III. “…y le dijo:
‘Maestro, sabemos que tú has venido de parte de Dios para enseñar, porque nadie
puede realizar los signos que tú haces, si Dios no está con él’. Jesús le
respondió: ‘Te aseguro que el que no
renace de lo alto no puede ver el Reino de Dios’. Nicodemo le
preguntó: ‘¿Cómo un hombre puede nacer cuando ya es viejo? ¿Acaso puede
entrar por segunda vez en el seno de su madre y volver a nacer?’ Jesús le
respondió: ‘Te aseguro que el que no nace
del agua y del Espíritu no puede entrar en el Reino de Dios. Lo que
nace de la carne es carne, lo que nace del Espíritu es espíritu”.
¿De qué hablan?
Sobre el poder, “nadie puede”, dice una
vez Nicodemo y otra vez Jesús. Diez veces se repite en la perícopa el tema del
poder, paralelo al del saber. ¿Nicodemo quiere cambiar y no puede por sí mismo,
o no quiere cambiar?
El tema es nacer de nuevo para ver el
Reino de Dios, nacer del agua y del Espíritu para entrar en el Reino de Dios,
que es el tema de siempre. El Papa Francisco dice en Christus vivit 13:
“Jesús, el
eternamente joven, quiere regalarnos un corazón siempre joven. La Palabra de
Dios nos pide: ‘Eliminen la levadura vieja para ser masa joven’ (1 Co 5,7). Al mismo tiempo nos invita a
despojarnos del ‘hombre viejo’ para revestirnos del hombre ‘joven’ (cf. Col 3,9.10). Y cuando explica lo que es
revestirse de esa juventud ‘que se va renovando’ (v. 10) dice que es tener ‘entrañas
de misericordia, de bondad, humildad, mansedumbre, paciencia, soportándose unos
a otros y perdonándose mutuamente si alguno tiene queja contra otro’ (Col 3,12-13). Esto significa que la
verdadera juventud es tener un corazón capaz de amar. En cambio, lo que
avejenta el alma es todo lo que nos separa de los demás. Por eso
concluye: ‘Por encima de todo esto, revístanse del amor, que es el vínculo de
la perfección’ (Col 3,14)”.
¿Cómo hablan?
El clima de la conversación es afable y
respetuoso, pero al mismo tiempo exigente. Los dos aman sinceramente la verdad
y Nicodemo busca honestamente al Dios verdadero. La verdad y el amor saltan
cualquier barrera para besarse. Como dice san Bernardo: “Corría tras el mismo
aroma (de la sabiduría) Nicodemo que, acercándose a Jesús de noche, volvió
envuelto por el resplandor de su sabiduría, plenamente adoctrinado”[1].
Estamos ante un verdadero encuentro de
acompañamiento espiritual, una auténtica entrevista formativa. Hay acogida:
autenticidad, escucha, comprensión (en la diferencia), empatía (con afectividad).
Un diálogo no exento de ironías, de ambas partes. Se
presenta como dijimos, el problema del mensaje y el lenguaje, usan las mismas
palabras, pero con distinto significado.
Se trata de un diálogo estructurado en
torno a tres preguntas, distintas a las de los fariseos y escribas que querían
poner a prueba. La primera pregunta, la fundamental: “¿Qué debo hacer para ver
el reino de Dios?” (Guardini) es intuida y respondida, las otras son explícitas.
Las preguntas y sus respuestas, precedidas del solemne, “te aseguro”, “en
verdad, en verdad te digo”, dan lugar al malentendido. El diálogo da paso al
monólogo, el primer discurso joánico sobre Dios Padre y Jesús, Espíritu y
Jesús. En la primera respuesta se habla del Padre, en la segunda del Espíritu y
en la tercera del Hijo.
En el diálogo es Jesús el que se
identifica con la comunidad cristiana, pasando del yo al nosotros, en oposición
al ustedes. Dos personas y dos comunidades dialogan, se posicionan ante la
verdad.
La finalidad de
Jesús es confrontar a Nicodemo con la Verdad en la caridad, lo enfrenta con su
verdad para hacer que surja la fe, sin imponerle nada ni darle soluciones, ni
recetas, ni preceptos, ni proyectos, quiere que vaya descubriendo las cosas por
sí solo. Hay clarificación, reubicación, posibilidad y discernimiento. “Cuando
se puso en camino, un hombre corrió hacia él y, arrodillándose, le preguntó: ‘Maestro
bueno, ¿qué debo hacer para heredar la Vida eterna?’…”. (Mc 10, 17), “Un escriba que los oyó discutir, al ver que les había
respondido bien, se acercó y le preguntó: ‘¿Cuál es el primero de los
mandamientos?’…”. (Mc 12, 28).
Porque como dice
san Benito “muchas veces el Señor revela al más joven lo que es mejor” (RB 3, 3), es el momento de recordar algunos
de los temas que se repiten en la encuesta:
“160 acompañar, 112 (73 Dios, 26 Jesús, 13 Cristo), 89 (60 cercanía, 29
presencia), 75 (70 escuchar, 5 discernir), 59 (42 comprender, 17 entender), 45
(38 amor, 7 amistad), 35 (22 amigo, 15 compañero), 20 aprender, 13 aceptar”. Datos
que encuentran su eco en el número 246 de Christus
vivit:
“Los mismos jóvenes nos describieron
cuáles son las características que ellos esperan encontrar en un acompañante, y
lo expresaron con mucha claridad: ‘Las cualidades de dicho mentor incluyen: que
sea un auténtico cristiano comprometido con la Iglesia y con el mundo; que
busque constantemente la santidad; que comprenda sin juzgar; que sepa escuchar
activamente las necesidades de los jóvenes y pueda responderles con gentileza;
que sea muy bondadoso, y consciente de sí mismo; que reconozca sus límites y
que conozca la alegría y el sufrimiento que todo camino espiritual conlleva.
Una característica especialmente importante en un mentor, es el reconocimiento
de su propia humanidad. Que son seres humanos que cometen errores: personas
imperfectas, que se reconocen pecadores perdonados. Algunas veces, los mentores
son puestos sobre un pedestal, y por ello cuando caen provocan un impacto
devastador en la capacidad de los jóvenes para involucrarse en la Iglesia. Los
mentores no deberían llevar a los jóvenes a ser seguidores pasivos, sino más
bien a caminar a su lado, dejándoles ser los protagonistas de su propio camino.
Deben respetar la libertad que el joven tiene en su proceso de discernimiento y
ofrecerles herramientas para que lo hagan bien. Un mentor debe confiar
sinceramente en la capacidad que tiene cada joven de poder participar en la
vida de la Iglesia. Por ello, un mentor debe simplemente plantar la semilla de
la fe en los jóvenes, sin querer ver inmediatamente los frutos del trabajo del
Espíritu Santo. Este papel no debería ser exclusivo de los sacerdotes y de la
vida consagrada, sino que los laicos deberían poder igualmente ejercerlo. Por
último, todos estos mentores deberían beneficiarse de una buena formación
permanente”.
En Cartas de Gamaliel se nos relata esta singular
experiencia de “acompañamiento”:
“Nos contó visiblemente emocionado, que
la reunión fue en el llamado Huerto de los Olivos[2].
Cuando llegó fue dejado a solas con Jesús, quien lo saludo amablemente.
Entonces, sin necesidad de presentaciones previas. Nicodemo le dijo: «Maestro (…)
Cuando terminó de relatar su encuentro
con Jesús, asomaron a los ojos de Nicodemo unas lágrimas, que secó
discretamente. Luego fijó su mirada en mí, diciendo:
-Lo ves, rabí Gamaliel, Jesús me ha
puesto delante de las preguntas esenciales de la vida. ¿Quién soy? ¿Para qué
estoy en el mundo? ¿He nacido de lo Alto o no? Me ha dicho que debo volver
nacer y yo torpemente, no entendí lo que quería decirme. Ahora lo sé. Lo supe
luego: me estaba pidiendo una conversión del corazón. Este hombre es el mesías
que esperábamos (…)
Por su parte Nicodemo parecía ido,
ausente. Sólo lo escuche musitar: -Tengo que volver a nacer… volver a nacer”[3].
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