sábado, 16 de abril de 2016

San Anselmo de Canterbury, Carta 17, A Lanzón (Novicio en Canterbury): Las tentaciones de los novicios y la manera de rechazarlas. El amor a la vida monástica y al propio monasterio.

Animado por el Señor y por nuestro común amigo Urso, me veo obligado a dirigirte nuevamente una de esas exhortaciones que siempre has recibido con agrado en tu corazón, más por la caridad que tengo para tu alma que por mi pobre elocuencia. En efecto, aunque no puedo decirte nada que no sepas, sin embargo quiero hacerte oír una palabra de amigo a aquel que le ama; así se grabará mejor en tu memoria. Te has comprometido, querido amigo, has hecho profesión en la milicia de Cristo: aquí no se trata ya solamente de rechazar las violencias abiertas de un enemigo declarado, sino que es menester también guardarse de las astucias urdidas, por decirlo así, con premeditación. Sucede a veces que el demonio no llega a herir de muerte a un nuevo soldado de Cristo pervirtiendo su voluntad; entonces con pérfida astucia intenta aplacar su sed ofreciéndole el brebaje de un razonamiento envenenado. Si no puede hacer sucumbir a un monje inspirándole aversión por la vida que ha abrazado, se esfuerza en hundirle por el aburrimiento causado por el ambiente que le rodea. A manera de concesión, el demonio permite aún a este religioso pensar que hará bien en perseverar en el estado monástico; sin embargo, encontrándole necio, imprudente hasta lo último, no cesa de asaltarle, representándole con toda clase de argucias capciosas que ha comenzado bajo la dirección de éstos, en la compañía de aquéllos, en tal o cual lugar. Su fin es persuadirle la ingratitud por el beneficio recibido de Dios, a fin de que, por un justo juicio, no haga ningún progreso, venga a perder su vocación o, si la conserva, que sea para su mayor mal. Porque mientras un monje se halla agitado sin tregua por el fatigoso pensamiento de cambiar de lugar o, si la cosa no es posible, medita con tristeza sobre sus lamentables principios, jamás se aplica a tender a la cumbre de la perfección. El fundamento que ha puesto le desagrada, y por lo mismo no tiene la menor ilusión en levantar sobre tales bases el edificio de una buena vida.
Un arbusto al que se trasplanta con frecuencia o que, apenas plantado, se le sacude con frecuencia y violentamente, jamás echará raíces, se secará en seguida, sin llegar a dar fruto. De igual modo, el monje desgraciado que cambie con frecuencia de lugar por voluntad propia, o que, aun permaneciendo en el monasterio, se deja llevar con frecuencia por sentimientos de aversión hacia él, no se radicará en ninguna parte de una manera estable por las raíces del amor, practicará con languidez los ejercicios útiles y no se enriquecerá con abundante cosecha de obras buenas. Si llega a darse cuenta, si es capaz de reflexionar de que no hace ningún progreso en el bien, sino que más bien adelanta en el mal, atribuye la causa de su miseria, injustamente, más a la conducta de los otros que a la propia, con lo cual, por desgracia, viene a aumentar siempre más la aversión que siente para con sus compañeros.
Por aquí se ve cuán conveniente es, por el contrario, para aquel que se ha alistado en el estado cenobítico, el trabajar con toda su alma en echar raíces, las raíces del amor, en el monasterio, cualquiera que él sea, en que ha hecho profesión, con tal que en él, naturalmente, no se vea obligado a cometer el mal contra su voluntad. En cuanto a la conducta de los otros y a las costumbres locales, aunque parezcan inútiles a sus ojos, si no van contra los preceptos divinos, mejor es que se abstenga de juzgarlos. Que se alegre, finalmente, de haber encontrado un lugar donde podrá pasar el tiempo de su existencia no a pesar suyo, sino muy contento; después de haber rechazado todo pensamiento inquieto de cambio, que se decida a trabajar con tranquilidad, para darse exclusivamente y con esmero a los ejercicios de una vida piadosa y obediente.
Tal vez su fervor le haga echar de menos ciertos ejercicios más elevados y saludables que aquellos a que le permite entregarse la regla constante de su monasterio; pero debe rechazarlo como una ilusión, porque unas veces las ventajas objeto de sus preferencias son en realidad en todo iguales o aun inferiores, a pesar de su valor, a las que él encuentra en su propio monasterio; otras veces él presumirá demasiado de sus propias fuerzas; otras veces, en fin, deberá persuadirse que no ha merecido lo que desea. Y si en esta persuasión llega a equivocarse, que dé gracias a la misericordia divina, porque su error es su salvación: al impedirle cambiar de lugar o de género de vida sin provecho, o aun con riesgo de algún daño, ella le preserva de oír que se le acusa gratuitamente de inconstancia y ligereza; quizás también, cansado de una experiencia demasiado ruda para sus fuerzas, este monje hubiera tenido que volver con menoscabo a su antigua condición o tal vez hubiera caído en un estado peor que el primero. Sin embargo, puede ocurrir que las ventajas del género de vida a que aspira un religioso sean realmente superiores a las que encuentra en torno suyo, pero todavía no las ha merecido. Que soporte entonces con paciencia las disposiciones del juicio divino, porque no es por injusticia por lo que Dios rehúsa una cosa a alguien. Que tema el monje, al irritar a un justo juez, exponerse a no obtener lo que no tiene, a perder aun lo que tiene o también a conservar sin fruto un bien que él posee sin estimarle suficientemente. En todas las cosas que no tiene y que desea debe reconocer ya la misericordia, ya la justicia que Dios ejerce para con él; que viva contento con los beneficios recibidos y de a la liberalidad divina dignas acciones de gracias. Se le ha concedido refugiarse en un puerto cualquiera, al abrigo de los torbellinos y tempestades del mundo, que tenga cuidado en no introducir en esta bahía tranquila el viento de la ligereza o los torbellinos de la impaciencia. Entonces su alma, en paz bajo la protección de la constancia y mansedumbre, verá su libertad asegurada, gracias a una atenta vigilancia, nacida del temor divino, y a las alegrías del santo amor. En efecto, el temor guarda el alma por medio de la vigilancia, y el amor la conduce a la perfección por un santo placer.
Ya sé que este tema exige ser tratado con más detenimiento por escrito o de viva voz. Entonces se comprendería mejor con qué astucia la antigua serpiente busca enredar en sus lazos a un monje todavía ignorante de este género de tentaciones, por qué medios, al contrario, un monje prudente desenmascara y reduce a la nada las pérfidas sugestiones del tentador. Pero me doy cuenta que he excedido los límites ordinarios de una carta. Como todo lo que he dicho, o tenido intención de decir, tiende a preservar la paz del alma, una breve exhortación terminará nuestra carta. Al hablarte de este modo, no tengo la menor sospecha de que sufras inquietud de conciencia; nada de eso, mi querido amigo. Pero al aconsejarme el señor Urso que te dirigiera unas palabras, un no sé qué especial me ha empujado a ponerte en guarda de un modo especial contra un pensamiento que se insinúa fácilmente, de ello tengo experiencia, en el espíritu de ciertos novicios, bajo capa de una intención recta.
He aquí por qué, amigo mío y hermano muy querido, el que te ama, y te ama con lo más íntimo de tu corazón, te aconseja, te urge y suplica: aplícate con todas tus fuerzas a mantener la calma en tu espíritu, sin lo cual nadie podía distinguir las emboscadas de un enemigo astuto ni descubrir los estrechos senderos de las virtudes por que debe caminar. Ahora bien, un religioso que vive en un monasterio no llegará jamás a adquirir esta calma si no posee la constancia y la mansedumbre, esta mansedumbre compañera inseparable de la paciencia; si además no procura guardar cuidadosamente como prácticas religiosas, aunque no comprenda la razón, las observancias establecidas en su monasterio, siempre que éstas no se hallen en oposición con las leyes divinas.

Pórtate bien, y que el Señor omnipotente consolide tus pasos en sus senderos, a fin de que tus pies estén fijos (cf. Sal 16,5); entonces con toda justicia serás admitido en la presencia de Dios cuando aparezca su gloria (cf. Sal 16,15). Pide que yo entre en esta gloria contigo, puesto que yo ruego a fin de que tú estés allí conmigo.

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