“Si no se está sólo con la palabra de Dios, no se la
lee. ¡Sólo con la palabra de Dios! Querido oyente, voy a hacerte una confesión:
yo no me atrevo todavía a estar absolutamente sólo con la palabra, en una
soledad en que no se interponga ninguna ilusión. Y permíteme que añada: Jamás
he visto a ningún hombre del que pueda creer que haya tenido la sinceridad y el
valor de estar sólo con la palabra de Dios, en una soledad en que ninguna
ilusión se interponga... ¡Sólo con la Escritura! No me atrevo.
Cuando la abro, el primer pasaje con que tropiezo me cautiva inmediatamente; él
me pregunta (y es como si me interrogara el mismo Dios): ¿has puesto esto en
práctica? Y así quedo bien atrapado. Así: o bien inmediatamente-a-la práctica,
o bien instantáneamente la humillación de la confesión.
Si no estás a solas con la Escritura, no la lées. Que
esta soledad no esté exenta de peligros, lo han reconocido implícitamente
personas capaces. Quizá tal espíritu cuyas facultades y seriedad no son
comunes, -se dice: «No podría actuar a medias; la Biblia es para mí un libro
extremadamente peligroso; es tiránico; si le doy el dedo, se toma la mano; si
le doy la mano, me atrapa por completo y es capaz de rehacer repentinamente
toda mi vida en una gran escala. No; sin permitirme con respecto a ella ninguna
palabra de broma o desprecio, pues esto me repugna, la dejo tranquila en la
estantería; no quiero estar a solas con ella». No aprobamos esta decisión;
pero, sin embargo, implica cierta lealtad digna de respeto.
Se puede uno defender de otra manera muy distinta contra la palabra; hacerse el fanfarrón; se asegura que uno es perfectamente capaz de estar a solas con ella, lo cual es falso. Toma en efecto la Biblia y cierra tu puerta pero provéete también de diez diccionarios y de veinticinco comentarios: entonces puedes leer los santos libros tan tranquilamente y sin preocupación como si leyeras el periódico... ¡Qué triste abuso de la ciencia con el que se puede uno engañar a sí mismo tan fácilmente! Porque si no existiesen tantas ilusiones, e ilusiones sobre uno mismo, cada cual confesaría, sin duda, como lo hago yo: apenas me atrevo a estar solo con la palabra de Dios....
Se puede uno defender de otra manera muy distinta contra la palabra; hacerse el fanfarrón; se asegura que uno es perfectamente capaz de estar a solas con ella, lo cual es falso. Toma en efecto la Biblia y cierra tu puerta pero provéete también de diez diccionarios y de veinticinco comentarios: entonces puedes leer los santos libros tan tranquilamente y sin preocupación como si leyeras el periódico... ¡Qué triste abuso de la ciencia con el que se puede uno engañar a sí mismo tan fácilmente! Porque si no existiesen tantas ilusiones, e ilusiones sobre uno mismo, cada cual confesaría, sin duda, como lo hago yo: apenas me atrevo a estar solo con la palabra de Dios....
Por otra parte, es muy humano la repugnancia a
someterse al poder de la palabra; si nadie está conforme, yo al menos así lo
confieso por mi parte. Es humano pedirle a Dios que tenga paciencia si no se
puede inmediatamente cumplir con el deber, con la condición de prometerle que
lo hará con empeño; es humano implorar su compasión, si se siente mucho su
exigencia; si nadie está de acuerdo por su parte, yo lo confieso por la mía.
Pero no es digno del hombre cambiar totalmente el
aspecto de la cuestión;... es indigno que yo interponga todos estos paliativos
entre la palabra y yo, que dé a este aparato crítico el nombre de seriedad y de
celo por la verdad, y que deje, en fin, adquirir tales proporciones a este
trabajo que jamás tenga el sentimiento de leer la palabra de Dios y jamás
llegue a mirarme en el espejo. Parece que yo atraigo hacia mí la palabra con
todos esos estudios, investigaciones, argumentos y sutilezas; en realidad, con
estos procedimientos la alejo de la manera más astuta lo más posible de mí, a
una distancia infinitamente mayor de lo que se encuentra de quien jamás la ha
visto, y de quien experimenta tal temor y tal angustia que la rechaza lejos...
No te engañes, no te hagas el astuto. Porque nosotros no lo somos poco ante
Dios y su palabra”[1].
[1] S. KIERKEGAARD, Pour un examen de conscience á mes
contemporains (1851), traducido del danés por P.-H. Tisseau,
Bazoges-en-Pareds (Vendée), 1934, pp. 44-52.