rogándole: ‘¡Señor, que se abran nuestros ojos!’ (Mt 20,34)”.
La oración de la
sed[1]
¡Enséñame, Señor, a rezar mi sed,
a pedirte, no que la suprimas de raíz
o que te apresures a apagarla,
sino que la hagas aún mayor,
en una medida de desconozco
y que únicamente sé que es la Tuya!
Enséñame, Señor, a beber de la propia sed de Ti,
como quien se alimenta incluso a oscuras
del frescor de la fuente.
Que la sed me haga mil veces mendigo,
haga que me enamore y convierta en peregrino.
Que me obligue a preferir el camino a la posada
y la abierta confianza al cálculo programado.
Que esta sed sea el mapa y el viaje,
la palabra encendida y el gesto que prepara
la mesa sobre la que compartimos el don.
Y que, cuando dé de beber a tus hijos,
no sea porque tengo en mi poder el agua,
sino porque, al igual que ellos, sé lo que es la
sed”.
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