III. San Guillermo de
Saint- Thierry: La contemplación de la humanidad de Cristo (¡Oh Cristo! Tú eres
hombre)
“3. Que la voz de tu testimonio me
responda adentro, en mi alma y en mi espíritu, estremeciendo y sacudiendo todo
mi interior (Sal 28, 2). El relámpago
de tu verdad e responde que ‘el hombre nunca podrá verte y permanecer vivo’ (Ex 33,20), y esta luz ha cegado mis ojos
interiores. Porque, ciertamente estoy sumergido en el pecado hasta el momento
presente (Jn 9,34), no habiendo
podido morir a mismo para verte a ti (2 Cor
5,15).
Sin embargo, según tu precepto y por don
tuyo, me afirmo en la piedra (Ex 33,
21) de la fe en ti, de la fe cristiana, el lugar que verdaderamente está junto
a ti: allí, aguardando atentamente, con toda mi capacidad, sufro con paciencia
y abrazo y beso tu derecha que me cubre y protege (Sab 5,16; Ex 33,22). Y a
veces, cuando miro diligentemente, percibo las espaldas (Ex 33,22) de Aquel que me ve, percibo que pasa la humildad de la
dispensación humana de Cristo, tu Hijo. Pero cuando me empeño en llegar a Él, o
como la hemorroísa (Mt 9, 20ss):
cuando me esfuerzo por ‘robar’ la salud para mi alma enferma y miserable, por
el contacto saludable de sus fimbrias, al menos; o , como Tomás (Jn 20,24 ss), varón de deseos (Dan 9, 23), cuando yo anhelo verlo
enteramente y tocarlo, y todavía más: acceder a la sagrada herida de su
costado, puerta del arca abierta al costado (Gén 6,16), no sólo para meter allí el dedo o toda la mano, sino
para entrar entero hasta el corazón mismo de Jesús[1],
en el Santo de los Santos, en el arca del Testamento, hasta la urna de oro (Hebr 9, 3-4), al alma de nuestra
humanidad que contiene en sí el maná de la divinidad: ¡ay! entonces se me dice:
‘No me toques’ (Jn 20,17), y aquello
del Apocalipsis: ‘¡afuera los perros!’ (Ap
22,15).
Así, como lo merezco, cuando los
latigazos de mi conciencia me expulsan y me arrojan fuera, estoy obligado a
pagar la pena de mi imprudencia y presunción. Y nuevamente me afirmo sobre mi
piedra que es el refugio de erizos (Sal
103,28) llenos de espinas de sus pecados, de nuevo abrazo y beso tu derecha que
me cubre y me protege (Sal 5,16; Ex 33, 22). Y de lo que siento, o veo
aún levemente, más se enciende mi deseo; y casi con impaciencia, aguardando que
un día levantes la mano que me cubre y me infundas la gracia iluminante, para
que por fin entonces, según la respuesta de tu verdad, muerto a mí mismo y vivo
para ti, a cara descubierta, comience a ver tu misma cara y sea transformado en
ti por la visión de tu faz (2 Cor 3,18). Y, ¡qué feliz el rostro que,
al verte, merece ser transfigurado en ti! Edifica en su corazón un tabernáculo
al Dios de Jacob (Sal 131, 5) según
el modelo que se le mostró en la montaña (Hebr
8,5 y Ex 25,40). Y canta con verdad y
competencia: ‘Mi corazón te dice: mi rostro te ha buscado, tu rostro buscaré,
Señor’ (Sal 26,8) [2].
Como dije, es por un don te tu gracia,
Señor, el que vea todos los ángulos y límites de mi conciencia, única y
exclusivamente deseo verte para que todos los confines de la tierra vean la
salvación del Señor su Dios (Is
52,10), de modo que ame a aquel que veo, a quien amar es vivir verdaderamente.
Pues me digo en la languidez de mis deseos: ‘¿Quién ama lo que no ve?’ (1 Jn 4,20). ¿Cómo podría ser amable lo que
de algún modo no fuera visible?”[3]
[1] (Entrar en el corazón de Cristo
significa la contemplación de la divinidad, a diferencia de su humanidad.
Teodoro H. Martín-Lunas. Cf. Meditación
VIII).
[2] Para la contemplación del
“rostro de Dios”, Cf. Meditación III.
[3] Guillermo de Saint-Thierry, De la contemplación de Dios…, (Padres
Cistercienses 1), Monasterio Ntra. Sra. de los Ángeles, Azul, 1076, pp. 36-40.
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