En
resumen: ante la desencarnación, reencontrar la carne
En
definitiva, y por decirlo en una palabra que resume todas las otras: nuestro
mundo es cada vez más el de la desencarnación. Nos hallamos en la época del In
vitro veritas, sea el cristal de las pantallas o el vidrio de las probetas. El
padre es reemplazado por el experto (y esto concierne también a los obispos que
con demasiada frecuencia renuncian a su paternidad para asumir una postura de
mero superior administrativo); la madre se ve progresivamente reemplazada por
la matriz electrónica. Oiréis que a partir de ahora una pareja del mismo sexo
puede tener hijos exactamente igual que la pareja formada por un hombre y una
mujer. Oiréis incluso que los puede tener mucho mejor que un hombre y una
mujer, porque el hombre y la mujer se entregan a la procreación en medio de la
arriesgada oscuridad del abrazo y el embarazo, mientras que la pareja del mismo
sexo es más responsable, más ética, ya que recurre con la mayor naturalidad al
artificio y pide a unos ingenieros que le fabriquen un niño sin defectos, con
un código genético a toda prueba, mucho más adaptado al entorno que le rodea.
Hoy más que nunca «el dragón se pone delante de la mujer, que va a dar a luz,
para devorar a su hijo en cuanto nazca» (cf. Ap 12, 4). Lo que se gesta en
nuestros laboratorios es una auténtica antianunciación. Ya no hay que acoger el
misterio de la vida en la noche de sus entrañas, sino reproducirla con transparencia
en un tubo de ensayo. El hombre viejo se esfuerza por manufacturar un hombre
nuevo que invertirá todas las fórmulas del Credo: ese hombre nuevo nacerá del
siglo antes de todos los padres… será creado, no engendrado… por obra de los
ingenieros, se desencarnará de una madre y se hará ciborg. De ahí que hoy en
día la misión más espiritual sea volver a descubrir la carne, desarrollar —como
decía Juan Pablo II— una verdadera «teología del sexo» y, sobre todo, una
teología de la mujer y de la maternidad. Es precisamente la maternidad la que
sufre el ataque más directo, porque lo femenino, con la capacidad que le es
propia y que consiste en llevar a otro en su seno y asumir los dolores del
alumbramiento, es la figura principal del apostolado en tiempos de apocalipsis
(Mt 24, 8; Mc 13, 8; Rm 8, 22; Ap 12, 2). No obstante, si el dragón ataca con
tanta facilidad a la mujer es únicamente porque el hombre no está ahí para
protegerla. Por eso esa teología de la maternidad debe ir acompañada de una
teología de la paternidad… y de la virilidad, pues el fundamento de la
virilidad es la paternidad (y no la musculatura). El hombre esposo y padre se
convierte en el defensor de su mujer y de sus hijos: podrá ofrecer su mejilla
izquierda, pero no la de los suyos. Por eso tiene el deber de alzarse en armas
en su legítima defensa, o bien de «tomar al niño y a su madre, y huir a Egipto»
(cf. Mt 2, 13), cosa que requiere no menos coraje. Así pues, la segunda figura
del apostolado apocalíptico es la del combatiente: «Y se entabló un gran
combate en el cielo: Miguel y sus ángeles lucharon contra el dragón» (Ap 12,
7). Habría mucho que decir sobre el afeminamiento de los cristianos (que, a su
vez, sirve para abonar también el terreno al machismo musulmán); la falsa
compasión del que tiene el estómago sensible y duro el corazón; las falsas
llamadas al diálogo del que queda excluida la verdad pero está lleno de
mundanidad… Podríamos contentarnos con la consideración de que la tesis que
hemos sostenido en estas páginas, si no está apoyada por una afirmación viril
dispuesta al combate, dispuesta a morir por sus hermanos, no será más que el
equivalente católico de los “consejos psicológicos” y demás “trucos y astucias”
de nuestras revistas favoritas. Se comprende así la intuición de Grignion de
Montfort de que «los apóstoles de los últimos tiempos» serán los devotos de la
Virgen (aquella que con su fiat ofrece su cuerpo a un misterio que la supera),
esposa a la que no cabe sino unir a san José (aquel que no teme proteger a su
mujer y a su hijos recorriendo a la inversa el camino del Éxodo, regresando a
Egipto, el país de la idolatría). Y esa devoción tiene que extenderse en
realidad a toda la Sagrada Familia (con razón la fomentaron de un modo especial
los sacerdotes presos en los campos hitlerianos). No cabe duda de que ahí está
la vida diaria más ordinaria, pero también la cuna del «gran misterio» (Ef 5,
32): el de la Encarnación
Texto
tomado de Fabrice Hadjadj*. La suerte de haber nacido en nuestro tiempo, Rialp,
2016.
*(Nanterre,
15 de septiembre de 1971) es un escritor y filósofo católico francés, director
del Instituto Philanthropos. Sus principales libros están dedicados a análisis
sobre la tecnología y sobre la corporeidad (carne) humana.
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