Ilustración Ballester Peña
“El
ermitaño, que se hallaba meditando en su cueva de la montaña, abrió los ojos y
descubrió, sentado frente a él, a un inesperado visitante: el abad de un célebre
monasterio. “¿Qué deseas?”, le preguntó el ermitaño. El abad le contó una
triste historia. En otro tiempo, su monasterio había sido famoso en todo el
mundo occidental, sus celdas estaban llenas de jóvenes novicios, y en su
iglesia resonaba el armonioso canto de sus monjes. Pero habían llegado malos
tiempos: la gente ya no acudía al monasterio a alimentar su espíritu, la
avalancha de jóvenes candidatos había cesado y la iglesia se hallaba
silenciosa. Sólo quedaban unos pocos monjes que cumplían triste y rutinariamente
sus obligaciones. Lo que el abad quería saber era lo siguiente: “¿Hemos
cometido algún pecado para que el monasterio se vea en esta situación?”… “Sí”, le
respondió el ermitaño, “han cometido un pecado de ignorancia”… “¿Y qué
pecado puede ser ése?”, preguntó intrigado el abad. “Entre ustedes está el
Mesías y no lo han reconocido”, respondió el ermitaño. Dicho esto cerró sus
ojos y volvió a su meditación. Durante el largo viaje de regreso a su
monasterio (siempre el viaje de regreso parece más largo…), el abad sentía cómo
su corazón se estremecía al pensar que el Mesías, ¡el mismo Mesías!, había
vuelto a la tierra y había ido a parar justamente a su monasterio. ¿Cómo no
había sido él capaz de reconocerlo? ¿Y quién podría ser?... ¿Acaso el hermano
cocinero?... ¿El hermano sacristán….? ¿El hermano administrador…? ¿El hermano
portero…? Pero resulta que el ermitaño había hablado del Mesías “escondido”
entre ellos. Y entre todos los hermanos lo que él podía ver eran toda clase de
defectos y debilidades, de rutina y de indiferencia por todo lo que hacían. ¿El
Mesías no estaría escondido detrás de todos esos defectos y debilidades, de
todas esas carencias y precariedades?...Cuando llegó al monasterio, reunió a
sus monjes y les contó lo que el ermitaño le dijo. Los monjes se miraban unos a
otros incrédulos y asombrados… ¿El Mesías entre nosotros?... ¿Aquí en el
monasterio…? ¿Escondido detrás de quién…? Una cosa era cierta: si el Mesías
estaba escondido, era difícil poder reconocerlo… De modo que empezaron todos a
mirarse y a tratarse con respeto y mucha consideración; con toda paciencia,
alegría y comprensión se ayudaban y se consolaban unos a otros; casi que
competían en servirse… Cada uno pensaba: “Nunca se sabe,… tal vez sea éste
el Mesías…”. El resultado fue al cabo de un cierto tiempo el monasterio fue
recobrando su antiguo ambiente de gozo desbordante. Pronto volvieron a acudir
candidatos pidiendo ser recibidos en la comunidad y en la iglesia volvió a
escucharse el armonioso canto de los monjes, radiantes del espíritu de Amor.
¿De qué sirve tener ojos, si el corazón está ciego?....”[1].
[1] Adaptación
de Anthony de Mello, La oración de la rana 1, Sal Terrae, Santander,
1988, pp. 58-59.