lunes, 30 de octubre de 2017

Pascua del Abad Benito, osb. Testimonios.

Un tímido valiente

Hna. Cristina Azabal (Mercedaria)

Hace años, cuando investigaba sobre la vida de Monseñor Romero, leí que alguien lo había definido como un “tímido valiente”. Me gustó mucho, quizá porque yo misma me he sabido siempre así (tímida, no valiente…).
Cuando el viernes temprano recibí el mensaje que me anunciaba la muerte del Padre Benito, supe que debía escribir algo sobre él… porque una vida tan rica y tan oculta, merece ser conocida. Por cierto, se trata sólo de mi humilde testimonio.
Lo conocí hace casi diez años, al poco tiempo de llegar a Tucumán. Fui a buscar al Monasterio ese espacio de silencio, oración e intimidad con Dios que alimenta la vida apostólica de los que hemos sido llamados por Jesús a seguirlo por los caminos y en los lugares de mucho dolor.
En muchas, muchas ocasiones nos encontramos en la capilla del Santísimo, antes de las Vísperas y de la Misa. No sé por qué, pero recuerdo sobre todo las tardes muy frías del Siambón en las que el calor del Corazón de Jesús Eucaristía nos hacía apretujarnos a su alrededor: el Padre Benito, el Padre José, el Padre Edmundo y…yo.
Sus homilías me animaban, en especial, su fidelidad al Evangelio al que siempre presentaba como desafío. Cada vez que se daba la ocasión se lo decía y él, con sencillez, me respondía, sonriente: “Está colgado en la página (del Monasterio)”. Humildad llena de verdad, como le gustaba a San Benito.
El Padre Edmundo se ordenó en una fecha muy cercana a la Navidad. Yo venía de unos días “de fuego” y necesitaba del silencio monástico para recuperar la serenidad.
La casa de huéspedes había quedado sin hospederos. Sin embargo, me permitió quedarme allí sola y con una delicadeza increíble, cuando se lo agradecí, me respondió que él me agradecía a mí que cuidara la casa. Fue una Navidad inolvidable y sanadora.
En un crudo invierno en el que me había retirado unos días, bajé en la madrugada de la Fiesta de San  Benito a rendir una materia de la Diplomatura en Adicciones y regresé para la Misa. Mientras saludaba a los monjes a la salida de la Iglesia, se acercó él y antes que lo felicitara por la fecha me dijo, conmovido: “¡Qué hermoso lo que escribiste sobre ese preso!”. Alguien había dejado en la hospedería una Revista Vida Pastoral en la que habían publicado un artículo mío: “Martín de Dios”, en el que relataba la vida de un chango, Martín, que se había ahorcado en el Penal.
Al día siguiente, compartimos una fiestita de cumpleaños de la niña de unos amigos, nos sentamos juntos y, antes de terminar de acomodarnos, soltó: “¿Cómo es la cárcel?...Nunca entré en una…”. Hablamos toda la noche y admiré su corazón compasivo.
Varias veces me hospedé con los monjes en la Semana Santa. Me daba la bienvenida. Le preocupaba que estuviera bien. Y me lo hacía saber.
Últimamente, a partir de mi enfermedad, se acercó siempre a saludarme, cariñoso, y a interesarse por mi salud. La última vez, en la Ordenación Episcopal del Padre Carlos. Quién hubiera pensado que era la despedida.
Era tímido, éramos tímidos. Quizá por eso nos caíamos bien.
Admiré su energía. Sus esfuerzos por poner bonito el Monasterio. Su preocupación por todo y por todos.
Los políticos son hábiles para obtener sus slogans y contratan para ello especialistas. Hace un tiempo, escuché uno del oficialismo creo, que decía: “Haciendo lo que hay que hacer”.
Creo que el Padre Benito lo vivió en profundidad pero no para candidatearse, sino para cumplir en verdad y en caridad, su misión de Padre (Abad).
Hizo lo que le tocaba hacer poniendo en ello todo el corazón y por eso, de tímido pasó a ser un “tímido valiente”, que se venció a sí mismo para servir a Dios y en Dios, a todos, sus hermanos y los que tuvimos la gracia de conocerlo y disfrutar de su hospitalidad y sus enseñanzas hechas vida.
Y como dijo el Padre José, despidiendo a su Abad y, al mismo tiempo, a su hermano menor, nos queda la paz y la alegría de saber que llegó al Lugar adonde siempre se encaminó, sin perderlo de vista.

Gracias, Padre Benito, porque ya no nos dejarás nunca solos, sino que nos estarás esperando en cada rosal, en cada rincón, en cada oración, en cada Eucaristía de tu querido Monasterio. Hasta vernos, hermana Cristina.

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