La causa del mundo y su belleza es, entonces,
necesariamente inteligente, y son buenas las cosas que placen pura y
simplemente a una cualquiera de nuestras tendencias, y son bellas las que
placen a la vista y al oído. Lo bello corresponde tan sólo a nuestras potencias
superiores, y el placer de la belleza es un placer de las facultades superiores
ordenadas al conocimiento, y se refiere, por consiguiente, al aspecto o al
conocimiento del objeto en el cual aquellas tendencias puedan hallar un
descanso. Cuando place la belleza, y esto no es nada nuevo, sensaciones de otra
naturaleza -hablo del caso particular de las artes
plásticas- pueden acompañar a las visuales y obrar sobre éstas en una especie
de mezcla de impresiones que disponen, sin duda alguna, para experimentar mejor
el goce de mirar.
Es claro, también, que las sensaciones que el hombre
experimenta fuera de sus facultades superiores, carecen por sí solas de valor
alguno estético, como las sensaciones visuales por sí solas no pueden
constituir una verdadera sensación de belleza. Para que haya belleza se precisa
el conocimiento de algo inteligible, y la percepción de esa belleza es una
percepción del orden, de la armonía consustancial con la idea que se encarna en
la materia; idea que, gracias a que es armónica, brilla sobre las partes
proporcionadas. Consecuentemente, entonces, se desprende que, siendo la
inteligencia a la que puede crear o percibir la armonía, el placer de la
belleza es un placer de la inteligencia.
Siempre en este mismo marchar por los caminos trazados por
Santo Tomás, se puede repetir aquello que el santo considera como caracteres
indispensables a toda belleza. Dice Santo Tomás que los caracteres
indispensables a toda belleza son el resplandor o claridad, la armonía o
proporción; la integridad. Quiere decir entonces que la belleza de una parte
cualquiera se considera en la proporción de su todo, y San Agustín dice que
"toda parte que no conviene en su todo, es viciosa", lo que abona en
el sentido de que el todo no puede existir si no está compuesto de partes que
le son proporcionadas, y la buena disposición de las partes se toma por su
comportamiento con el todo. De ahí que la belleza sea una relación constante de
proporciones, iluminada por su forma.
Existen para cada arte reglas indispensables, a fin de que
la obra corresponda a la categoría a que pertenece, como existen reglas
generales que se aplican a todas las obras pertenecientes a las bellas artes.
Estas obras, conforme a las anotaciones anteriores, requieren la unidad, la
armonía, y el resplandor resultante de esta misma armonía, porque los cánones,
las reglas, las proporciones, son únicamente funciones de la misma obra. La
belleza, la recreación en fin, porque sin ello el problema estaría agotado con
la primera formulación, debe ser viviente, y si la belleza es viviente, el
arte, servidor de la belleza, también lo es. Para ello se requiere que la obra
de arte sea animada; que se construya y organice según una idea directriz
tomada de la realidad por abstracción, porque la belleza no está conformada a
un cierto tipo ideal e inmutable, ya que, ni conocimiento sólo, ni sola
delectación juzgan la belleza.
En resumen, el artista obra mediante una forma; una idea
que le sirve siempre de modelo para la recreación, una forma tranquila que, al
ser representada, contagia la obra por el resplandor de la forma, por la
luminosidad del ambiente y, sobre todo, por la animación de la imagen.
Empero, para ser viviente no se precisa movimiento de
formas, de líneas o color que son expresiones exteriores, sino volcar en cada
pedazo de la materia recreada un pedazo del espíritu del artista. Es natural
que el movimiento exterior de formas, líneas o color, pueda enriquecer la obra
y agrandar la idea, pero no es indispensable, y estorba, en cambio, todo
movimiento que, exagerado o no, rompa la unidad. Las obras de arte no son
bellas por una manera vieja o nueva de expresar una idea, pues, como se ha
dicho, los cánones, las reglas, las proporciones, son funciones de la obra
misma, y las obras son bellas a su manera, y no respecto a cualquier forma
antigua o nueva u original. Si el arte ha de ser viviente para que resplandezca
la belleza, el artista debe buscar siempre servir una idea viviente, es decir,
crear con su época, vivir con su época y servir a la eternidad con su época.
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