miércoles, 26 de agosto de 2020

La contemplación-seguimiento de la “espalda de Dios” (posteriora Dei): meditación en la humanidad de Cristo (III)




II.      San Agustín de Hipona: Moisés ve las espaldas de Yahvé

“28. El Señor dice después a Moisés: No podrás ver mi rostro y vivir, porque no verá hombre alguno mi faz y vivirá. Y dijo el Señor: He aquí un lugar cabe mí; tú estarás sobre la roca y al pasar mi gloria te pondré en una hendidura de la roca y te cubriré mientras paso con mi mano, y retiraré mi mano y entonces verás mis espaldas; mas mi rostro no lo verás. Se puede legítimamente, interpretar este pasaje como una prefiguración de la persona de nuestro Señor Jesucristo, entendiendo por parte posterior su carne, en la que nació de una Virgen, murió y resucitó: ya se llame posterior a causa de la posterioridad de su condición mortal, ya sea por haberse verificado casi al finalizar de los siglos, es decir, en los tiempos postreros. Su rostro es su forma divina, según la cual no juzgó rapiña hacerse una cosa con el Padre, forma que nadie puede ver y vivir; ora, finalmente, se llame posterior porque después de esta vida, en constante peregrinación hacia Dios, en la que el cuerpo corruptible apesga (molesta, fastidia) al alma, veremos a Dios cara a cara, como dice el Apóstol.
Esta vida se dice en los Salmos: Vanidad universal el hombre que vive; y en otra parte: En tu presencia no será justificado ningún viviente. Vida en la que, según San Juan, no se ha manifestado lo que hemos de ser. Sabemos que, cuando aparezca, seremos semejantes a El, porque le veremos como es; lo que quiere se entienda después de este vivir, cuando hayamos pechado tributo a la muerte y recibido el premio prometido de la resurrección.
En la vida presente, si sabemos penetrar en el conocimiento espiritual de la Sabiduría de Dios, por quien fueron hechas todas las cosas, moriremos a los afectos de la carne, y, reputando muerto para nosotros el mundo y muertos nosotros al siglo, podemos repetir con el Apóstol: El mundo está crucificado para mí, y yo para el mundo. De esta muerte dice de nuevo: Si estáis muertos en Cristo, ¿por qué, como si vivieseis en el siglo, juzgáis según sus máximas? Con justa razón se dice que nadie puede ver el rostro, es decir, la manifestación de la Sabiduría de Dios, y vivir.
Esta es la gloria por cuya posesión gozosa suspira el que se afana por amar a Dios con todo su corazón, con toda su alma, con toda su mente; y para conseguir su contemplación trata de edificar al prójimo, en la medida de su flaqueza, todo el que le ama como se ama a sí mismo; siendo estos dos preceptos compendio de la Ley y de los Profetas. Y esto lo vemos prefigurado en Moisés. El amor divino que en él llameaba le hace exclamar: Si he hallado gracia en tu presencia, muéstrateme a ti mismo manifiestamente, para que sea como el que encuentra gracia delante de ti; y a causa del amor del prójimo añade: Para que sepa que esta gente es tu pueblo. Esta es la belleza que inflama en ardores de posesión a toda alma racional: anhelo tanto más urente (ardiente, abrasador) cuanto más puro, tanto más casto cuanto más espiritual y tanto más espiritual cuanto menos carnal.
Pero, mientras peregrinamos lejos de Dios y caminamos por fe y no por visión, vemos las espaldas de Cristo, es decir, su carne, mediante la fe, sólido cimiento, simbolizado en la roca, desde donde le contemplaremos como desde alcázar inexpugnable; esto es, desde el seno de la Iglesia católica, de la cual está escrito: Y sobre esta roca edificaré mi Iglesia. Y con tanta mayor seguridad y anhelo amaremos ver la faz de Cristo cuanto más profundo sea el conocimiento que tengamos del amor que antes nos tuvo el Señor, manifestado en el dorso de su carne”[1].


[1] San Agustín de Hipona, Tratado sobre la Santísima Trinidad, II, XVII, 28, en Obras de San Agustín, Tomo V, BAC, Madrid, 1978, pp. 251.253.

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