“¡Oh Santa María Magdalena, que por la
fuente de tus lágrimas has llegado a Cristo, fuente de la misericordia! Tenías
de Él una sed ardiente: Él te ha renovado con abundancia y generosidad;
pecadora que eras, has sido justificada por Él; en la gran amargura de tu
aflicción. El te ha consolado dulcemente. ¡Oh señora muy querida!, por ti misma
has experimentado cómo el alma pecadora se reconcilia con su Creador; tú sabes
qué partido debe tomar el alma desgraciada, qué medicina ha de salvar a la que
languidece. Porque sabemos muy bien, ¡oh querida amiga de Dios!, que se
perdonan muchos pecados a quien ha amado mucho (Lc 7, 47). No me pertenece a mí, ¡oh señora muy feliz!, no me
pertenece a mí, cargado de crímenes, el recordar tus pecados en son de
reproche, si no es para invocar la
inmensidad de la clemencia que les ha borrado; por ella me tranquilizo para no
desesperar; tras de ella suspiro para no perecer yo, miserablemente precipitado
en el abismo de los vicios; yo aplastado por el peso demasiado grande de mis
crímenes, arrojado por mi mismo en el oscuro calabozo de los pecados, rodeado
por doquiera de las tinieblas del torpor. A ti, escogida entre las más amadas
de Dios; a ti, felicísima, acudo yo miserable; en mis tinieblas imploro tu luz;
yo, pecador, a la justificada; yo, impuro a la purificada. Recuérdate, ¡oh muy
clemente!, lo que has sido y cuánta necesidad tuviste de misericordia, y exige para
mí esa indulgencia, como quisiste que se tuviera para ti. Pide para mí la
compunción de la piedad, las lágrimas de la humildad, el deseo de la patria
celestial, el disgusto de esta tierra de destierro, la amargura del
arrepentimiento, el temor de los suplicios eternos. Que me aproveche, ¡oh
bienaventurada!, de ese trato familiar que tuviste y que tienes con la fuente
de la misericordia; piensa en ello a favor mío, para que lave allí mis pecados;
comunícame agua de esa fuente para saciar mi sed; derrama sobre mí sus aguas
para regar mi aridez, porque no te será
difícil obtener lo que quieres del Maestro muy amado y muy amable, que es amigo
tuyo. ¿Quién dirá, en efecto, ¡oh bienaventurada esposa de Dios!, con qué benévola
familiaridad se interponía Él mismo contra aquellos que te calumniaban,
respondiéndoles por ti; con que bondad te defendía Él mismo cuando el fariseo
se indignaba contigo; de que manera te excusaba cuando tu hermana se quejaba de
ti; cómo en fin, alababa tu acción cuando Judas rugía contra ti? Finalmente,
¿qué diré yo, o más bien, cómo contaré yo aquella historia cuando, abrasada de
amor, le buscabas llorando junto al sepulcro y llorabas buscándole? Cómo
afablemente, amigablemente, venido para consolarte, te abrazaba aún más; cómo
estaba presente cuando le buscabas; cómo Él mismo te buscaba le buscabas y
llorabas”.
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