“El
monaquismo, de modo particular, revela que la vida está suspendida entre dos
cumbres: la Palabra de Dios y la Eucaristía. Eso significa que, incluso en sus
formas eremíticas, es siempre respuesta personal a una llamada individual y, a
la vez, evento eclesial y comunitario. La Palabra de Dios es el punto de
partida del monje, una Palabra que llama, que invita, que interpela personalmente,
como sucedió en el caso de los Apóstoles. Cuando la Palabra toca a una persona,
nace la obediencia, es decir, la escucha que cambia la vida. Cada día el monje
se alimenta del pan de la Palabra. Privado de él, está casi muerto, y ya no
tiene nada que comunicar a sus hermanos, porque la Palabra es Cristo, al que el
monje está llamado a conformarse. Incluso cuando canta con sus hermanos la
oración que santifica el tiempo, continúa su asimilación de la Palabra. La
riquísima iconografía litúrgica, de la que con razón se enorgullecen todas las
Iglesias del Oriente cristiano, no es más que la continuación de la Palabra,
leída, comprendida, asimilada y, por último, cantada: esos himnos son, en gran
parte, sublimes paráfrasis del texto bíblico, filtradas y personalizadas
mediante la experiencia de la persona y de la comunidad. Frente al abismo de la
misericordia divina, al monje no le queda más que proclamar la conciencia de su
pobreza radical, que se convierte inmediatamente en invocación y grito de júbilo
para una salvación aún más generosa, por ser inseparable del abismo de su
miseria. Precisamente por eso, la invocación de perdón y la glorificación de
Dios constituyen gran parte de la oración litúrgica. El cristiano se halla
inmerso en el estupor de esta paradoja, última de una serie infinita, que el
lenguaje de la liturgia exalta con reconocimiento: el Inmenso se hace límite;
una Virgen da a luz; por la muerte, Aquel que es la vida derrota para siempre
la muerte; en lo alto de los cielos un Cuerpo humano está sentado a la derecha
del Padre. En el culmen de esta experiencia orante está la Eucaristía,
la otra cumbre indisolublemente vinculada a la Palabra, en cuanto lugar en el
que la Palabra se hace Carne y Sangre, experiencia celestial donde se hace nuevamente
evento. En la Eucaristía se revela la naturaleza profunda de la Iglesia,
comunidad de los convocados a la sinaxis para celebrar el don de Aquel que es
oferente y oferta: esos convocados, al participar en los Sagrados Misterios,
llegan a ser «consanguíneos» de Cristo, anticipando la experiencia de la
divinización en el vínculo, ya inseparable, que une en Cristo divinidad y
humanidad. Pero la Eucaristía es también lo que anticipa la pertenencia de
hombres y cosas a la Jerusalén celestial. Así revela de forma plena su
naturaleza escatológica: como signo vivo de esa espera, el monje prosigue y
lleva a plenitud en la liturgia la invocación de la Iglesia, la Esposa que
suplica la vuelta del Esposo en un «marana tha» repetido continuamente no sólo
con palabras, sino también con toda la vida”[1].
SAN JUAN
PABLO II, Carta Apostólica “Orientale
Lumen” 10.
[1] “Palabra y Eucaristía se pertenecen tan
íntimamente que no se puede comprender la una sin la otra: la Palabra de Dios
se hace sacramentalmente carne en el acontecimiento eucarístico. La Eucaristía
nos ayuda a entender la Sagrada Escritura, así como la Sagrada Escritura, a su
vez, ilumina y explica el misterio eucarístico. En efecto, sin el
reconocimiento de la presencia real del Señor en la Eucaristía, la comprensión
de la Escritura queda incompleta” (BENEDICTO XVI, Verbum
Domini=VD 55).
“Por eso, en la lectura orante de la Sagrada Escritura, el lugar
privilegiado es la Liturgia, especialmente la Eucaristía, en la cual,
celebrando el Cuerpo y la Sangre de Cristo en el Sacramento, se actualiza en
nosotros la Palabra misma. En cierto sentido, la lectura orante, personal y
comunitaria, se ha de vivir siempre en relación a la celebración eucarística.
Así como la adoración eucarística prepara, acompaña y prolonga la liturgia
eucarística, así también la lectura orante personal y comunitaria prepara,
acompaña y profundiza lo que la Iglesia celebra con la proclamación de la
Palabra en el ámbito litúrgico. Al poner tan estrechamente en relación lectio
y liturgia, se pueden entender mejor los criterios que han de orientar esta
lectura en el contexto de la pastoral y la vida espiritual del Pueblo de Dios”
(VD 86).
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