La
Palabra de Dios apela a todo esto para que lo busquemos, para que crezca el
ansia por medio de la búsqueda, y así comencemos a darnos cuenta que, más que
buscar nosotros hemos sido buscados, más aún que encontrar nosotros hemos sido
encontrados, más que el atisbo de alegría que podemos llegar a tener se han
alegrado por nosotros aquellos que se encuentran en su Presencia.
De
este modo se crece y va creciendo el ansia del encuentro, de un encuentro que
ya no es esporádico, sino que tienda a durar.
Pero
el tiempo de esta ‘duración’ no nos interesa; el punto, el centro de interés es
la Presencia en sí, lo profundo a lo que se tiende es la comunión que se
realiza por medio de la Presencia, aunque todo sea un modo de hablar, de decir,
Presencia y comunión son dadas a la vez como única realidad –aquello señalado
como más importante, y una vez dado no nos será quitado.
Templo,
río que corre, ángel, medición, saneamiento, curación, testimonio, Dios único
que actúa.
Imágenes,
signos, símbolos.
Todo
esto nos va hablando del último fin para el cual fuimos creados.
Y
al ir viendo esto, dándonos cuenta; vamos descubriendo en realidad quienes
somos, nos asentamos en la persona, y, como tal, vamos a un encuentro a ese
Otro como persona.
Encuentro
que aún no se tiene en plenitud, pero horizonte que se va avizorando.
Recordemos aquello que nos dicen: “Mirad qué amor nos ha tenido el Padre para
llamarnos hijos de Dios, pues ¡lo somos! (…), ahora somos hijos de Dios y aún
no se ha manifestado lo que seremos. Sabemos que, cuando se manifieste, seremos
semejantes a él, porque le veremos tal cual es” (1Jn. 3, 1a.2).
Ahí
nos dirigimos, ¡vayamos!
P. Marcelo Maciel, osb.
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