El artista antes que artista es hombre; hombre con una
vocación definida, que vive en una época. Y como es su vida misma la que
entrega en su creación, se compromete sólo en su realidad presente, porque
habiendo diferenciaciones -por ser distinta la manera de ser de cada época
histórica- se imprime diferentemente su carácter.
Por tanto, el arte, manifestación más que precisa del
tiempo, tiene que crear con el tiempo, y no con el pasado, sino en aquello que
el pasado le entrega; y así debe ser porque el pasado le entrega su
experiencia; pero no le imprime el carácter, que es privativo del presente.
Dentro de esta trayectoria trataré de justificar, si así
conviene decir, mi posición tanto dentro del arte cristiano como de mis
incursiones por el campo de las manifestaciones plásticas puramente profanas.
Ambas trayectorias trato de unir en la realización de mi obra, porque ambas, a
pesar de su aparente divorcio, son manifestaciones de la vida misma, y no
tienen motivo para ser encasilladas en manierismos o en especialidades que sólo
conducen a la funesta opinión de que únicamente puede haber religiosidad en la
imagen de un mártir, y no en la vida misma del hombre.
Siendo pues, el artista -y lo doy ya por sentado- antes que
artista, hombre, el artista de hoy lo será si está ubicado en el mundo, en este
mundo actual, ya sea para seguir su curso de materia y destrucción, o elegir el
de espíritu y vida. Ha de comprender, y luego luchar, por la conquista de su
serenidad, don imprescindible para completar su destino y vocación. Necesita,
como el soldado, sus armas de lucha, que son: el conocimiento de la materia, la
artesanía, para el uso de sus herramientas, y sobre todo, el misterio de la
Cruz, que confiere la fuerza y es principio de la serenidad: la Cruz, que es la
plenitud de la austeridad.
Para cualquier acto que signifique esta conquista -y esto
no es una apreciación ligera- es
necesario comportarse como héroe. Aprisionar la belleza -como es un acto de
conquista- es también, con todas sus variantes, un acto heroico, que necesita
un comportamiento heroico. Las búsquedas, los fracasos, los triunfos, son
siempre motivo de batallas ganadas o perdidas que siempre dejan enseñanzas en
la vida del artista y abren caminos para, sobre ellos, marchar en procura de su
más caro ideal: fundir su espíritu con la materia recreada.
Explican los escolásticos que la belleza es como el
resplandor de la forma en las partes proporcionadas de la materia, y Santo
Tomás distingue siempre el bien y lo bello; estudia el aspecto en que difieren
y el aspecto en que se identifican. Como en Dios los atributos son idénticos, y
por amor a su propia belleza y a su propia bondad es creador, o sea causa para
extender y multiplicar sus atributos hasta donde sea posible en el ser creado,
el bien y lo bello se fundamentan en una sola realidad: la idea, la forma
manifiesta que cada ser encarna, significándose con ello que todo ser es bello
porque en sí mismo realiza una idea. Así, en síntesis, sin entrar en el plano
propio estético, del cual es preferible zafarse, sobre todo cuando se desea
escribir sobre su propia obra, diré que la idea que el ser encarna debe ser
síntesis, para que el artista pueda así hacerla vivir sin ropajes inútiles, que
es lo propio de la naturaleza creadora.
Es muy natural también para la sensibilidad del hombre, que
el mayor brillo o el calor de un astro o de una estrella, le detenga y le
subyugue, pero es por propia particularidad sensible; por comparación con los elementos
semejantes que le rodean y como un acto de distinción; pero nunca tiene la
emoción y la grandeza de un cielo totalmente estrellado. Así, al contemplar la
belleza, como al contemplar un cielo totalmente estrellado -que es vestigio de
Dios-, si nos detenemos en lo ínfimo, no disminuye lo que de Dios viene, sino
que disminuye la contemplación.
No hay comentarios:
Publicar un comentario