Epifanía del Señor,
ésta es nuestra celebración en la que somos puestos a la Luz.
En esta celebración se
nos presentan a la vez tres misterios.
Vamos cantando la
adoración de los Magos al Señor, su Bautismo en el Jordán y el milagro de las
bodas de Caná.
Y este canto va
precedido de la palabra HOY.
Una parte del sermón
6º sobre la Epifanía
de san León Magno dice así. “”estos hechos se perpetúan en su contenido místico
y lo que había empezado en figura, se acaba en verdad…Sin duda, ese día
pertenece al pasado, pero no hasta el punto de que la eficacia del misterio,
del que vio la revelación, haya caducado por completo, no hasta el punto de que
no haya llegado de ello hasta nosotros más que el recuerdo que conserva la fe y
venera la memoria. El don de Dios se renueva y nuestro tiempo realiza la
experiencia de las maravillas de las que el pasado tuvo las primicias”.
En todas las
celebraciones se nos abren los misterios, o mejor dicho el único misterio de
Cristo: su actualización pascual por nosotros.
Nuestra celebración
nos abre un camino en la profundización de esa pascua a través de este HOY, de esto que nos refería
san León Magno del “don de Dios que se renueva y nuestro tiempo realiza la
experiencia de las maravillas de las que el pasado tuvo las primicias”.
Entre esto y nuestro
modo de actuar existe una tensión vital que está a nuestra disposición el
tratar de desenvolverla, el tratar de ponerla en la realidad, para conformar
así el Reino de Dios.
Así, todo cristiano se
encuentra con que es un rey-mago de hoy día, en busca de la luz y guiado por
ella en su fe, arrastrando tras de sí a las naciones.
¿Qué nos aporta el
Bautismo en el Jordán, siendo que nosotros mismos hemos sido bautizados con el
Espíritu Santo? ¿Qué don de Dios se nos regala con el misterio de las Bodas de
Caná, ya que nosotros no tomamos un agua cambiada en vino, sino vino
transformado en Su Sangre?
En ese diálogo íntimo,
“en lo secreto; con tu Padre que ve en lo secreto”[1] se
nos dirá; sin palabras, lentamente, por medio de la Palabra , en una profunda
atención a la centellita del fondo del alma.
Allí tenemos que
permanecer, como Moisés que queriendo ver a Dios fue puesto en la hendidura de
la peña[2]; allí
“hasta que despunte el día y aparezca el lucero de la mañana en nuestros
corazones”[3].
P. Marcelo Maciel, osb
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